Sintió que unas manos la agarraban del brazo; aun a través del abrigo, supo que no era Gyles. Se soltó de un tirón y se giró, pero entre el gentío que se abría paso a empujones no pudo ver quién había sido.
Tomó aire e intentó abrirse paso de nuevo hacia las columnatas. La muchedumbre se abrió en dos, y ahí estaba Gyles.
– ¡Gracias al cielo! -Tiró de ella hacia sí y la agarró fuerte-. ¿Estáis bien?
Ella asintió, cerrando el puño sobre su chaquetón.
– Vamos.
Gyles trató de ignorar la inquietud primitiva que le estremecía. La mantuvo pegada a él mientras avanzaban por las columnatas. Llegaron a la rotonda. A partir de ahí, el camino resultó más fácil, al estar compuesta la multitud mayoritariamente por personas más tranquilas y menos dadas a propinarse empujones.
Tal y como él había dispuesto, sus invitados les estaban esperando en el reservado que había alquilado. Francesca quedó desarmada y encantada.
– Gracias -dijo, cuando volvió, radiante, junto a él-. Esto no me lo esperaba. Habéis estado muy ocupado.
– Me pareció una buena idea.
Allí estaban Diablo y Honoria, al igual que su madre, Henni y Horace. Los Markham y sir Mark y lady Griswold, viejos conocidos con quienes habían intimado más desde que Francesca había entrado en su vida, completaban el grupo.
La noche transcurrió plácidamente. El reservado tenía una situación privilegiada; estaban a cuatro pasos de la rotonda, donde habían reservado asientos para las señoras de cara al recital. Los caballeros condujeron hasta ellos a sus esposas y luego se retiraron a una distancia segura para discutir los proyectos de ley en los que habían estado trabajando y otros importantes asuntos, como la caza y la pesca que pudieran practicar durante el invierno.
Al acabar el recital, Francesca se puso en pie, contentísima. Junto con Honoria, se dirigió a donde se encontraban sus maridos.
– ¡Vaya! -Una mano firme apareció y la agarró de la muñeca.
Francesca se volvió y luego sonrió.
– Buenas noches.
– Y muy buenas que están siendo para vos, eso está claro. -Lady Osbaldestone se volvió hacia Helena, duquesa viuda de St. Ives, que estaba sentada detrás de ella-. Os dije que ocurriría, más temprano que tarde. -Girándose de nuevo hacia Francesca, le soltó la mano y le dio en ella un golpecito de amonestación-. Ahora que le habéis puesto los arreos, sólo tenéis que aseguraros de que no suelte el bocado, muchacha. ¿Comprendido?
Francesca, pugnando por ocultar una sonrisa, ni siquiera intentó responder.
– Y si os encontráis con algún problema, no tenéis más que preguntarle a Honoria, aquí presente. Ella no se ha desenvuelto nada mal.
Lady Osbaldestone sonrió maliciosamente. Honoria hizo una pequeña reverencia.
– Gracias.
Sonriendo, la duquesa viuda tocó la mano de Francesca.
– Es una gran alegría ver que Gyles ha sentado por fin la cabeza convenientemente, pero es cierto: os tendréis que asegurar de que no resbale. Al menos hasta que se haya hecho del todo al papel. Entonces ya… -Se encogió de hombros a la francesa, dando a entender que después las cosas rodarían por sí solas.
Al separarse de las otras damas, Francesca le susurró a Honoria:
– ¿Cómo lo saben?
Honoria le lanzó una mirada y luego le replicó en otro susurro:
– Lo llevas escrito en la cara, y él también.
Con la cabeza, indicó a Francesca que mirara al frente, donde sus maridos las aguardaban de pie. Dos hombres altos, notablemente apuestos, de anchas espaldas, que sólo tenían ojos para ellas.
Honoria le dirigió una fugaz mirada de complicidad mientras se acercaban a ellos.
– Sienta bien, ¿no?
– Mmm -fue la respuesta de Francesca. Sonriendo, se colgó del brazo de Gyles, y se encaminaron a su reservado.
– ¿Mmm, qué?
– Mmm-humm. -Francesca le miró, exhibiendo un par de hoyuelos-. ¿Bailaremos, milord?
Gyles miró hacia donde las parejas bailaban, en la zona de delante de los reservados.
– ¿Por qué no?
Y así, se pusieron a dar vueltas. Gyles era consciente de las miradas masculinas de admiración que atraían; realmente, no podía quejarse. Ella era tan feliz que resplandecía, centelleantes los ojos, los labios curvados en una sonrisa. Aquella sonrisa y la luz de sus ojos lo eran todo para él.
El baile concluyó; al dirigirse de vuelta al reservado, llegaron a otra zona congestionada. Gyles cogió firmemente a Francesca de la mano y la condujo a través de ella; ella caminaba detrás de él, protegida por su cuerpo.
Dieron la vuelta a la esquina camino del reservado, y las apreturas se mitigaron.
Una dama se paró justo delante de Gyles, haciendo que él se detuviera también, sobresaltado. Ella le dirigió una sonrisa gatuna y se le acercó.
– Milord… Qué sorpresa.
Gyles pestañeó. El tono de su voz era una pobre imitación del seductor ronroneo de Francesca. Ese instante de vacilación animó a la mujer. Su sonrisa se hizo más ancha y redujo más la distancia.
– Había oído que ya no recibíais, pero sin duda se trata de un error. Sólo porque os hayáis casado… Vaya, un leopardo no pierde las manchas de la noche a la mañana, ¿no?
«¿Quién demonios es?» Gyles no conseguía recordarla.
– Este leopardo -llegó una voz desde detrás de él- está comprometido.
La señora abrió los ojos de par en par; para sorpresa de Gyles, retrocedió involuntariamente un paso al interponerse Francesca entre los dos.
Miró a la mujer de arriba abajo y de abajo arriba, y luego elevó altivamente la barbilla.
– Puede que le convenga saber que me intereso activamente por la vida social de mi esposo; toda solicitud de su compañía que no tenga que ver con asuntos de negocios debe en consecuencia ser dirigida a mí. Y por lo que se refiere a sus manchas, puede usted estar segura de que las aprecio y tengo la firme intención de disfrutarlas durante muchos años.
La mujer pestañeó. Igual que Gyles.
La cabeza de Francesca se irguió un punto más; él hubiera dado cualquier cosa por verle la cara cuando, imperiosamente, afirmó:
– Confío en haberme expresado con claridad.
La desconocida dama dirigió a Gyles una mirada fugacísima para, a continuación -y él hubiera jurado que sorprendiéndose a sí misma-, hacer una leve reverencia.
– Desde luego, milady.
– Bien. -Francesca hizo un gesto con la mano-. Puede usted irse.
Ruborizándose intensamente, así lo hizo.
Gyles sacudió la cabeza. Poniéndole a Francesca una mano en la cintura, la instó a seguir adelante.
– Recordadme que os envíe a cualquier dama que venga a importunarme en lo sucesivo.
– Hacedlo. -En el umbral del reservado, giró sobre sus talones para mirarla de frente. Los ojos le ardían con fuego verde, y no del caliente. Con la barbilla puesta como la tenía, podía entender por qué la dama se había batido en retirada.
– Será un placer ocuparme de ellas. -Su expresión declaraba que realmente lo disfrutaría. Le miró a los ojos y luego, altivamente, volvió la vista al reservado-. Podré medirme, creo que ventajosamente, con cualquiera de ellas.
Gyles no pensaba discutírselo. Ella era más, mucho más, que cualquiera de las que la habían precedido. Aparte de todo lo demás, era una Rawlings: compartían, al parecer, unos cuantos rasgos de carácter.
Sonriente, entró en el reservado, deslizando la mano por su cintura para acercarla más a él.
En las horas que siguieron a aquella escena, y a la luz de las atenciones que Francesca pasó la noche prodigándole, a Gyles le resultó imposible negarle su deseo de pasar a visitar a su anciana institutriz, en Muswell Hill. Se fue inmediatamente después de comer. Él se retiró a la biblioteca, confiando en que, con dos mozos de cuadra adicionales acompañando a John Coachman en el carruaje, no tenía por qué inquietarse.
Tres horas más tarde, se produjo una conmoción en el recibidor. Se puso en pie; antes de que pudiera dar un paso, Wallace abrió la puerta bruscamente.
– Ha tenido lugar un incidente, milord.
Antes de que su corazón pudiera disparársele, entró Francesca.
– Nadie ha resultado herido.
Quitándose los guantes, cruzó la habitación en dirección a él. Gyles reparó en su ceño fruncido, y comprobó que estaba evidentemente ilesa.
– ¿Qué ha ocurrido?
Un carraspeo llamó su atención. John Coachman se hallaba en el umbral, detrás de Wallace.
– Salteadores, milord. Pero con los muchachos en el pescante, portando sus pistolas como ordenasteis, pudimos salir bien librados.
Gyles le indicó que pasara con una seña, y a Wallace también.
– Siéntense. Quiero oír qué ha pasado exactamente.
Francesca se dejó caer en la butaca del lateral del escritorio, una butaca que se había convertido en la suya. Gyles tomó asiento mientras Wallace y John se acercaban unas sillas corrientes.
John se sentó.
– Ocurrió cuando volvíamos a casa, milord, mientras bajábamos por la cuesta de Highgate. Se habían apostao en el bosque de Highgate; eran tres. Dos bellacos más fornidos y uno delgaducho. Llevaban la cara embozada y los típicos capotes. Salteadores de caminos comunes y corrientes.
– ¿Hubo tiros?
– Sí, por nuestra parte. Ellos pusieron directamente pies en polvorosa.
– ¿Iban armados?
– Supongo, milord, pero yo no les vi las pistolas.
Gyles frunció el ceño.
– Pregunte a los mozos de cuadra. Si eran salteadores de caminos, debían ir armados.
– Sí. -John se puso en pie-. Si no queréis na más de mí, milord, tengo que ocuparme de los caballos.
– Sí, y muy bien hecho, John. Por favor, transmita mi agradecimiento… -Gyles dirigió una mirada a Francesca y la vio dirigir una sonrisa al cochero-… nuestro agradecimiento a los dos mozos.
John hizo una reverencia a Gyles y otra a Francesca.
– Así lo haré, podéis estar seguro.
Wallace se levantó y volvió a poner las sillas en su sitio. Gyles le lanzó una mirada: «Entérese de lo que pueda y cuéntemelo más tarde.» Wallace hizo una inclinación, salió detrás de John y cerró la puerta.
Gyles estudió a Francesca. Su aire preocupado, que se apreciaba más en sus ojos que en su expresión, había vuelto. Ella lo miró. Él arqueó una ceja.
Gyles se levantó, se acercó a su butaca, la ayudó a ponerse en pie y cerró los brazos en torno a ella.
– ¿Habéis pasado miedo?
Ella se aferró a él.
– No. Bueno…, quizás un poco. No sabía qué estaba ocurriendo… No sabía que nuestros mozos iban armados ni que eran ellos los que habían disparado. ¡Creía que era a nosotros a quien disparaban!
Gyles estrechó su abrazo, la meció un poco y apoyó la mejilla en su pelo.
– Está bien. No ha pasado nada. -Gracias a Dios-. Me temo que esta clase de sucesos no son infrecuentes, y es por eso por lo que ordené a John que se llevara a dos mozos con él. En esta época del año, con toda la gente rica que se va de Londres, las afueras de la capital brindan los botines más sustanciosos.
Pero los salteadores normalmente asaltaban a los viajeros de noche, o al menos bien avanzada la tarde. Hacerlo a plena luz del día era demasiado arriesgado.
Francesca se apartó un poco, más tranquila.
– Tengo que ir a cambiarme. Creo que me daré un buen baño.
A Gyles no se le había pasado por alto su afición a los baños relajantes. La soltó.
– Esta noche cenamos en casa, ¿no?
– Sí. La ronda social se va calmando, así que no seremos más que nosotros dos. ¿Os aburriréis?
Gyles enarcó una ceja.
– Tendréis que ocuparos vos de que no sea así.
– Ah… Las obligaciones que comporta ser vuestra condesa… -Con aire lánguido, le hizo una reverencia y se dirigió a la puerta-. Iré a recuperar fuerzas.
Gyles se echó a reír. La puerta se cerró tras Francesca, y su risa se extinguió. Volvió a su escritorio.
Ella había dicho que valoraba la sinceridad; que quería que fuera sincero con ella. Cuando, después de cenar, entraron a la biblioteca, Gyles pensó en la verdad, pensó en qué parte de ella podía permitirse revelar. Pensó en por qué era necesario.
Francesca fue al escritorio a coger la última lista de referencias. Él le agarró la mano.
– No.
Se volvió hacia él, con las cejas arqueadas. Él le señaló la chaise longue.
– Sentémonos. Quiero hablar con vos.
Intrigada, se sentó junto al fuego. Él lo hizo a su lado. Los leños crepitaban sonoramente; Wallace los había encendido mientras cenaban.
Era mejor no pensárselo mucho. Mejor cabalgar simplemente hacia el combate como habían hecho sus antepasados, confiando en vencer.
Desvió la vista del fuego a los ojos de su esposa, de las llamas crepitantes al verde vibrante de su iris.
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