Poniéndose en cuclillas, le bajó los pantalones y las calzas; él liberó un pie, después el otro y por fin se deshizo de la camisa, lanzándola a un lado…

Ella se arrodilló ante él, hundió los dedos por detrás de sus muslos y luego, alzando la cabeza, le sonrió con picardía.

Gyles le leyó las intenciones en los ojos. Se retorció para protestar, para gritar «¡no!», pero la palabra se le quedó atravesada en la garganta, seca de pronto. A ella se le ensanchó la sonrisa; bajó las pestañas. Con las rodillas entre los pies de él, se irguió y se inclinó hacia delante. La sedosa caricia de su pelo, caído ahora sobre sus tersos muslos, lo distrajo. Miró al espejo, aguantando la respiración ante aquella visión, y luego la observó inclinar la cabeza.

Sintió el roce de su aliento como marcándole a fuego en la parte más sensible de su cuerpo. Entonces los labios de ella la tocaron, la besaron, demorándose provocativamente, antes de abrirse y sumergirla en el cálido refugio de su boca.

Cerró los ojos, su espina dorsal se tensó, y se tensó aún más al acariciarle ella. Los dedos de Gyles encontraron la cabeza de Francesca, se hundieron entre los exuberantes rizos para cerrarse en torno a su cráneo. Abrió los ojos repentinamente, contemplando la escena en el espejo; la observó acercarse aún más y hundirle más a fondo en ella. Sintió una explosión de calor en el espinazo; cerró los ojos. Escuchó un gemido.

También lo oyó Francesca. Aquel sonido hizo sus delicias. Hacía semanas que quería hacer esto, pero aunque él le permitía acariciarlo allí, indefectiblemente la detenía llegado el momento. Esta vez no. Estaba decidida a hacerlo a su manera, a tomarse su tiempo y darle a él todo lo que se merecía. A tomarlo, a poseerlo a su capricho. El contraste entre fuerza y exquisita suavidad siempre la había fascinado; su cuerpo era tan fuerte, tan invencible, y tan sensible en cambio esta parte de él…

Con las manos ancladas detrás de sus muslos y los dedos bien hundidos, ella de rodillas delante de Gyles, y su miembro en la boca, él no podía soltarse fácilmente.

Se volcó en el momento, en su tarea, consciente de que cada segundo de su dedicación minaba la voluntad de Gyles y hacía más improbable que interfiriera. Esta vez, era él quien tenía que aguantar, que dejar que sus sentidos bailaran al son que ella tocara, tenía que permitirle que lo marcara con su amor.

Un fuerte sabor salado llenaba sus sentidos. Soltando un muslo, acunó las prietas bolas en su bolsa, y luego acarició la base del ariete.

Sintió su reacción. Sintió que su tensión aumentaba, que su espina dorsal se ponía rígida, sintió que sus manos le sujetaban firmemente la cabeza, inmovilizándola.

– ¡Basta!

Oyó la ronca orden; lo soltó y miró hacia arriba.

Él le apartó las manos, se inclinó súbitamente, la cogió por la cintura con ambas manos y la levantó. La levantó en el aire -ella hubo de agarrarse a sus brazos para no perder el equilibrio- y la atrajo hacia sí.

Francesca entrelazó las piernas en torno a la cadera de Gyles. En el mismo instante, él la penetró. Sujetándola firmemente por la cintura, la inmovilizó y la embistió, más y más a fondo. Ella apretó el nudo de sus piernas, impulsándose hacia abajo, hasta que sus cuerpos se pegaron, se fundieron.

Estaban los dos jadeando.

Ella le pasó las manos por los hombros y le envolvió el cuello con los brazos, empujó su cabeza hacia ella y lo besó. Él correspondió saqueando su boca con voracidad. Francesca respondió a cada desafío con otro igual, tomando tanto como daba. Valiéndose de sus piernas a modo de palanca, se elevó sobre él para deslizarse a continuación hacia abajo. Él la sostenía y guiaba con las manos, extendidas sobre la curva de sus nalgas. Utilizaba el cuerpo de ella como ella el suyo, brindándole placer, tomándolo de ella.

Su cópula se convirtió en una batalla, no de voluntades, sino de corazones: ¿quién podía tomar más, dar más? Una pregunta para la que no hubo respuesta. No había vencedor ni derrotado. Sólo ellos dos, juntos, envueltos en un placer voluptuoso.

Sumidos en una necesidad sensual que sólo el otro podía satisfacer.

El transcurso del tiempo se detuvo mientras dejaban a sus cuerpos aparearse sin reserva. Sus ojos se encontraban en miradas ardientes, sus labios en ardorosos besos, en tanto que sus cuerpos se unían con urgencia renovada.

No era suficiente, para ninguno de los dos. Gyles la llevó hacia la cama.

– No os atreváis a tumbarme. -Necesitó todo el aire del que disponía para emitir esas palabras.

La mirada que él le lanzó fue inefablemente masculina.

– ¡Demonios, qué mujer más difícil! -masculló. Pero se sentó, levantó las piernas poniéndolas sobre la cama y luego, impulsándola a ella, se irguió sobre sus rodillas. Separándolas, la asentó de forma que seguía hecha un nudo en torno a él, con los muslos cabalgando sobre sus caderas.

La miró a los ojos.

– ¿Satisfecha?

Ella sonrió, le hundió las manos en el pelo y lo besó.

Era la misma posición en que habían hecho el amor la primera vez, pero cuántas cosas habían cambiado desde entonces. No ellos mismos, sino lo que había entre los dos, la llama, el fuego, el compromiso, la devoción.

La aceptación.

Mientras seguían amándose y las lámparas se consumían, Francesca sintió que las últimas barreras se desvanecían. No sólo en él, también en ella, hasta que sólo quedaron los dos, unidos, haciendo frente a la realidad de lo que aquello significaba verdaderamente. Apechugando con ello.

Se miraban fijamente a los ojos cuando ella alcanzó finalmente la esplendente culminación; cuando bajó lánguidamente los párpados, él se le unió. Quedaron inmóviles durante un minuto largo, pugnando por respirar, esperando a que sus sentidos dejaran de girar vertiginosamente; luego ella cerró más los brazos en torno al cuello de Gyles y le apoyó la cabeza en el hombro. Y sintió el abrazo de él afirmarse en torno a ella, reteniéndola.

Francesca sonrió. El era tan suyo como ella de él.

Capítulo 19

– ¿Habéis recibido noticias del castillo?

Gyles, sentado ante su escritorio de la biblioteca, alzó la vista y observó a Francesca caminar hacia él.

– Desde el lunes, no.

Afuera llovía: estaba cayendo un aguacero constante. Francesca se acercó a la ventana y se quedó mirando.

Gyles se obligó a volver a concentrarse en la carta que tenía sobre el secante. Al cabo de un momento, levantó la vista…, y vio que Francesca lo estaba mirando. Tenía los ojos iluminados por un brillo pálido, y sonreía. Se fijó en sus labios; le sobrevino el vivido recuerdo de lo que había sentido envuelto en ellos, de todo lo que se había puesto de manifiesto a lo largo de la noche pasada.

Volvió, no sin esfuerzo, a mirarla a los ojos. Ella ladeó la cabeza, tratando de leer en los suyos.

– No voy a salir, con la que está cayendo. ¿Hay algo, algún caso judicial o información legal, que queráis que os busque?

El ronroneo de su voz era como una caricia, afectuosa y cómplice. Gyles le sostuvo la mirada y luego volvió la vista al escritorio. Rebuscó entre papeles y sacó una lista.

– Si pudierais encontrar estas referencias…

Ella cogió la lista, la miró por encima y se dirigió a unas estanterías. Mientras hacía ver que respondía a una carta, Gyles la observó, la estudió; miró también en su interior, examinándose a sí mismo. Después de la noche anterior, ella tenía buenas razones para albergar esperanzas y, sin embargo, seguía sin presionarlo, sin dar nada por hecho, aunque él sabía que, en su corazón, Francesca ya sabía lo que había. Igual que él.

¿Cómo sobrellevarlo? Después de aquella noche, en que los dos habían dejado, consciente y deliberadamente, que la pasión desnudara sus almas, ésa parecía ser la única cuestión pendiente.

Ella volvió con un voluminoso tomo. Cuando lo depositaba sobre el escritorio, él alargó la mano y le aferró la muñeca. Francesca alzó la vista, enarcando las cejas. Él dejó la pluma -la tinta se había secado en la plumilla- y tiró de ella; ella se dejó conducir alrededor del escritorio.

– ¿Sois feliz aquí en Londres, alternando con la alta sociedad? -La soltó, bastante a su pesar, y se reclinó en su asiento.

Ella se apoyó en el escritorio y lo miró, con ojos transparentes, con una mirada franca.

– Ha sido divertido… Una experiencia nueva.

– Os habéis hecho muy popular.

Los labios de Francesca esbozaron una discreta sonrisa.

– Cualquier dama, siendo vuestra condesa, atraería sobre sí cierta atención.

– Pero la clase de atención que vos habéis despertado…

Ya estaba dicho; lo había admitido y puesto sobre la mesa. Ella le sostuvo la mirada un momento antes de apartarla. Transcurrieron unos instantes en silencio, y luego dijo:

– No puedo decidir a quién atraigo, ni dictar la naturaleza de las atenciones que recibo. De todas formas -volvió a mirarlo a los ojos- eso no significa que yo las corresponda o que valore dichas atenciones.

Él ladeó la cabeza, admitiéndolo.

– ¿Qué elementos -hizo una pausa antes de proseguir- os harían ver con buenos ojos, apreciar de corazón, las atenciones de algún caballero en particular?

La pregunta la pilló por sorpresa; sus ojos se ensombrecieron, se tornaron distantes mientras pensaba en la respuesta.

– Sinceridad. Fidelidad. Devoción. -Volvió a mirarlo a los ojos-. ¿A qué aspira cualquiera, hombre o mujer, dama o caballero, en ese terreno?

Él no se esperaba verdades tan sencillas, no había contado con su valor, con su tendencia a seguirlo, con temeridad y a cualquier coste, dondequiera que él la guiara.

Mirándose fijamente, se quedaron reflexionando y haciéndose preguntas… Albergando esperanzas.

Gyles sabía muy bien el terreno que pisaban. Hacían equilibrios al borde del abismo.

– Una tal Madame Tulane, una soprano italiana, da un recital en la gala final de Vauxhall esta noche. -Sacó un programa de mano de debajo del secante.

A Francesca se le iluminó la cara; él le pasó el programa y la observó mientras leía ávidamente los detalles.

– ¡Es de Florencia! Ay, hace tanto tiempo que no escucho… -Alzó la vista-. Vauxhall… ¿Es un sitio al que pueda ir yo?

– Sí y no. Podéis ir únicamente si yo os llevo. -No era exactamente cierto, pero tampoco era mentira.

– ¿Vais a llevarme?

Era evidente que le hacía ilusión. Él señaló a las estanterías.

– Si me echáis una mano con esas referencias, podemos salir en cuanto acabemos de cenar.

– ¡Oh, gracias! -El programa de mano salió por los aires; ella le lanzó los brazos alrededor del cuello y le besó.

Era la primera vez que se tocaban desde la pasada noche, o, más exactamente, desde aquella mañana.

Francesca se echó atrás. Se miraron fijamente a los ojos. Verde y gris sin máscaras, sin velos. Entonces ella le sonrió, se hundió en su regazo, y le dio las gracias debidamente.


Dejó de llover al mediodía; a las ocho de la noche, los jardines del Vauxhall estaban abarrotados de juerguistas, ansiosos todos por disfrutar de una última fiesta. Una humedad helada flotaba en el aire; las alamedas secundarias estaban oscuras y sombrías, pero igualmente atestadas, y puntuales gritos femeninos daban fe de su atractivo.

Gyles maldecía para sus adentros mientras conducía a Francesca a través del gentío. ¿Quién hubiera pensado que medio Londres iba a acudir, con semejante noche? Las hordas que se arremolinaban allí incluían a londinenses de toda condición, desde damas como Francesca envueltas en abrigos de terciopelo a mujeres de tenderos, pulcras y remilgadas, que miraban a su alrededor con curiosidad, y putas pintarrajeadas y adornadas con plumas, tratando procazmente de captar la atención de los caballeros.

– Si vamos por las columnatas, saldremos cerca de nuestro reservado.

Francesca podía ver la silueta cuadrada de lo que debían de ser las columnatas al frente. La multitud estaba tan apretada que iban parándose, deteniéndose a cada momento. En uno de aquellos intervalos, miró a su alrededor y vio, a menos de tres metros, a lord Carnegie.

Su señoría la vio a ella. Desvió la mirada hacia Gyles, y luego de nuevo hacia ella. Sonrió e hizo una inclinación.

La multitud se movió, ocultándolo a la vista. Francesca miró al frente y reprimió un escalofrío.

Llegaron a las columnatas. Gyles giró bajo el primer arco, justo en el momento en que un grupo de juerguistas salía en dirección opuesta. Francesca se vio atrapada, arrancada del costado de Gyles y empujada a retroceder por el camino.

Creyó que iba a perder pie y caerse. Recuperando el equilibrio, se esforzó por liberarse del tumulto. Le tiraban de su aparatoso abrigo ahora para un lado, ahora para otro.