Estaba encinta de su hijo; aunque fuera una niña, le daba igual. Sólo pensar en ello provocaba en él un torrente de sentimientos, de emociones que nunca antes había sentido.

Elevó la vista hacia su rostro, y supo que había relajado sus defensas, que ella podía leer en él como en un libro abierto. Ya no le importaba.

– Venid. -Se levantó y le tendió la mano-. Vayamos arriba.

Ella sonrió -una sonrisa cómplice, de inteligencia-, puso la mano en la suya y dejó que la ayudara a ponerse en pie.

– Creo recordar, milord, que os he de enseñar un poco más de italiano.


Dos días más tarde, Gyles convocó otra reunión en un salón privado del White's. Diablo estaba presente, al igual que Horace y Waring.

– Es Walwyn. -Gyles cerró la puerta y les indicó que tomaran asiento.

Diablo se sentó.

– ¿El segundo en tu línea de sucesión?

Gyles asintió.

– Walwyn Rawlings, un primo más bien lejano. Tenemos un bisabuelo común. -Extrajo su copia del árbol de familia de su bolsillo y se la tendió a Diablo.

Diablo la examinó y frunció el ceño a continuación.

– Vas a tener que hacer algo al respecto de esta rama principal: tú fuiste hijo único, y tu padre uno de dos. Y el otro era una mujer.

– Olvida eso. Mira la generación anterior.

– Ocho. Y la anterior a ésta, otros ocho. -El gesto de Diablo se crispó aún más-. Ya veo a qué te refieres. Ramas por todas partes.

Diablo le pasó el papel a Horace. Horace le echó una mirada sucinta.

– Es con esto que Henni y tu madre han estado ayudando a Francesca.

Gyles asintió.

– Y han recibido ayuda también de lady Osbaldestone y alguna más. Dudo que pudiéramos conseguir nada más preciso.

Horace le pasó el papel a Waring.

– Está bastante claro. Tu heredero es Osbert, y en segundo lugar Walwyn. Pero, ¿por qué querías saberlo?

Waring y Horace alzaron inquisitivamente la mirada.

Gyles se explicó.

– Eso es…, inquietante. -Horace parecía profundamente atribulado.

– Desde luego. -Waring había tomado notas-. Se diría que el primer atentado fue contra vuestra vida, pero posteriormente, una vez surgida la posibilidad concreta de que engendrarais un heredero, el asesino en potencia puso a lady Francesca en su punto de mira.

– ¡Canalla! -Horace dio un puñetazo en la mesa-. Pero tendría sentido, supongo, deshacerse primero de ella.

– Desde luego. -Gyles apartó esa idea de su mente-. Pero ahora que estamos sobre aviso y ella está bien protegida, tenemos que centrarnos en echarle el guante a este aspirante a asesino.

Diablo se incorporó en su butaca.

– Así que, ¿qué sabemos de Walwyn Rawlings?

– Debe de tener unos cincuenta años -dijo Gyles-. Sólo recuerdo haberlo visto una vez, por la época en que murió mi padre.

Horace asintió.

– Lo recuerdo. Era la oveja negra a la que nadie quería reconocer, un elemento de pésima reputación. Lo habían enviado a las Indias. La familia pensó que no le verían más, pero, como la mala moneda, Walwyn reapareció justo después de que muriera tu padre. -Consultando el árbol genealógico, Horace señaló un nombre-. Su padre, el viejo Gisborne, vivía todavía por aquel entonces; mandó a Walwyn por ahí. Gisborne me escribió una carta diciéndome que no tuviera tratos con él, que no era de fiar.

Waring escribía sin parar.

– Este Walwyn da más el tipo del villano que el señor Osbert Rawlings, debo decir. ¿Contamos con una descripción de Walwyn, o alguna idea de dónde podría encontrársele? ¿Está casado?

Horace soltó un resoplido.

– Es poco probable. Según Gisborne, lo que le iba a Walwyn eran más las mancebas de taberna.

– Walwyn -dijo Gyles- solía alternar con los elementos más marginales de la sociedad. Se aficionó a frecuentar la compañía de los marineros, y lo último que oí de él fue que vivía encima de alguna taberna de Wapping.

– Wapping. -La expresión asqueada de Waring dejaba clara su opinión sobre el lugar.

La noción de que el condado y el castillo de Lambourn suponían un considerable ascenso respecto a una taberna en Wapping resonó en las mentes de todos ellos.

– Con vuestro permiso, milord, pondré algunos hombres a intentar localizar al señor Walwyn Rawlings de inmediato.

Gyles asintió.

– Y mientras usted hace una batida por Wapping y los muelles, nosotros -su mirada incluía a Diablo y a Horace- haríamos bien en rastrear pastos más cercanos. Si se lo propusiera, supongo que Walwyn podría aún hacerse pasar por un caballero.

– Humm… Mientras estuve ayudando a Gabriel, hace algunos meses, tuve ocasión de charlar con los propietarios de las principales compañías navieras. Si Walwyn ronda esos ambientes, puede que ellos estén informados. -Diablo le arqueó una ceja a Gyles-. Podría preguntarles si han tenido noticias de él.

– Hazlo. -Al cabo de un momento, Gyles dijo-: Pondré un anuncio en todas las gacetillas que puedan circular por los muelles. No hay razón para que no pidamos directamente información sobre el paradero de Walwyn, al menos en aquellos barrios. Ofrecer una recompensa puede ayudar a localizarlo más rápido que cualquier otra cosa que hagamos.

– Buena idea.

Waring asintió.

– Haré que mis hombres se informen sobre las gacetillas más indicadas.

– Yo creo que pasaré a visitar a alguno de los Rawlings más viejos -dijo Horace-. Gente longeva. Es posible que ellos hayan sabido algo de Walwyn.

– Así que todos tenemos algo que hacer. -Gyles se levantó. Lo mismo hizo Diablo.

Horace se puso en pie pesadamente, con el ceño fruncido.

– Pero digo yo, no habrá necesidad de informar a las mujeres, ¿no? No haríamos más que asustarlas.

Gyles y Diablo miraron a Horace, y luego lo hicieron entre sí.

– Puesto que Francesca ya está bajo vigilancia constante, y avisada de una posible amenaza, no parece que tenga mucho sentido insistir en el tema y armar lo que pudiera ser un revuelo innecesario. -Gyles miró a Waring-. Creo que, por el momento, todas las pesquisas deberían considerarse confidenciales.

– Ciertamente, milord.

– Ciertamente. -Horace se encaminó hacia la puerta-. No hace ninguna falta que los Rawlings suministren a la alta sociedad el último escándalo del año. Entre otras cosas, nuestras mujeres no nos lo iban a agradecer.


– Chillingworth.

Gyles se detuvo y se dio la vuelta. Había dejado a Diablo con unos amigos en la sala de juego pero aún no había salido de White's; estaba caminando distraídamente hacia la puerta. No había reconocido la voz de quien lo había saludado, y tuvo que hurgar en su memoria para dar con el nombre del corpulento caballero que se dirigía hacia él con paso decidido.

Finalmente, lord Carseden se detuvo ante Gyles. Apoyado en su bastón, alzó la vista hacia él, mirándolo desde debajo de sus despobladas cejas.

– Tengo entendido que vos, St. Ivés, Kingsley y algunos otros estáis pensando en proponer ciertas enmiendas en el periodo de sesiones de primavera. -Gyles asintió, mientras discurría rápidamente. Carseden raramente se interesaba en política, pero su voto contaba-. ¿Os importa que os pregunte cuál sería el sentido básico de vuestras enmiendas? Me dicen que podría merecer la pena apoyarlas.

Disimulando su sorpresa, Gyles lo dirigió con un gesto a una antesala.

– Será un placer explicároslas.

Estaba abriendo la marcha hacia la estancia cuando lord Malmsey le cogió por banda.

– Justo el hombre que andaba buscando -manifestó su señoría-. Me ha llegado el rumor de que se están gestando ciertas enmiendas de las que tal vez debiera enterarme, ¿qué me decís?

Gyles acabó aleccionando a cuatro de sus pares, todos ellos con un interés recién descubierto por los asuntos políticos. Expuso para ellos las líneas maestras de lo que su grupo pensaba proponer; los cuatro caballeros fruncieron la frente, asintieron y, finalmente, manifestaron su interés por apoyar su causa.

Ninguno de ellos hizo mención de quién había despertado sus hasta entonces aletargadas conciencias políticas y las había orientado hacia las tesis de su grupo; Gyles fue lo bastante prudente como para no preguntárselo. Pero cuando llegó a su casa a media tarde y subió al piso superior para cambiarse de cara a la noche, se detuvo ante la puerta de Francesca.

Dudó un momento antes de llamar.

Oyó aproximarse unos pasos ligeros. Se abrió la puerta, y asomó Millie.

Al verlo, se le pusieron los ojos como platos.

Gyles se llevó el dedo a los labios y le indicó que saliera. La joven traspasó el umbral; él puso la mano para impedir que cerrara la puerta. Con la otra mano, le señaló el pasillo.

– Deseo hablar con tu señora; ya te llamará cuando te necesite.

La pequeña doncella pareció escandalizarse.

– Pero milord… Está en la bañera.

Gyles la miró.

– Lo sé. -Era donde solía estar Francesca a esas horas, relajándose antes de enfundarse el traje de noche.

– Ya te estás marchando. -Despidió a Millie con un gesto.

La doncella se echó atrás con expresión decididamente horrorizada; luego dio media vuelta y se largó.

Gyles sonrió y se coló por la puerta.

Había un baño de asiento en la tina sobre una alfombra, delante de la chimenea; Francesca estaba sentada de cara al fuego, con sus negros rizos recogidos encima de la cabeza. Del agua se elevaban volutas de vapor, envolviéndola mientras se restregaba un brazo, graciosamente extendido, con una esponja enjabonada, y canturreaba algo que sonaba a una nana italiana. Gyles se quedó un momento escuchándola, y luego cerró la puerta.

– ¿Quién era, Millie?

Él dio unos pasos al frente.

– No soy Millie.

Ella echó la cabeza atrás, sobre el borde de la bañera, y lo miró mientras se acercaba. Sonrió complacida.

– Buenas noches, milord. ¿Y a qué debo el placer de vuestra compañía?

Gyles se detuvo junto a la bañera y le sonrió. Deslizó la vista por las formas de sus senos, mojados y brillantes y coronados de espuma.

– Creo que el placer es mucho más mío que vuestro.

Ella le arqueó una ceja; él le cogió una mano, la elevó, se inclinó y le besó los nudillos húmedos. Luego le dio la vuelta, le pasó la lengua por la palma y lamió con delicadeza el punto del pulso en su muñeca.

Francesca levantó la cabeza renuentemente.

– Sabéis tan bien que me dan ganas de comeros.

Sus miradas se encontraron, y ambos las sostuvieron; ella alzó ambas cejas interrogativamente. Al cabo de un instante, él sonrió, le apretó la mano y la soltó.

– Tenemos que estar en casa de los Godsley a las ocho. -Se acercó una silla y se sentó-. Quería preguntaros si habéis conocido a lady Carseden.

Francesca asintió.

– Nos vemos bastante a menudo. Se mueve en los mismos círculos que yo.

– ¿Y a lady Mitchell?

– Desde luego, pero Honoria la conoce mejor. -Elevó las rodillas, envolviéndoselas con los brazos, y buscó su rostro-. ¿Han hablado sus maridos con vos?

– Para gran sorpresa mía. No creo que ni Mitchell ni Carseden hayan pisado el Parlamento desde su investidura.

Francesca sonrió.

– Bueno, sus esposas pensaban que ya era hora de que dijeran o hicieran algo útil. ¿Os será de ayuda?

– Cada voto cuenta. Pero quería preguntaros: ¿con cuántas habéis hablado Honoria y vos? ¿Tenéis alguna idea de qué otros pares podrían inclinarse a apoyarnos?

Con los ojos brillantes, Francesca se inclinó hacia delante.

– Pues…

Intercambiaron nombres y opiniones; de allí pasaron naturalmente a las sumas totales y a las cada vez mayores posibilidades de éxito. Perdieron la noción del tiempo, hasta que Francesca se estremeció de pronto y miró al agua, que se había enfriado ya.

Gyles frunció el ceño.

– Maldita sea… No me he dado cuenta. -Se puso en pie-. Voy a llamar para que os traigan más agua caliente.

– No; no os molestéis. Ya había terminado, de todas formas. -Le señaló una toalla.

Gyles se volvió para cogerla mientras ella se incorporaba. Se giró de nuevo… y se quedó de pie, con la mente en blanco.

Soltando la esponja en el agua, Francesca se enderezó, alzó la vista y advirtió al instante la parálisis que se había apoderado de Gyles, su mirada fija, las llamas que chisporroteaban tras el gris de sus ojos. Dejó vagar la vista por su figura y luego sonrió, alcanzó la toalla, tiró de ella soltándola de la mano inerte de Gyles.

La dejó caer al suelo y tendió los brazos hacia él.

– Escribiré a lady Godsley diciéndole que tuve miedo de coger frío. Y ahora milord, más vale que me calentéis.

Gyles la miró a los ojos, estiró los brazos hacia ella, cerró las manos en torno a su esbelta cintura y la alzó en el aire, sacándola de la bañera.


Cinco días más tarde, su selecta partida de rastreadores no había dado aún con Walwyn, ni desenterrado el mínimo rastro de él, lo que no hizo sino volverle más cauteloso y desconfiado. Según el marido de la hermana de Walwyn, «el viejo demonio» estaba con toda seguridad en Londres, pero no tenía idea de dónde o con que aspecto.