– Espero que comprendáis que no pueda quedarme mucho rato. Regresamos a Hampshire pasado mañana, así que mañana será un día muy atareado.

Gyles sintió una punzada de alivio. Le tendió la mano.

– Le deseo ahora que usted, Ester y Franni tengan un buen viaje, por si acaso no les veo antes de irse. Pero ya que está aquí, aproveche para conocer a algunos de los demás.

– Lo haré. -Charles le soltó la mano, se despidió de Francesca y se perdió entre la multitud.

Gyles observó como se alejaba. Charles le gustaba, le había gustado desde un principio, pero se alegraba de saber que Franni abandonaría Londres en breve, de que, en cuestión de días, se encontraría de nuevo oculta en lo más profundo de Hampshire. Entendía ahora el deseo de Charles de llevar una vida tranquila, apartado de las miradas del mundo elegante. Protegido de ese mundo, de los murmullos, de ser señalado con el dedo.

La sociedad no era piadosa para con las personas como Franni. Gyles comprendía la postura de Charles y lo respetaba por eso.

Miró a Francesca. También la entendía, lo suficiente para saber que la lealtad y la devoción le salían de su naturaleza, como una parte de ella de la que nunca renegaría. Una parte de la que no le podía pedir que renegara. Explicar la vaga inquietud que Franni le inspiraba era algo que ni siquiera estaba dispuesto a intentar, dado que Francesca consideraba a Franni tan sólo algo infantil, perturbada por la muerte de su madre.

Lo que había de raro en Franni era algo más (estaría dispuesto a jurarlo), pero era una criatura tan desvalida… ¿Cómo iba a hablar mal de ella?

A lo largo de la semana precedente, los planes para esta noche habían exigido que Francesca les dedicara todo su tiempo; no había tenido que preocuparse de que pensara en visitar a Franni. Teniendo en cuenta el carácter de Francesca, prohibirle que viera a su prima estaba fuera de lugar, e intentar persuadirle de ello era malgastar saliva. Pero si Franni se iba a ir pronto, no tendría necesidad de hablar, de alejar a Francesca de su compañía, simplemente para aliviar su preocupación, totalmente amorfa y muy probablemente injustificada.

Recordó a Franni tal y como la había visto por última vez, recordó la mirada ardiente de sus pálidos ojos, y articuló un mudo «gracias» a Charles por resolver su problema.

Francesca volvió con él. El sonrió mientras ella le presentaba a una prima joven que iba a hacer su puesta de largo próximamente.


Para Francesca, la noche había resultado más que perfecta, un triunfo no menoscabado por ninguna incidencia desafortunada. Todo había transcurrido conforme a sus planes, y la afluencia de Rawlings había superado sus más apasionadas expectativas.

– Nunca creí que fueran a venir tantos. -Cansada, pero más feliz de lo que era capaz de expresar, se reclinó sobre Gyles cuando, con la casa ya en silencio a su alrededor, habiéndose marchado los últimos invitados, se dirigían a sus habitaciones.

– Yo nunca imaginé que fueran tantos. -Estrechó brevemente el cerco de su brazo en torno a la cintura de Francesca-. Habéis obrado un milagro.

Ella se rió, sacudiendo la cabeza.

– No; yo sólo le he dado al milagro la oportunidad de que se produjera. Ellos, al asistir, son los que lo han obrado; ellos han sido el milagro. -Eso lo comprendía ahora; apretó la mano que la llevaba de la cintura-. No tenéis idea de la cantidad de planes que se están gestando: de celebraciones familiares, de bailes para la próxima temporada. Mirad, dos de las familias han descubierto que sus hijas, las dos próximas a ser presentadas en sociedad, nacieron el mismo día, así que ahora están planeando dar una fiesta enorme.

– Me lo imagino.

Ante la sequedad de su tono, ella se detuvo delante de su puerta y alzó la vista hacia él.

– Pero es bueno, ¿no? Es bueno que la familia esté unida de nuevo, y no fragmentada y separada.

Gyles examinó sus ojos y luego alzó una mano y le acarició la mejilla.

– Sí. Es bueno. -No le había parecido que tuviera importancia hasta que ella se lo había hecho ver. Miró la puerta de su habitación-. Ahora, deshaceos de Millie para que podamos celebrar vuestro triunfo como merecéis.

Ella arqueó las cejas; sus ojos verdes resplandecieron.

– ¿Sí? -La mirada que le dirigió mientras abría la puerta era la provocación misma-. Como queráis, milord.


No fue como él quiso, sino como ellos quisieron. Se unieron en la penumbra de su habitación, conde y condesa, amante y amada, pareja en la vida. Eran en verdad una pareja, atados por un poder que nada en el mundo podría quebrar; Gyles no veía ya que tuviera algún sentido negarlo, intentar disimularlo. Podía ser que le costara todavía pronunciar las palabras, decirlo en voz alta, era posible que eso fuera a estar siempre más allá de su alcance, pero no vivir su verdad. Con ella, no.

Ella era la vida y el amor: su vida futura, su único amor. Se unieron con la naturalidad de la práctica, y el poder de sus propias naturalezas apasionadas se reflejaba en el otro, se intensificaba casi más allá de lo soportable ahora que no había barreras entre ellos. Él había dejado caer la última, deliberada, intencionadamente; la había dejado hundirse sin el menor reparo, sin ninguna reserva. El destino -y ella- le habían enseñado, le habían demostrado, que el amor era una fuerza que escapaba a su control, una fuerza cuyo poder él codiciaba y anhelaba. Una fuerza sin la cual, después de haber experimentado su majestad, su fascinante atractivo, ya no podía vivir.

Era una parte de él, ahora y por siempre. Igual que ella. Y si había aún algo en su naturaleza que temblaba de miedo al comprenderlo, con el conocimiento inequívoco de lo mucho que ella significaba para él, y lo mucho que su vida dependía ahora de ella, ella conocía y aplicaba el único bálsamo que podía apaciguarlo, que podía serenar el alma del bárbaro que en el fondo era.

Ella le correspondía, con una pasión poderosa que ardía como una llama en la cálida oscuridad del lecho. Una llama que se unía a la suya y calentaba a ambos, les prendía fuego, los consumía.

Envuelto en sus brazos, envainado en su cuerpo, se introducía suavemente en ella llevándolos lejos. Sus labios se encontraban, se fundían, sus lenguas se enredaban. Sus corazones tronaban y se llenaban de júbilo.

Había momentos en la vida en que la sencillez tenía más poder que los gestos más elaborados. Instantes en que un acto directo y franco hacía añicos las apariencias y atajaba hasta el corazón de la verdad. Y así se amaron: directa y sencillamente, sin argucias para resguardar sus corazones, sin vestigios de sus individualidades que preservaran la separación de sus almas.

Cuando, fundidos en un solo ser, se precipitaron al vacío, al abismo de la creación, el único sonido que podía oír cualquiera de los dos era el latir del corazón del otro.

Más urde despertaron, se separaron y se desplomaron juntos en la oscuridad. Gyles estiró el brazo para alcanzar el edredón y cubrió con él sus cuerpos, que se estaban enfriando. Volvió a dejarse caer entre las almohadas apiladas y tomó a Francesca entre sus brazos, recostando sobre sí sus cálidas curvas.

Al cabo de un rato, ella se desperezó, lánguida como un gato e igual de flexible; luego se retorció y le envolvió a él el cuello con los brazos.

– Estoy tan complacida…

Su ronroneo reconfortó a Gyles, que, no obstante, advirtió una cierta ambigüedad.

– Ya podéis estarlo.

Ella no se estaba refiriendo a la fiesta; su risa entre dientes lo dejó claro.

– Supongo que deberíamos dormir.

– Deberíamos. -Su embarazo iba progresando: necesitaba descanso-. No hay por qué ser codiciosos. Tenemos toda la vida por delante.

– Mmm. -Dejó reposar la cabeza en su hombro.

A los pocos minutos, dormía.

«Toda la vida.» Gyles escuchó el suave murmullo de su respiración. Luego, cerró los ojos y soñó.

Capítulo 21

– ¡Daos prisa! Llegaremos tarde.

– Tonterías. -Francesca sonrió a Osbert para apaciguarlo mientras Irving la ayudaba a ponerse la pelliza-. Sólo son las tres. Lady Carlisle no nos esperará tan pronto.

– ¿Ah, no? -Osbert lanzó una mirada de entendido al abrigo nuevo de Francesca, de lana verde con cuello de terciopelo y manguito a juego-. Os sienta muy bien. ¿Por dónde iba? Ah, sí. Su señoría y hasta el último de sus invitados estarán impacientes por enterarse de cómo fue lo de anoche. De qué tal resultó el gran experimento Rawlings.

– ¿Experimento? -Unos repentinos golpes de picaporte desviaron la atención de Francesca. Vio a Irving recibir una nota.

El mayordomo puso la nota en una bandeja y se la llevó.

– La ha traído un muchacho que dice que es de parte de vuestra prima, señora. No esperaba respuesta.

– ¿Franni? -Francesca desplegó la nota. La leyó. Sus emociones viraron bruscamente: de la alegría interior que la había confortado todo el día, la alegría de saber que el amor que siempre había anhelado, un amor que durara toda la vida, era suyo, pasó a zambullirse en la preocupación y la inquietud. El cambio fue abrupto, la fría realidad hendió profundamente su cálido mundo de felicidad terrenal.

La breve nota estaba escrita en la caligrafía informe de Franni. Francesca bajó el papel y miró a Osbert.

– No voy a asistir al té de la tarde de lady Carlisle. Por favor, transmítale mis disculpas a su señoría.

En tono más enérgico, se dirigió a Irving:

– Haga que traigan el carruaje. Dos lacayos, como de costumbre.

– ¡Esperad un momento! -Osbert ocupó el lugar de Irving al retirarse éste tras hacer una reverencia-. ¿Adonde vais?

Francesca echó un vistazo a la nota.

– A la iglesia de St. Margaret, en Cheapside.

– ¿Qué?

– Osbert, tengo que ir; Franni dice que acuda inmediatamente. No puede esperarme mucho rato. Puedo entenderlo. Ginny y ella habrán salido a pasear…

– No será por Cheapside. No es el tipo de sitio al que van a pasear las damas.

– No obstante, es ahí donde está Franni, y su doncella estará con ella, y es una iglesia, después de todo. Estaremos perfectamente a salvo. Y voy a llevar a mi escolta conmigo.

– Me vais a llevar a mí con vos.

– No. -Francesca lo cogió del brazo-. No me atrevo. Franni dice que me tiene que contar algo relativo a Ester, que está enferma pero nos lo oculta; tengo que averiguar qué sabe Franni. Y no me lo dirá si viene usted conmigo.

Wallace se les acercó.

– El carruaje está de camino, señora. Si me permite el atrevimiento, sería mejor que el señor Rawlings os acompañara.

Francesca sacudió la cabeza.

– Eso es imposible e innecesario. Voy a visitar una iglesia, ver a mi prima e intercambiar unas palabras con ella. No voy a ir a ningún otro sitio, se lo prometo. -Al otro lado de la puerta principal se oyó un ruido de cascos de caballo; ella se volvió-. Regresaré tan pronto como pueda.

– ¡Francesca!

– Señora, si me permitierais una sugerencia…

Francesca salió a toda prisa de la casa. Osbert y Wallace la siguieron. Wallace se detuvo en el escalón superior, observando con evidente preocupación cómo ayudaban a Francesca a montar en el carruaje. Osbert no se contuvo tanto; siguió a Francesca hasta el coche, sin dejar de amonestarla.

Cuando se hubo cerrado la puerta y él seguía en la acera, le dirigió una mirada ceñuda.

– A Gyles no le va a gustar.

– Probablemente no -replicó Francesca-, pero estaré de vuelta antes de que se entere.

El carruaje dio una sacudida y salió traqueteando. Osbert lo vio alejarse con ojos entornados.

– ¡Mujeres!

Un discreto carraspeo a su costado le hizo volverse. Wallace captó su mirada.

– Si me permite la sugerencia, señor… El señor conde tiene gran experiencia en el trato con las féminas.

– Sí, lo sé. Las mata callando y todo eso, pero qué tiene eso que ver con… Ah.

– Exacto, señor. Tengo idea de que el conde se encuentra en estos momentos en el White's. Usted, por supuesto, no tendría ningún problema para entrar directamente, y podría darle cuenta de lo peliagudo de la situación.

Osbert miró torciendo el gesto hacia la esquina tras la que había desaparecido el carruaje.

– Lo haré. ¿White's, dice?

– Efectivamente, señor. -Wallace hizo un gesto imperioso con la mano-. Por aquí viene un coche de alquiler.


Osbert se estaba girando después de pagarle su tarifa al cochero cuando vio a Gyles plantado en la entrada del White's.

– ¡Hola!

Abriéndose paso entre la multitud que abarrotaba la acera, llegó hasta Gyles, que bajaba la escalerilla.

Gyles frunció el ceño.

– Pensaba que ibas a escoltar a Francesca esta tarde.

– También yo. -Osbert hizo una lacónica inclinación de cabeza a Diablo, que venía un paso por detrás de Gyles, y dijo en tono quejoso-: Se ha ido a una iglesia de mala muerte en Cheapside.