Francesca no decía nada. Pese a los desvarios, Franni seguía apuntándole al pecho. Sintió que desfallecía, que el frío y la conmoción le sorbían la vida; adquirió de pronto plena conciencia de aquella otra vida -una vida preciosa- que llevaba dentro de sí. Extendió lentamente una mano para agarrarse al respaldo del banco que tenía más cerca.
– Todo es culpa del abuelo, pero está muerto, así que ni siquiera se lo puedo decir…
Franni siguió despotricando, cubriendo de infamia el nombre de Francis Rawlings, en cuyo honor habían sido bautizadas las dos.
Fue el viaje más largo que Gyles había hecho jamás. Francesca estaba en peligro; lo sabía con una certeza que no podía ocultarse. Por muchas generaciones que lo separaran de sus ancestros bárbaros, había instintos que permanecían, aletargados pero no muertos.
Mientras el coche atravesaba raudo el centro para salir luego por St. Paul's, él pugnaba por mantener su mente centrada, ignorando cualquier imagen de Francesca herida que le viniera a la mente. Si pensaba en eso, admitiendo motivos para aquel miedo oscuro que incubaba y otorgándole verosimilitud, cebándolo en su pensamiento, él, y por tanto ella, estarían condenados. Su bárbaro interior era incapaz de hacer frente a aquello, de soportarlo.
Se concentró en el hecho de que, una vez que estuviera con ella, estaría segura. Podía rescatarla y lo haría. Lo había hecho ya dos veces. No había ninguna duda, ni en su cabeza, ni en su corazón, ni siquiera en su alma, de que la salvaría. Haría lo que hubiera que hacer, fuera lo que fuera. Cualquier cosa que se le exigiera, la daría.
Llegaron a Cheapside traqueteando. El conductor había resultado ser un demonio a las riendas, se había abierto paso entre el caos de las calles sin dejar de lanzar juramentos e imprecaciones. Habían cubierto el trayecto en un tiempo récord; aunque la calle se había estrechado a un solo carril, el conductor había blandido el látigo y seguido sin detenerse.
– Dale una buena propina y dile que espere -dijo Gyles cuando fueron aminorando esa marcha endiablada. Osbert había permanecido en silencio todo el camino; ahora se limitó a asentir, mientras Gyles, con expresión adusta, abría la portezuela. Se plantó sobre los adoquines antes incluso de que el coche se detuviera.
John Coachman estaba esperando junto al carruaje.
– Gracias a Dios, milord. La señora condesa se fue hacia la iglesia hace veinte minutos. Nos ordenó que la esperáramos aquí. Se llevó con ella a dos lacayos, Colé y Niles. Ellos creo que están allí arriba -John señaló el patio cubierto por la niebla de la iglesia-, pero no estoy muy seguro, y no hemos querido gritar.
Gyles asintió.
– Osbert, ven conmigo. John, espere aquí. El señor Charles Rawlings acudirá dentro de poco: diríjalo directamente a la iglesia.
Gyles abrió la verja del camposanto y avanzó por el sendero, con Osbert pisándole los talones. Los dos acortaron el paso al ver a través de la niebla, cada vez más espesa, a cierta distancia hacia la izquierda, una luz trémula a través de las vidrieras. Gyles se detuvo. Se distinguía la silueta de una única figura, pero era incapaz de reconocer los detalles.
– ¿Francesca? -susurró Osbert.
Lo decidió por el pelo.
– No. Creo que es Franni. -Parecía inmóvil. Gyles siguió adelante con paso decidido.
Alertados por el ruido de sus pasos, Colé y Niles surgieron de entre la niebla.
– La señora condesa está ahí dentro, milord; nos dio orden de esperarla aquí. La puerta está abierta para que la oigamos si nos llama.
– ¿Han oído algo?
– Sólo a alguien hablando a lo lejos; no se entendía nada.
Gyles asintió.
– Quédense aquí. Cuando llegue el señor Charles Rawlings, diríjanle al interior. Díganle que haga el menor ruido posible, al menos hasta que nos enteremos de lo que pasa.
Los hombres se echaron atrás. Indicándole a Osbert que lo siguiera, Gyles entró en la iglesia. La acolchada alfombra que amortiguaba sus pasos fue providencial. Se dirigió a paso rápido allá donde la luz vacilante brillaba junto a la capilla lateral.
Gyles distinguió la voz de Franni mientras se acercaba.
– ¡Yo pensaba que me quería más a mí, pero no debía ser así! ¡Te dio a ti lo mejor de la herencia a pesar de que nunca te había visto!
– Franni…
– ¡No! ¡No intentes discutírmelo! ¡La gente siempre me está diciendo que no entiendo nada, pero sí que entiendo! ¡Sí que entiendo!
Gyles, todavía en las sombras, avanzó hasta un punto desde el que podía ver a través de un arco…, y se quedó petrificado. Extendió una mano para indicarle a Osbert que dejara de seguirlo.
– Franni está allí, con Francesca -dijo con un hilo de voz, que nadie aparte de Osbert podría oír-. Franni está de pie ante el altar, subida al primer escalón. Francesca está en el pasillo central, junto al segundo banco. -Gyles tomó una inspiración profunda y soltó el aire con sus siguientes palabras-. Franni tiene una pistola y está apuntando a Francesca.
Osbert no hizo nada. Gyles, con la vista fija en el cuadro vivo que tenía ante sí, murmuró:
– Quédate aquí y mantente fuera de la vista. Franni es un manojo de nervios: se asustará si te ve, no te conoce. No queremos que se lleve un susto que le haga apretar el gatillo. -Gyles hizo una pausa para humedecerse los secos labios-. Ahora voy a entrar. Quédate aquí afuera, fuera de la vista, pero busca una posición desde la que puedas mirar y presenciar lo que ocurra. Procura sólo que ella no te vea.
Le pareció que Osbert asentía. Osbert no era un ayudante ideal, pero hasta aquel momento se había portado bastante bien. Todavía inmóvil como una estatua, Gyles volvió a escuchar los desvarios de Franni.
– Yo sé la verdad. Gyles me quiere a mí. ¡A mí! Pero tenía que casarse contigo para conseguir esas tierras. Ahora que son suyas, se casaría conmigo si pudiera, pero no puede. -Franni hizo una pausa. No le había quitado los ojos de encima a Francesca en todo el rato-. No mientras tú vivas.
Franni bajó la voz.
– Debería matarte él, por supuesto; es lo que tendría que hacer, eso lo entiende cualquiera. Pero es demasiado noble, demasiado compasivo. -Franni se enderezó y alzó la barbilla-. Así que te mataré yo por él, y entonces él y yo nos casaremos, que es lo que siempre hemos querido.
Su voz había adquirido la cadencia y el soniquete de quien recita un cuento para dormir a un niño.
– Franni. -Francesca extendió un brazo al frente-. Esto no puede salir bien.
– ¡Sí, sí, sí! -Franni dio un pisotón en el suelo. Francesca dio un respingo. La mano de la pistola siguió sin temblar cuando Franni se lanzó a una nueva diatriba acerca de que todo el mundo la tenía por una inútil desvalida.
Gyles no creía que nadie fuera a cometer más ese error. Vio a Francesca levantar la mano y hablar; el torrente de las palabras de Franni tapó el encanto de su cálida voz.
Quería hacer saber a Francesca que estaba allí, tranquilizarla para que no hiciera nada precipitado. No le era fácil apartar la atención de Franni -un instinto ancestral le hacía mantener la vista clavada en ella-, pero desvió la mirada hacia su mujer, y la mantuvo allí. Pudo percibir en qué momento Francesca sintió su presencia: levantó un poco la cabeza, ladeándola, como buscándolo con sus sentidos; luego se enderezó y apartó las manos del banco.
– Así que voy a ocuparme del asunto a mi manera. -Franni agitó la pistola, pero volvió de inmediato a sujetarla firmemente, apuntando a Francesca.
Francesca cruzó los brazos sobre su cintura; con una punzada, Gyles reconoció en el gesto la reacción instintiva, el impulso apremiante de proteger al hijo que llevaba en su vientre.
– Bien. -Había una nota de tensión en el tono habitualmente cálido de su esposa-. ¿Qué vas a hacer, entonces? ¿Vas a dispararme aquí, en una iglesia?
La sonrisa que Franni esbozó lentamente era cruel, burlona.
– No… Esta pistola es la de papá, y tengo que devolverla. Preferiría que no oliera a pólvora. La usaré si no tengo más remedio, pero tengo un plan mejor. -Su sonrisa se hizo más fría, su mirada más ausente-. Un plan mucho mejor. Vas a desaparecer.
Bruscamente, Franni desvió la vista para mirar de reojo a la derecha de Francesca, al lado de la capilla que bañaban las sombras.
– Estos hombres se te van a llevar.
Francesca miró. Tres hombres dieron un paso al frente; había estado tan concentrada en Franni que no había reparado en ellos en absoluto. Las palabras de John Coachman resonaron en sus oídos: dos hombres fornidos y uno delgaducho. John había descrito así a los salteadores que interceptaron su carruaje. ¿Era una coincidencia que estos hombres encajaran con su descripción?
Los tres la miraban fijamente; uno de ellos se pasó la lengua por los labios. Francesca sintió que despedía llamas por los ojos; se resistió al impulso de dar un paso atrás. Los hombres notaron su reacción; se revolvieron al otro lado del banco con miradas lascivas, con las carnosas manos caídas a los lados, abriendo y cerrando los dedos, como si estuvieran impacientes por ponérselos sobre el cuerpo.
Francesca sintió el miedo en la piel y se estremeció. Notó que la respiración se le bloqueaba en el pecho. Pensaba que Gyles estaba cerca, pero ¿era así? Tenía lacayos en el exterior…, al pensarlo, cayó en la cuenta de que aquello era una iglesia. Habría una puerta que diera al exterior en la sacristía, más que probablemente en el lado opuesto de la iglesia de aquel en que sus lacayos aguardaban. La iglesia ocupaba una esquina; había tenido la vaga impresión de que había una calle más allá del cementerio. Con esa niebla, podían llevársela sin que ninguno de los criados de su esposo se enterara.
– No. Eso no va a salir bien. -Fue todo lo que se le ocurrió decir.
– Sí, saldrá bien. -Franni movía la cabeza arriba y abajo sin parar; la pistola seguía firmemente sujeta en sus manos-. Los hombres te tendrán encerrada; luego, cuando hayas tenido a tu bebé, me lo traerán a mí, y después podrán hacer contigo lo que quieran. Eso me pareció justo. Después de todo, Gyles ya no te querrá para nada: me tendrá a mí. Para entonces, te habrá olvidado.
Francesca se volvió para mirar a Franni de frente, apretando instintivamente los brazos en torno a su criatura. ¿Cómo podía saberlo Franni? Entonces cayó en la cuenta. Franni no lo sabía: tener niños después de casarse era lo que ocurría en los libros.
– Lo tengo todo planeado. Ester me dijo que era mejor que yo no tuviera hijos propios, así que en vez de eso criaré al tuyo, y tú no estarás, así que se casará conmigo y yo seré lady Chillingworth.
– No, Franni; eso no va a ocurrir.
Franni dio un respingo y alzó la vista. La pistola le tembló en la mano, pero la volvió a sujetar con firmeza inmediatamente. Entonces sonrió, con tanta dulzura, tan feliz, que a Francesca le dieron ganas de llorar.
– Habéis venido.
La calidez de la voz de Franni era inequívoca, al igual que el cambio en su actitud. Satisfecho de que se hubiera tomado bien su aparición, Gyles avanzó hacia ellas. Dio un repaso con la mirada a los tres hombres: eso bastó para que retrocedieran un paso.
– Sí, Franni. Aquí estoy. -Su mirada se cruzó un instante con la de Francesca-. Sentaos. -Francesca así lo hizo, dejándose caer en el banco. Él pasó de largo y se detuvo delante de Franni, situándose justo entre ella y Francesca-. Dadme la pistola. -Gyles le tendió la mano imperiosamente.
Franni, encandilada, encantada de verlo, aflojó la presión sobre la pistola…, pero su mirada se endureció de nuevo de repente. Aferró el arma y dio un paso atrás con ímpetu, y hacia un lado, de forma que volvía a tener a Francesca a la vista. Entrecerró los ojos mirando a Gyles, esforzándose por interpretar su expresión.
– ¡Nooo! -Lo dijo en voz baja, sorda, desafiante. Desvió la mirada de él a Francesca. La pistola enfilaba de nuevo al pecho de Francesca-. Estáis siendo noble. Caballeroso. Vosotros, hombres… ¡Venid aquí y atadlo!
– Yo les aconsejaría que ni lo intentaran.
– ¡No le hagáis caso! -Franni volvió bruscamente sus ojos desorbitados hacia ellos, con gesto resuelto-. Sólo se hace el noble y caballeroso. Es un conde: se supone que así es como deben ser. Tiene que decir que no la quiere muerta porque es su esposa. Se sentiría culpable si dijera la verdad, pero la verdad es que la quiere muerta para poder casarse conmigo, porque es a mí a quien ama. ¡A mí! -Lanzó a los hombres una mirada enloquecida-. ¡Ahora venid aquí y atadlo!
Los hombres se revolvieron, inquietos. El más delgado se aclaró la garganta.
– ¿Dice que la señora guapa es su esposa…, y que él es conde?
Gyles miró a los hombres.
– ¿Cuánto les paga?
Los hombres lo miraron con cautela.
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