– Lady Chillingworth.
Francesca sonrió con frialdad, hizo una inclinación de cabeza y apartó la vista.
Desafortunadamente, hacia lord Albemarle.
– Mi querida lady Chillingworth, parece que los músicos van a obsequiarnos con una danza. Si quisierais…
– Lo siento, Albemarle. -Gyles interceptó la mirada sorprendida de su señoría-. Esta danza -enfatizó estas palabras para que Albemarle le entendiera bien- es mía.
Con una seca inclinación de cabeza a su señoría y otra a lady Herron, dio un paso atrás. Francesca le siguió, tras dedicarle a él una inclinación altiva. A lady Herron la ignoró completamente.
En el mismo instante en que comenzaron a bailar, Gyles supo que estaban en problemas. Gracias a lord Albemarle, se estaba sintiendo próximo en exceso a su bárbaro interior, con su máscara civilizada reducida a una capa de barniz. Por añadidura, el rostro de Francesca, el brillo desdeñoso de sus ojos, le revelaron al primer golpe de vista que había adivinado la naturaleza de su relación con lady Herron. En la mano que tenía puesta en su espalda, notaba la tensión con que vibraba toda ella, la onda expansiva de su furia al desplegarse.
Se armó de valor, jurándose que, dijera ella lo que dijera, no le fallaría; no reaccionaría mal, no en aquel lugar…
Ella alzó la vista; la expresión de sus ojos era de altivo disgusto.
– Qué grosera es esa mujer. -Su mirada resbaló hasta los labios de Gyles; transcurrió un momento, y volvió a alzar la vista para mirarlo a los ojos. Su enfado había desaparecido; alguna otra cosa, parecida a un ánimo posesivo, ardía en el verde de sus iris-. ¿No os parece?
Gyles se encontró apurado de repente: desechando de su mente la idea de que ella estaba a punto de montarle una escena a cuenta de sus relaciones pasadas, intentando hacerse a la idea de que estaba enfadada. Sí, lo estaba, pero no con él. Y que ese enfado había dado lugar, en este caso, a… intenciones de otro tipo.
La súbita erupción de su reacción lo pilló por sorpresa: estrechó su abrazo en torno a ella. Francesca, sin pestañear, se le acercó. Sus senos le rozaron la levita, y ella se estremeció y se apretó contra él aún más.
Gyles habría debido ponerse a rezar para que todos los que estaban observándoles se quedaran ciegos de pronto; en vez de eso, evolucionó con ella, dando vueltas lentamente por la pista, atrapado, encadenado voluntariamente, en el fuego de sus ojos.
Francesca comprendió de forma súbita, cegadora, y fue a tomar aquello que necesitaba. Celos, ánimo posesivo: había visto ambas cosas en él, pero nunca pensó que sentiría los mismos impulsos devoradores corroerle las entrañas. Aquella tensión les sostenía, se alimentaba y crecía entre los dos, de igual a igual, reflejados el uno en el otro. Fue ella la que movió la mano hacia su nuca, pasó las uñas suavemente entre sus cortos pelos, y él quien, durante un giro, la atrajo hacia sí tan fuerte que sus cuerpos se frotaron sensualmente, se fundieron durante un instante antes de separarse.
La ajustada funda de satén esmeralda la apretaba de pronto, era una piel de la que necesitaba deshacerse. Los dos estaban respirando superficialmente, entrecortadamente, cuando la música cesó.
– Venid. -Con rostro como esculpido en piedra, sin soltarle la mano, se dio la vuelta y la remolcó hacia la salida.
– Esperad. -Francesca volvió la vista atrás-. He venido con Henni y vuestra madre.
Deteniéndose bajo el arco de entrada, la miró.
– Supondrán que os habéis ido conmigo.
No había pregunta alguna en sus ojos, sólo un desafío. Francesca no vaciló: asintió y salió por delante de él.
Había traído el carruaje grande. La ayudó a subir; ordenó lacónicamente:
– ¡A casa! -Y entró tras ella. Nada más cerrarse la puerta, mientras el coche arrancaba con una sacudida, ella se lanzó sobre él.
Y él sobre ella.
Ella le enmarcó la cara entre las manos y sus labios se encontraron, se fundieron. Ella abrió los suyos, invitándolo a entrar, incitándolo a tomar. Y él tomó. Con tanta ansia como ella, con el mismo furor, la misma urgencia. Sus lenguas se tocaron, se enredaron, se enzarzaron en un duelo. Ella se acercó aún más a él, extendió las manos sobre su pecho; topó con un gemelo de su pechera y lo soltó.
Él se apartó, con la respiración entrecortada, y le agarró la mano.
– No. Aquí no.
– ¿Por qué no? -Se le echó encima, pasándole una pierna sobre la rodilla.
– Porque casi hemos llegado a casa. -Hizo una pausa antes de continuar con voz grave, en un susurro-. Y quiero despojaros de este vestido. -Rozó la cúspide de un pecho con la palma de la mano; los dos vieron endurecerse el pezón bajo la ajustada seda-. Centímetro a centímetro, despacio, y quiero mirar mientras lo hago. -Alzó la mano, hundió los dedos entre su pelo, le levantó la cara hacia él. Agachó la cabeza. Su aliento bañó los labios de ella al murmurar-: Quiero miraros. Ver vuestros ojos. Vuestro cuerpo.
Sus labios se cerraron sobre los de ella, que le permitió arrastrarla lejos, a un mar de ardiente deseo.
El coche aminoró la marcha. Gyles miró por la ventana y a continuación la enderezó en el asiento. El carruaje se detuvo; se alisaron la ropa. Francesca sentía el traje a punto de desprenderse, como si ya no pudiera contenerla. Él bajó del vehículo y le tendió la mano para que descendiera. Con la cabeza erguida, Francesca entró al recibidor precediéndolo. Apenas podía respirar. Saludó a Irving con una inclinación de cabeza y subió directamente las escaleras. Gyles se detuvo un instante a hablar con Wallace antes de seguirla.
Avanzaron por el pasillo con los dedos entrelazados. Por un acuerdo tácito, no se tocaron más que eso: no osaban.
– Deshaceos de vuestra doncella; esta noche no la necesitaréis.
Francesca separó suavemente sus dedos de los de él y abrió la puerta de su habitación, mientras Gyles continuaba hasta la suya.
– ¿Estáis segura, señora?
– Perfectamente. -Francesca señaló la puerta a Millie. La pequeña doncella se fue, cerrándola reticentemente tras ella.
El chasquido del pestillo resonó al otro lado de la habitación. Francesca se dio la vuelta; vio a Gyles, ya sin levita, emerger de entre las sombras que ocultaban la puerta que comunicaba sus dormitorios. Avanzó hacia ella sin que sus ojos dejaran de mirarse.
Llegando hasta ella, alzó las manos para enmarcarle la cara, la acercó a la suya y pasó a devorarla.
Tantas veces como habían hecho el amor y, sin embargo, nunca había sido igual que ésta. Ella nunca había estado tan hambrienta. Tan decidida, tan exigente. Lo provocaba, lo incitaba; ansiaba más. Lo ansiaba a él. A él, que la había reclamado y marcado como suya tantas veces. Hoy le tocaba a ella. A él le tocaba ser poseído, ser él el conquistado. Ella no iba a conformarse con menos.
Aunque estaba dispuesta a admitir más.
Dispuesta a dejarle a él llevar las riendas al principio, a consentirle que, estando ambos ya con la sangre encendida, martilleando en sus venas, se apartara brutalmente, le diera la vuelta colocándola de forma que, bañada por la luz de las lámparas que ardían en su tocador y en la mesa junto a la puerta, quedara de cara a él, frente a su reflejo en el espejo de cuerpo entero.
«Centímetro a centímetro, despacio.»
Se lo había advertido; ahora ella observaba, aguardaba, mientras él desprendía su vestido. Él alzó las manos, separando la abertura de la espalda del traje, haciendo deslizarse luego la seda de sus hombros. El canesú le quedaba bien ajustado; el fue separando el tejido de sus curvas. De pronto sintió frío en los senos, desprovistos de la cálida seda, cubiertos sólo por su fina combinación. Él se dio cuenta, pero se limitó a sonreír al verla estremecerse levemente, y a dejar caer el vestido en pliegues en torno a su cintura, mientras la urgía a levantar los brazos, liberándolos.
Así lo hizo, y no supo entonces qué hacer con las manos. Observando su reflejo, apoyó los hombros, ahora desnudos, sobre el pecho de Gyles, enfundado en su camisa; luego llevó los brazos atrás y apoyó las palmas contra sus duros muslos, aferrándolos con los dedos.
La expresión de él se hizo más dura, pero mantuvo la mirada fija en su cuerpo, en sus caderas, mientras iba bajándole el vestido poco a poco. Ella seguía esperando que la tocara, que pusiera las manos sobre su piel cubierta por la combinación para aplacar el temblor de sus nervios bajo ella, encendidos de expectación. Pero no la tocó en ningún momento mientras, con toda parsimonia, le seguía bajando el vestido por los muslos.
Hasta que, con un susurro de sedas, cayó deslizándose al suelo.
Por un momento, se quedaron los dos contemplando el pequeño lago esmeralda formado en torno a sus pies. Luego, lentamente, ella alzó la vista y contempló el cuadro que él había creado. Todavía tenía el pelo recogido, atrayentemente negro contra el blanco de la camisa, una masa de rizos cayendo en cascada hasta apenas rozarle los hombros. Tenía los brazos desnudos; también las piernas, de medio muslo para abajo. Entre medio, las curvas marcadas de su cuerpo se veían veladas, misteriosas, bajo su fina combinación. Su piel rielaba a la luz de las lámparas, acentuados los tonos de miel contra la camisa de Gyles, suave y femenina contra el negro de sus bombachos.
Con las manos en sus muslos, quieta delante de él, se sintió como un trofeo que él había conquistado.
Mientras ella miraba, la expresión de Gyles se hizo más dura. Sus manos se le cerraron en torno a la cintura.
Francesca levantó los brazos y puso las manos sobre los hombros de él. Los labios de Gyles se curvaron mientras inclinaba la cabeza para besarle la sien.
Cerró las manos en torno a sus senos. Ella ahogó un gemido y se arqueó más abiertamente. Él la acarició con pericia, evitando las prietas cúspides, y luego deslizó las manos, surcando su cuerpo sin rumbo definido, dibujando la curva de sus caderas, cruzando su estómago. No eran caricias delicadas, sino posesivas, las de un conquistador cartografiando sus dominios.
Mirando entre sus pestañas, ella se apretó deliberadamente contra él, haciendo rodar las caderas contra sus muslos, tentándolo sin palabras.
Gyles extendió un brazo para agarrar una silla que había cerca, y la acercó, dejando el asiento al lado de ella.
– Quitaos las medias.
«Para mí.» Aquellas palabras no las pronunció, pero su significado quedó flotando en el aire. Sin vacilar, ella desplazó su peso a un lado, se sacudió las zapatillas, dobló una rodilla y puso el pie sobre el asiento. Y centró toda su atención en el simple acto de bajarse la liga a lo largo de la pierna y quitarse luego la media de seda. Lo hizo con parsimonia, acariciando con manos morosas las estilizadas curvas de su pierna. Finalmente sacudió en el aire la sedosa voluta para doblarla sobre el respaldo de la silla, y repitió el ejercicio.
Él sólo tenía ojos para ella, sus piernas, cada uno de los pausados y sensuales movimientos de sus brazos y sus manos. Ella lo sabía sin necesidad de mirarlo; podía sentir su deseo como un cálido peso sobre su piel.
Al cabo, estuvo hecho; ella misma apartó la silla y luego se irguió, se recostó contra él, contra su pecho, contra sus muslos…, y lo miró a los ojos en el reflejo del espejo.
Su rostro estaba tenso, con el sello de la pasión desnuda. Su pecho se hinchaba pesadamente; alzó las manos hacia los lazos que le sujetaban la combinación. Dos tirones, y los deshizo; con un simple gesto, la despojó de la combinación.
Y quedó de pie y desnuda delante de él, con los senos elevados y en punta, rotundos y pálidamente sonrosados, terso el estómago; las curvas de sus caderas y sus muslos enmarcaban los oscuros rizos hacia los que a Gyles se le iban los ojos. Francesca saboreó el momento, empapándose de la descarnada lujuria que por un momento dominó su expresión. Luego se dio la vuelta, sorprendiéndolo.
Gyles pestañeó, mirando por encima de su cabeza a su reflejo, que lo distrajo el tiempo suficiente para que ella le desabotonara la camisa y soltara las hebillas de su cinto.
Él bajó la vista cuando ella apretó las palmas de las manos contra su pecho para deslizarías hacia los lados, abriéndole la camisa. Él hizo ademán de llevar las manos hacia ella, pero Francesca, con un rápido gesto, le pasó la camisa por encima de los hombros, aprisionándole los brazos.
– No tiene mucha gracia si sólo estoy desnuda yo.
Él fijó la vista en el espejo.
– Yo no estoy tan seguro.
Francesca le dejó los brazos sujetos y se concentró en bajarle los bombachos, evitando tocar su vigorosa erección. Mientras ella se agachaba para ocuparse de los cierres de las perneras, él la observaba a la vez que se desabrochaba los puños. Ella sintió su mirada; sólo tendría una oportunidad para hacerse con la iniciativa y orientar lo que harían en la dirección que deseaba.
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