– Todo indica que tenemos un problema. Han estado ocurriendo cosas, cosas extrañas. Admito que no hay razón para pensar que sean intencionadas -bloqueó la visión de las riendas atravesadas en el sendero-, pero no puedo evitar el sentirme preocupado.

Se produjo un frufrú de sedas al girarse ella para mirarlo de frente.

– ¿Os referís a los salteadores? Pero dijisteis que esas cosas son de esperar.

– No exactamente de esperar, y no tal como ocurrieron. A la luz del día, sin que se exhibieran pistolas y -concentró la mirada en sus ojos- el carruaje se dirigía hacia Londres, no salía de la ciudad.

– Pero ha debido de ser…, vaya, una casualidad, que atacaran mi carruaje.

– Ha debido de ser. -Gyles sintió que su rostro se endurecía-. Como aquel incidente con vuestro aliño especial: debió de ser un accidente. Sin embargo…

Ella ladeó la cabeza, con los ojos fijos en los de él.

– ¿Sin embargo, qué?

– ¿Y si no lo hubiera sido? -Le cogió la mano, sosteniéndola simplemente, sintiendo su calor en la suya-. ¿Y si, por alguna razón que ahora mismo somos incapaces de imaginar, alguien está pensando en atentar contra vuestra vida?

De no haber sido por el tono de su voz y la expresión de sus ojos, puede que Francesca hubiera sonreído. En vez de hacerlo, recordando al padre que él había perdido, imaginando lo que podía significar ahora para él, enroscó sus dedos en torno a los de él.

– Nadie pretende atentar contra mi vida. No hay ninguna razón para que nadie quiera hacerme daño. Que yo sepa, no tengo enemigos.

Él bajó la vista hacia sus manos entrelazadas. Al cabo de un momento, correspondió a la presión afectuosa de los dedos de ella.

– Sea como sea, ése no es, en sí mismo, el problema al que he aludido.

Ella trató de verle los ojos, pero él seguía mirando sus manos enlazadas.

– Nuestro problema, sobre el que tenemos que discutir y llegar a algún acuerdo -levantó la vista-, es mi preocupación.

Los velos empezaban a brillar, a levantarse. No era, según estaba descubriendo ella, práctica habitual de John Coachman llevar consigo a un mozo de cuadras, y menos aún a dos bien armados. Le sostuvo la mirada a Gyles.

– Habladme de esta preocupación vuestra.

No era una exigencia, lo estaba animando.

Exhaló.

– No me es… cómodo. -Desvió la mirada al fuego. Transcurrió un momento, y entonces la miró a los ojos-. Desde el momento en que nos conocimos, siempre que estáis en peligro, peligro del tipo que sea, real o imaginado, esté yo con vos o no, siento… -Su mirada se tornó introspectiva, y después volvió a dirigirla a sus ojos-. Soy incapaz de describirlo: negrura, un frío gélido, dolor, aunque no físico. Un dolor de otro tipo. -Dudó, y luego añadió-: Un miedo infernal.

Ella correspondió a su mirada y le apretó más los dedos.

– Si estoy con vos, no es tan malo: puedo hacer algo, salvaros, y todo acabará bien. Pero si yo no estoy allí, y creo, no obstante, que estáis en peligro… -Apartó la vista. Al cabo de un momento, inspiró largamente y volvió a mirarla-. ¿Podéis entenderlo?

Ella lo consoló con los ojos, le presionó la mano.

– ¿Es por eso que me pusisteis tantos guardianes en el castillo?

Él se rió, breve y ásperamente.

– Sí. -Se puso en pie, y ella dejó que se soltara de su mano, le observó caminar hasta la chimenea, dio un puñetazo contenido en la repisa y se quedó mirando a las llamas-. Si no me es posible estar con vos, me siento obligado a hacer todo lo que esté en mi mano, a poneros tantos guardias como pueda, a protegeros en cualquier forma que pueda. -Al cabo de un instante, añadió-: No es algo sobre lo que pueda tomar una decisión racional. Es algo que debo hacer.

Ella se puso en pie, y fue con él.

– Siendo así… -Se encogió de hombros y le tocó el brazo-. Me aguantaré con los guardias… No tiene mayor importancia.

Él le dirigió una mirada severa.

– No os complace que los lacayos vayan pisándoos los talones por todas partes.

– Ni tampoco que mi doncella se tenga que pasar la mitad del día en mi habitación, sólo para vigilar mis cosas. No obstante, si eso os tranquiliza…, -se acercó a él, elevando la cara hacia la suya, hablando directamente a sus nublados ojos grises-… no dejaré que me moleste. No me agradará, pero esas cosas no me importan… -Se detuvo, sosteniéndole la mirada-. No tanto como me importáis vos.

El entusiasmo de Gyles chocó con algo más primitivo, con el temor que nunca se alejaba del todo de su mente. Durante un instante, sintió vértigo; luego se enderezó.

– ¿Aceptaréis tantos guardianes como os asigne?

– Siempre que me lo advirtáis, para no sorprenderme cuando los vea. -Sus ojos verdes se encontraron con los de él; sus cejas se arquearon.

Él hizo una mueca.

– Habrá siempre una doncella en vuestra habitación y un lacayo os acompañará en todo momento; habrán de teneros a la vista dentro de la casa, y de seguiros a corta distancia fuera de ella.

– A menos que esté con vos.

Él asintió.

– Y si salís a pasear a donde sea, dos lacayos os acompañarán.

– ¿Algo más?

– John irá con un mozo más cuando os lleve a vos.

Francesca esperó un poco y luego preguntó:

– ¿Nada más?

Se lo pensó antes de sacudir la cabeza.

– Muy bien. -Agachó la cabeza y lo besó-. Soportaré a vuestros guardias, milord. Y ahora -dio la vuelta y se encaminó hacia la puerta- subiré a despedir a las doncellas que estén patrullando por mi habitación. -Se volvió a mirarlo-. ¿Tardaréis mucho?

Él vaciló, pero no miró a su escritorio.

– No. Subiré enseguida.

Sonriendo, Francesca abrió la puerta y lo dejó solo.

Mientras subía las escaleras, iba pensando en todo lo que Gyles había dicho, en los incidentes que podía interpretar como peligrosos.

Le vino a la mente el recuerdo de unas manos agarrándola entre la muchedumbre la noche anterior. Estaba casi segura que había sido más de una; más de un hombre. ¿Hombre? Sí, de eso estaba segura: eran manos grandes y torpes. Y ásperas; no las manos suaves de un caballero.

¿Debería mencionarlo? ¿Con qué objeto, aparte de infundir en el ánimo de Gyles un sentimiento que le hacía, a todas luces, infeliz?

Ella no creía que estuviera en peligro; ocurrían accidentes. La gente, en una muchedumbre, se agarraba los unos a los otros para conservar el equilibrio. Nadie le deseaba daño alguno. Pero había visto cuánto afectaba la sola idea a Gyles. Real o imaginado: él mismo había admitido que no entrañaba ninguna diferencia.

Aguantar guardianes no suponía un gran esfuerzo; lo haría de buena gana. Era imposible no sentirse conmovida por la inquietud de Gyles, imposible no sentirse preciada, protegida a toda costa.

Imposible no ver lo que lo impulsaba, lo que provocaba su inquietud y su desasosiego.

¿Era demasiado pronto para cantar victoria?

Considerando esa cuestión, entró en su dormitorio.


A la mañana siguiente, tarde ya, Francesca se detuvo un momento en el recibidor, contemplando a los dos lacayos que, envueltos en sus capas, se disponían a acompañarla a dar su paseo.

Se volvió hacia Gyles, que salía de la biblioteca…, para comprobar su reacción, no le cabía ninguna duda.

– Voy sólo a la vuelta de la esquina, a la casa Walpole. Estaré un rato con vuestra madre y con Henni, y volveré. -Le sonrió-. No os preocupéis.

Él soltó un gruñido, lanzó una mirada poco simpática a los lacayos y volvió a la biblioteca.

Ella continuó caminando despreocupadamente hacia la puerta, esperó a que Irving se la abriera e hizo mutis; consciente de que Gyles se había parado en la puerta de la biblioteca, consciente de que su mirada la seguía hasta el último momento.


– ¿Y las riendas estaban bien atadas?

Gyles, que daba vueltas caminando con aire adusto, asintió.

– A dos troncos, a ambos lados del camino.

Diablo soltó un gruñido.

– Es difícil imaginar cómo podría ocurrir eso accidentalmente.

– El resto de incidentes, sí, posiblemente. Pero no ése.

Estaban en un salón privado del White's. Gyles se había acordado de los problemas a los que Diablo había tenido que hacer frente poco después de casarse con Honoria. Extraños accidentes, potencialmente fatales, justo como los que estaban sufriendo Francesca y él. En el caso de Diablo, con la ayuda de Gyles, la responsabilidad había podido atribuirse finalmente al por entonces heredero de Diablo. En el presente caso, no obstante…

– La verdad es que no puedo imaginar que Osbert estuviera involucrado en modo alguno. -Gyles sacudió la cabeza-. Es ridículo.

– También yo hubiera podido afirmar en tiempos que era ridículo pensar que un Cynster intentara matar a otro Cynster.

Gyles sacudió la cabeza.

– No lo digo porque seamos parientes. Lo digo porque es verdad que él nunca ha anhelado el título, debido a que la hacienda va con él. Se sintió muy agradecido a Francesca, y ella le gusta; la adora. Dentro de unos límites.

Diablo torció los labios con sorna.

– Por supuesto.

– Se ha erigido en su primer caballero. Yo se lo he tolerado porque confío en él, y está con Francesca siempre que no estoy yo. -Gyles vaciló antes de añadir-: Y porque la está utilizando como escudo.

– ¿Aún van detrás de él las mamas casamenteras?

– Presumiblemente, mientras lo andaban valorando como posible futuro conde, alguna cayó en la cuenta de que tiene el riñon bien cubierto incluso sin contar con lo que recibe de la hacienda, y que, como poeta, evita incurrir en hábitos caros. No le van las apuestas ni mantiene a queridas, ni es dado a despilfarrar en tantas otras formas habituales en la alta sociedad. Lo que me trae de vuelta a mi argumento. Osbert no quiere el título. Matarnos a Francesca o a mí no beneficiaría a sus intereses, sencillamente.

– De acuerdo. ¿Por qué no vamos un paso más allá? Charles, en realidad, era el segundo en la línea de sucesión al título. ¿Quién va después de Osbert?

Gyles se detuvo. Frunció la frente.

– No lo sé.

– ¡¿Que no lo sabes?!

Gyles hizo un gesto de rechazo a la incredulidad de Diablo.

– Los Rawlings no son como los Cynster. La familia es igual de grande, pero está fragmentada: una rama no se habla con otra, hasta el extremo de que de los matrimonios no se informa a todo el mundo. Después de Osbert…, tendríamos que remontarnos al menos dos generaciones, y ver entonces qué rama tenía precedencia, y luego seguirla en línea descendente… -Gyles hizo una mueca-. Pondré a Waring a trabajar en el asunto.

– Hazlo. -Diablo se levantó. Captó la mirada de Gyles-. Es la explicación más lógica y probable, ¿sabes?

Gyles se encaminó a la puerta.

– Lo sé.


Francesca deseó fervientemente que Gyles estuviera en el White's. Tenía entendido que la sede estaba en St. James. Si su marido se encontraba allí, seguro tras sus puertas, no andaría cerca para verla de excursión por la ciudad en el carruaje, cuando le había dicho que sólo iba a ir a pie hasta la calle North Audley y volver.

Lo que no supiera, no le haría daño. Al contrario: le ahorraría preocupaciones innecesarias. «Necesitaba» un par de guantes nuevos, y era imposible mandar a Millie, que tenía las manos dos veces más grandes que ella. Perfectamente justificable y, sin embargo, ¿quién sabía cómo podría reaccionar Gyles?

Pero estaría de vuelta en casa pronto. Miró por la ventanilla a los edificios que se sucedían. Y entonces vio a Charles y a Ester subiendo por la escalera de uno de ellos.

Francesca se incorporó de un brinco y abrió la trampilla.

– John, ¡pare!

Dos minutos más tarde, entraba en el edificio, seguida por un lacayo de librea y, varios metros más atrás, por un mozo de cuadras. Ignorándolos a ambos, miró en derredor. El edificio alojaba un emporio que ofrecía a la venta numerosos artículos. Una botica ocupaba el mostrador del fondo; fue allí donde encontró a Charles y a Ester.

– ¡Querida mía! -Ester abrió los ojos de par en par; fue a abrazar a Francesca-. Oh, qué alegría verte. -La sostuvo extendiendo los brazos, estudiando su cara, luego su traje de coche-. ¡Tienes un aspecto estupendo! ¿Estás disfrutando en la capital?

– Muchísimo. -Francesca dirigió una mirada de extrañeza a Charles-. Pero no tenía ni idea de que estuvieran aquí. ¿Y Franni?

– Está aquí también. -Charles intercambió una mirada con Ester, luego tomó a Francesca del brazo y la condujo hacia el extremo del mostrador-. Está en la casa que hemos alquilado, junto con Ginny. Hemos tenido que venir aquí a por más láudano. Están elaborando la dosis.

Francesca advirtió la tensión que reflejaba su rostro.

– ¿Les está dando problemas Franni? -Miró alternativamente a Charles y a Ester.