Ella era un éxito, y se lo estaba tomando con calma. El apoyo de su madre, Henni y los Cynster ayudaba también. El les agradecía su interés, pero sabía muy bien a quién debía su gratitud por encima de todos.

Observó a Francesca, inmersa en una dramática discusión con Honoria, alzar la vista al acercárseles Henni. Su sonrisa -aquella sonrisa gloriosa, reconfortante- le iluminó la cara, y se puso en pie para besar a su tía en la mejilla. Luego volvió con Honoria, atrayendo a Henni a la conversación.

Gyles no pudo evitar una leve sonrisa. Ella se entregaba siempre a las cosas de todo corazón; había hecho lo mismo con la alta sociedad, con sincera curiosidad, disfrutando de los entretenimientos que se le ofrecían. Su deleite, que no era el de alguien ingenuo sino el de la recién llegada, había hecho que él volviera a ver su mundo como viejo y gastado bajo una luz nueva.

Apoyando los hombros en la pared, siguió observándola, vigilándola.

Sentada en la chaise longue junto a Honoria, Francesca era consciente de la mirada de su marido. Se había acostumbrado a ella; de hecho, le resultaba reconfortante saber que si alguien no especialmente deseable la abordaba, él estaría allí, a su lado, en un santiamén. La alta sociedad estaba compuesta por muchas personas, y si bien ella conocía ya algunos de los nombres y las caras convenientes, había muchos que no conocía…, y algunos de éstos no le hacía ninguna falta conocerlos.

Uno de ellos era lord Carnegie, pero su señoría era lo bastante cauto como para no abordarla…, de momento. Pero ella sabía lo que era, lo que estaba pensando; cada vez que su mirada la rozaba, ella tenía que reprimir un escalofrío, como si una cosa viscosa se deslizara por su brazo desnudo. Su señoría entró en su campo visual y le dedicó una inclinación. Francesca miró ostensiblemente hacia otro lado.

Honoria lo fulminó con la mirada.

– ¡Infame engreído! -Bajó la voz-. Dicen que mató a su primera mujer, y también a dos amantes.

Francesca puso mala cara, pero la cambió de inmediato por una sonrisa al acercárseles Osbert Rawlings y hacerles una reverencia.

– Prima Francesca. -Con una mano sobre el corazón, Osbert le estrechó la mano; luego le hizo una inclinación a Honoria y estrechó la suya.

– Acabo de ver desaparecer a Carnegie. -Osbert miró a su espalda y acto seguido se acercó un poco más a ellas-. No es un hombre simpático.

– No, en efecto -convino Honoria-. Justamente le estaba contando a Francesca… -Hizo un ademán vago.

– Pues sí. -Osbert asintió, para luego decidir que Carnegie era un tema de conversación demasiado siniestro para aquella compañía; la forma en que su rostro se iluminó de pronto lo dejó claro-. ¡En fin! Acabo de oír algunos comentarios sobre la última producción del Theatre Royal.

Cuando Osbert hablaba de cualquier cosa que tuviera que ver con la representación oral, nunca era vago. Las tuvo entretenidas durante los diez minutos siguientes con un vivido informe sobre el más reciente éxito de la señora Siddons. Francesca lo escuchó, divertida, consciente de que Gyles les observaba, consciente de lo que estaría pensando; sin embargo, a pesar de su desdén, tampoco era que tuviera mal concepto de Osbert.

Osbert, ciertamente, se había convertido en su caballero. Asistía a la mayor parte de las recepciones a las que iban ellos, y siempre estaba dispuesto a prestarse a divertirla y entretenerla. Si alguna vez necesitaba que la escoltaran y Gyles no se encontraba cerca, se colgaba del brazo de Osbert sin el menor reparo. Y si bien empezaba a sospechar que Osbert reclamaba su compañía, al menos en parte, como defensa contra las madres que le tenían aún en su punto de mira, le agradaba guardarse esa sospecha para sí.

Osbert era un encanto: no se merecía ser arrojado a los leones.

– Vaya, vaya: ¡cómo caen los poderosos!

Gyles apartó la vista de su esposa y la fijó en Diablo, que se le acercaba despreocupadamente.

– Puedes hablar.

Diablo miró hacia el otro lado de la habitación, a Honoria, y se encogió de hombros.

– Nos llega a todos. -Sonrió aviesamente-. ¿Se me permite decir «ya te lo dije»?

– No.

– Seguimos negando la evidencia, ¿eh?

– Uno no puede menos que intentarlo.

– Ríndete. Es inútil.

– Todavía no.

Diablo soltó un resoplido.

– Así que, ¿por qué estás aquí aguantando la pared, en realidad?

Gyles ni siquiera trató de responder.

Diablo le dirigió una mirada estimativa.

– De hecho, quería preguntarte… ¿qué posibilidad tiene hoy por hoy tu primo Osbert de heredar?

– Pocas, y van disminuyendo.

– ¿Y cuándo se desvanecerían dichas posibilidades?

Gyles frunció el ceño.

– A mediados del verano. ¿Por qué?

– Humm… ¿Así que estaréis aquí para la temporada social?

– Supongo que sí.

– Bien. -Diablo miró a Gyles a los ojos-. Vamos a tener que hacer más presión con esos proyectos de ley si queremos sacarlos adelante.

Gyles asintió. Miró a sus respectivas esposas.

– Se me ha ocurrido que podríamos estar dejando pasar una buena oportunidad de convencer a algunos de nuestros pares para que apoyen nuestra causa.

Diablo siguió la dirección de su mirada.

– ¿Tú crees?

– Francesca comprende los puntos básicos tan bien como yo.

– Honoria igual.

– Entonces, ¿por qué no? Cuando están en la ciudad, pasan la mayor parte del día hablando con las esposas de los demás. ¿Por qué no pueden ellas orientar la conversación, introducir la idea, plantar la semilla y alimentarla, siendo por una buena causa?

Al cabo de unos instantes, Diablo sonrió.

– Se lo sugeriré a Honoria. -Lanzándole a Gyles una mirada, se enderezó; en sus ojos había un destello pecaminoso-. Eres consciente, por supuesto, de que, al sugerirle algo así, estarás animando a Francesca a dedicar más tiempo aún al ajetreo de la vida social. -Diablo frunció el ceño con fingida preocupación-. Yo entendería que no consiguieras reunir el valor de hacerlo: debe ser frustrante, recién casado como estás, ver a tu mujer tan solicitada.

Gyles no pudo evitar poner mala cara, y la puso aún peor cuando Diablo sonrió maliciosamente y, con un saludo, se alejó de él.


El no era tan transparente. Si Diablo había logrado poner el dedo en la única llaga abierta por el éxito social de Francesca, era sólo porque él mismo se había sentido, o tal vez aún se sentía, igual. El ajetreo de la vida social no estaba pensado para propiciar la armonía matrimonial. Las bodas, sí, pero no lo que venía después. Y era eso, la fase de después de la boda, lo que ahora lo consumía.

Y Francesca. Las dificultades no las tenía él sólo, y daba gracias por eso. También ella se aferraba a las contadas horas que podían pasar juntos, en su biblioteca, leyendo cómodamente, discutiendo a veces, intercambiando puntos de vista…, conociéndose mejor el uno al otro.

Pero a medida que la alta sociedad la iba descubriendo, aquellas horas de intimidad se habían ido reduciendo. Hasta desaparecer.

Ella se pasaba las mañanas enteras de visita en visita -recepciones, tés matutinos-, habitualmente en compañía de su madre y de Henni, de Honoria o de alguna de las otras damas con que había trabado amistad. Todo muy inocente y correcto.

Rara vez iba a casa a comer, pero tampoco él. Mientras ella se pasaba las sobremesas haciendo nuevos contactos y fortaleciendo los que ya había hecho, él se las veía con el cúmulo de exigencias de la administración de su hacienda, o veía a sus amigos en sus clubes. Los dos se encontraban a la hora de la cena, pero nunca cenaban solos: ahora se les requería constantemente, a medida que más y más anfitrionas la descubrían a ella.

Después de cenar, habían de asistir a numerosos bailes y fiestas: siempre volvían tarde a casa. Y aunque ella siguiera entregándose a sus brazos deseosa y ardiente, aunque se amaran tan apasionadamente como siempre, no dejaba de crecer una sensación de privación, una carencia.

Él era conde: no debería sentir que le faltara nada.


– Un mensaje de la calle North Audley, señora.

Francesca dejó su rodaja de pan y cogió la nota plegada de la bandeja de Wallace.

– Gracias. -Desdobló la nota, la leyó y miró a Gyles-. Vuestra madre y Henni no se encuentran muy bien, pero dicen que no me moleste en pasar a visitarlas. Dicen que es sólo un resfriado.

– No hay por qué arriesgarse a pillarlo también. -Gyles la miró por encima de la Gazette de esa mañana-. ¿Afecta a vuestros planes su indisposición?

– Íbamos a acudir a un té en casa de las señoritas Berry, pero la verdad es que no me apetece ir sola.

– Claro que no. Seguro que allí la más joven os saca diez años. -Gyles dejó la Gazette a un lado-. Tengo una sugerencia.

– ¿Ah, sí? -Francesca alzó la vista.

– Venid a pasear conmigo. Hay algo que quiero enseñaros.

A ella le picó la curiosidad.

– ¿Dónde?

– Lo veréis cuando lleguemos allí.

Para asombro de Francesca, «allí» resultó ser Asprey, la joyería de la calle Bond. Y el «algo» era un collar de esmeraldas.

El dependiente le abrochó el cierre bajo la nuca. Maravillada, alzó una mano para tocar las grandes esmeraldas talladas en forma de óvalo. Gyles había insistido en que no se cambiara su vestido de día, de amplio escote; ahora entendía por qué. Las esmeraldas centelleaban, como fuego verde sobre su piel.

Se giró a un lado y a otro, admirando el juego de la luz sobre las piedras, observando que sus ojos se volvían más profundos, como si reflejaran el fuego de las esmeraldas. El collar no era ni demasiado pesado ni demasiado recargado. Tampoco era tan delicado que corriera el riesgo de quedar eclipsado por su propio rotundo exotismo.

Parecía que lo hubieran hecho expresamente para ella…

Miró detrás de su propio reflejo y vio a Gyles, detrás de ella, intercambiar una mirada de aprobación con el viejo propietario de la joyería, que había salido de la trastienda a mirar.

Francesca se volvió y cogió a Gyles de la mano.

– ¿Encargasteis esto para mí?

Él la miró desde su altura.

– No tenían nada que fuera del todo adecuado. -Le sostuvo la mirada un instante antes de apretarle los dedos y soltarse la mano-. Dejáoslo puesto.

Mientras él felicitaba al joyero, el dependiente ayudó a Francesca a ponerse su pelliza. Francesca se la abotonó hasta la garganta. Fuera hacía bastante frío, pero no era ésa la razón. Sospechaba que el collar valdría una pequeña fortuna. A lo largo de las últimas semanas, había visto muchas joyas, pero ninguna de tan sencilla y de tan extraordinaria valía.

Gyles deslizó en su bolsillo el estuche de terciopelo del collar, luego la recogió y abandonaron la tienda. Ya en la acera, él reparó en el cuello de su pelliza subido hasta arriba y sonrió. Tomándola del brazo, la condujo calle arriba.

– ¿Adonde vamos ahora? -preguntó Francesca. Habían dejado el coche en Piccadilly, en dirección contraria.

– Ahora que tenéis el collar, necesitáis algo que haga juego con el.

Lo que tenía en mente era un vestido, otra pieza creada según sus indicaciones. Había requerido los servicios de uno de los modistos más exclusivos de la alta sociedad; Francesca, de pie ante el espejo de cuerpo entero del probador privado de su salón de la calle Bruton, no pudo sino admirarlo.

Era un vestido sencillo, de líneas sobrias, pero sobre ella se convertía en una declaración de sensual aplomo. El canesú, confeccionado en gruesa seda verde esmeralda, le quedaba como una segunda piel; el escote, en pico, no era ni alto ni bajo, pero debido al corte del vestido había de atraer todas las miradas sobre sus senos…, de no ser por el collar. Collar y vestido se complementaban a la perfección, sin que uno menoscabara lo otro. Desde la cintura, alta, la seda caía con donaire, para estallar en sus caderas en una elegante falda a capas.

Francesca contempló a la dama del espejo, vio sus pechos subir y bajar, vio las esmeraldas despedir destellos de fuego verde. Sus ojos parecían enormes, su pelo un remolino de negros rizos anclado sobre su cabeza.

Miró a Gyles, que estaba sentado tranquilamente en una butaca, a un lado. Gyles captó su mirada, luego volvió la cabeza y dijo algo al modista en francés, una lengua que Francesca no entendía. El modista salió discretamente y cerró la puerta.

Gyles se incorporó; fue a ponerse de pie tras ella. Miraba su reflejo.

– ¿Os gusta?

La recorría con la vista de pies a cabeza. Francesca meditó su respuesta, estudiando lo que podía leer en la cara de él, desprovista de máscara en aquel momento.

– El vestido, el collar. -Alzó los brazos, con las palmas hacia arriba-. Son preciosos. Gracias.

Por lo que le había permitido llegar a ser. La había convertido en su condesa de nombre y de hecho. Ahora era suya. Suya para vestirla y cubrirla de joyas. Suya.