– Nos prometió cien, eso es -dijo el flaco-. Pero sólo nos ha dao una guinea por adelantao.
Gyles se llevó la mano al bolsillo, sacó su tarjetera, extrajo de ella una tarjeta y un lápiz y garabateó algo en el dorso de aquélla.
– Tengan. -Deslizó la tarjetera y el lápiz de vuelta en el bolsillo y les tendió la tarjeta extendiendo el brazo-. Lleven esto a la dirección anotada en la tarjeta y el señor Waring les dará cien libras a cada uno de ustedes.
– ¡No! -gritó Franni.
Los hombres la miraron, y a continuación a Gyles.
– ¿Cómo sabemos que eso es lo que pasará?
– No lo saben, pero si no cogen la tarjeta y se van ahora, puedo garantizarles que no recibirán nada; y si todavía están por aquí para cuando yo esté libre, los entregaré a la ronda para que los interroguen sobre cierto carruaje que fue asaltado recientemente en el bosque de Highgate.
Uno de los hombres más fornidos se revolvió, intercambió una mirada con sus compañeros y luego avanzó pesadamente entre los bancos. Cogió la tarjeta, miró frunciendo el ceño lo que Gyles había escrito, y volvió a mirar a sus compinches.
– Andando… Vámonos.
Los tres se dieron la vuelta y abandonaron con paso cansino la capilla por el segundo arco.
– ¡No, no, no, no, nooooo! -gimió Franni. Haciendo rechinar los dientes y pateando el suelo, retrocedió hasta topar con el altar. Movía la cabeza como una loca; la pistola le temblaba también, pero la corrigió para encañonar a Francesca, ajustando el tiro…
Gyles empujó el banco de delante y se interpuso entre ella y Francesca.
– ¡Franni! ¡Ya basta! Las cosas no van a suceder como se pensaba.
– ¡Sí, será así! ¡Sí, será así!
Con el corazón en la boca, Francesca se puso en pie.
– Franni…
Gyles volvió la cabeza.
– ¡Sentaos!
Francesca obedeció. Se forzó a hacerlo. Franni tenía sólo una pistola, sólo un tiro. Era mejor que fuera Gyles quien hiciera frente a ese tiro, y no ella: sabía que así lo sentía él. No era como lo sentía ella, pero… ya no estaba en posición de pensar sólo en sí misma. Se obligó a quedarse quieta, sentada, apretando los puños en el regazo. Oía a Gyles hablar con toda calma, como si Franni no estuviera al borde de la histeria, con una pistola cargada en las manos.
– Escúcheme, Franni. -Gyles cortó los asertos gimoteantes de Franni-. Ya sé que ha estado intentando que pasaran cosas. Quiero que me diga todas las cosas que ha hecho. ¿Fue usted quien ató la rienda atravesada en el camino que lleva a las colinas de Lambourn?
Francesca frunció la frente.
– Sí, pero no funcionó. No sirvió para que ella se cayera del caballo y se muriera.
– No. -Gyles atrapó la mirada de Franni y la sostuvo con gesto severo-. Pero Franni…, yo utilizo ese sendero más que Francesca. Fui yo el que encontró la rienda tensada allí de lado a lado. Fue pura cuestión de suerte que no fuera cabalgando en ese momento, de no ser así habría podido caerme y matarme.
A Franni se le desplomó lentamente la mandíbula. Habló balbuceando y en voz baja, buscando las palabras.
– Yo…, no quería que pasara eso… Se suponía que no seríais vos. Se suponía que sería ella. Puse una piedra en el casco de su pequeña yegua para que tuviera que montar uno de los caballos grandes y se cayera seguro. -Pestañeó desconcertada-. Lo hice todo bien, pero no funcionó.
– No, no funcionó. ¿Fue usted quien destrozó el gorro de montar de Francesca y lo metió en el jarrón?
– Sí. -Franni asintió; con el movimiento, se mecía todo su cuerpo-. Era un gorro estúpido… Le quedaba bien. Le daba un aspecto interesante. No quería que la vierais con él puesto.
– ¿Y fue usted quien puso veneno en el aliño de Francesca?
Franni frunció el ceño.
– ¿Por qué no funcionó eso? Es suyo… Nadie más lo usa.
– Yo sospeché; y olí el veneno.
– Oh. -Franni parecía abatida, pero seguía sin bajar la pistola. Miró a Gyles boquiabierta-. Siempre intente hacer cosas que le hicieran daño sólo a ella… No quería hacer daño a nadie más. Ni siquiera quería hacerle daño a ella, pero tiene que morir… Eso lo entendéis, ¿no?
El aire sinceramente suplicante de sus ojos hizo que Gyles se sintiera mal. «Pobre Franni.» Comprendía ahora el celo protector de Francesca, y de Charles, y de Ester…
– ¿Cómo contrató a esos hombres?
La mirada de Franni recuperó la expresión de suficiencia.
– Ginny es vieja. Duerme mucho. Sobre todo si le meto un poco de mi láudano en el té.
– Así que drogó a su doncella y se escapó. ¿Qué hizo entonces?
– Le pedí a un cochero que me llevara a un lugar donde pudiera encontrar a hombres que mataran a gente por dinero.
Gyles pestañeó.
– ¿Alguno de esos hombres le ha hecho daño?
Franni lo miró sin comprender.
– No.
Gyles no supo si creerla o no.
Sintió un tirón en el faldón de su abrigo. Francesca le susurró, en voz muy baja:
– Está respondiendo a las preguntas directas literalmente, con sinceridad.
Podía haber sido peor.
– Muy bien. -Captó la mirada de Franni de nuevo-. Así pues, no quiere hacerme daño, ¿verdad?
– Claro que no.
– ¿Quiere hacerme feliz?
Ella sonrió.
– Sí, eso es.
– Entonces, déme la pistola.
Franni reflexionó un momento y luego asintió.
– Os la daré en cuanto la haya matado.
Se desplazó para apuntar a Francesca; Gyles se corrió también, bloqueándole la vista. Franni le puso mala cara.
– ¿Por qué me lo impedís? Tenemos que deshacernos de ella… Lo sabéis perfectamente. Yo lo haré; no hace falta que seáis vos.
Gyles suspiró para sus adentros.
– Franni, estoy dispuesto a jurar sobre esa Biblia que tenéis detrás que sólo seré feliz si Francesca es mi esposa y está viva y a mi lado. Si lo que quiere es hacerme feliz, disparar a Francesca no es lo más conveniente.
Franni se quedó estupefacta; Gyles casi podía oírla pensar. Sintió que unos dedos tocaban los suyos y se introducían en su mano. Los apretó brevemente; Francesca le devolvió el gesto, sin soltar los suyos. El, en su fuero interno, frunció el ceño. ¿Estaba intentando advertirlo de algo?
– ¡No!
La negativa retumbó en torno a ellos. Gyles volvió a fijarse en Franni y la vio transformada. Tenía la cabeza erguida, echaba llamas por los ojos; su espalda estaba rígida. Aferraba de nuevo la pistola con fuerza.
– ¡De ninguna manera! No va a ser así. Quiero que os caséis conmigo y lo haréis. Quiero que ocurra, de forma que así será. Voy a dispararle…
Franni se echó bruscamente a un lado, tratando de ver a Francesca. Apretando la mano en torno a los dedos de su esposa, Gyles hizo que siguiera sentada, detrás de él.
– Voy a dispararle, sí señor; os quiero, os quiero y os tendré para mí sola. Ya no la necesitáis…, tenéis sus tierras. No hay razón para que la queráis ya. Quiero que me queráis a mí en vez de a ella. ¡Debéis!
La patada de Franni en el suelo retumbó por toda la capilla.
Francesca se debatía por soltarse de la mano de Gyles, pero él le apretaba los dedos con firmeza. Se balanceaba a un lado y a otro, sin dejar de bloquear los intentos de Franni por encañonarla. Teniéndola cogida como la tenía, le impedía levantarse, no la dejaba intentar distraer a Franni. Su prima estaba loca -en su corazón, ya lo sospechaba, pero nunca había permitido que la idea tomara una forma tan concreta-, pero ahora Franni estaba a punto de amenazar a Gyles; ¿acaso no entendía él cómo acababan estas historias? Si Franni no podía tenerlo para sí, representaría su argumento hasta el final: mataría a Gyles antes de permitir que fuera de Francesca.
Era la historia de su abuelo revivida, pero peor. Francis no había perdido el juicio; Franni, sí. Francis había sido un hombre tan testarudo que se habría cortado la nariz sólo por fastidiar. Franni era capaz de algo peor.
– ¡Dejad que me levante! -murmuró entre dientes.
– ¡No! -replicó Gyles, de la misma forma.
Ni siquiera se volvió a mirarla. Francesca estaba desesperada. Franni iba a disparar…
– ¡Franni! ¡Basta! -La voz de Gyles tronó con la autoridad suficiente para dejar inmovilizado a todo el mundo. Francesca se quedó inerte detrás de él, temblando, esperando…
– Franni, quiero que me escuche, que me escuche con mucha atención, porque quiero que comprenda todo lo que voy a decir. Quiero que me mire a los ojos para que sepa que le estoy diciendo la verdad. -Gyles hizo una pausa-. ¿De acuerdo?
Francesca esperó, y luego sintió que Gyles aflojaba la mano con que la tenía sujeta, y supuso que Franni había asentido.
– Muy bien: escuche con atención. Amo a Francesca. Siempre la he amado, desde el primer momento en que posé los ojos sobre ella. La amo de todo corazón, sin la menor reserva, ¿entiende lo que eso significa, Franni?
Inclinando la cabeza hasta tocar con la frente sus manos entrelazadas, Francesca siguió escuchando, y oyó a Franni decir a continuación, con voz queda, frágil:
– ¿La amáis?
– Sí. -No había duda de que aquella simple palabra era la verdad; resonó con una convicción que sólo un poder podía conferirle. Gyles hizo una pausa antes de continuar-. Usted estuvo en nuestra boda… Oyó las palabras de la liturgia: «Con mi cuerpo, os reverencio. Con mi alma, os adoro.» Yo pronuncié esas palabras, Franni, y son ciertas. Todas y cada una.
Se hizo el silencio frío e inmóvil. Transcurrieron minutos, y luego, en medio de aquella quietud, Francesca oyó, como si viniera de muy lejos, un sollozo quedo, cayendo como la lluvia… Alzó la cabeza, tomó una inspiración profunda y se levantó. Gyles relajó el brazo y le permitió ponerse en pie a su lado, detrás de su hombro.
Franni sostenía aún la pistola, pero a medida que sus sollozos aumentaban el cañón empezó a temblar, hasta descender al fin. Franni bajó los brazos, se dobló dando rienda suelta a su dolor…
– ¡Franni!
– ¡Aaaaah! -Franni lanzó un aullido, dio un brinco, levantó bruscamente la pistola…
Gyles profirió una maldición, dio media vuelta y se arrojó sobre Francesca, al tiempo que ella lo abrazaba desesperadamente.
El estallido del pistoletazo quebró la quietud y reverberó estrepitosamente por toda la iglesia.
Cayeron al suelo. Hechos un amasijo de brazos, piernas y manos aferradas, dieron en las losas de entre los bancos.
A Francesca se le cortó la respiración. Inmediatamente, tomó aire.
– ¡Dios mío! ¿Estáis herido? ¿Os ha dado? -Tiró de Gyles y le pasó las manos por todas partes, buscando, tratando de averiguar…
– ¡No, maldita sea! ¿Y vos?
Sus miradas se encontraron, la de Gyles gris y furiosa. Un sentimiento de alivio la barrió como una marea. Sonrió.
– No.
Él frunció el ceño.
– ¡Por el amor de Dios! Vamos… Incorporaos. -Pugnó por levantarse, pero tenía los hombros atrapados entre los bancos. Se retorcía, pero no conseguía soltarse-. Habéis caído debajo de mí, ¡el suelo es de piedra, por el amor del cielo! ¿Estáis segura…?
Francesca le enmarcó la cara entre sus manos. El enorme revuelo se había desatado a su alrededor; ella lo ignoró, lo miró a lo más profundo de sus ojos sin hacer caso.
– Lo que habéis dicho hace un momento…, lo decíais en serio, ¿verdad?
Charles y Ester estaban allí, forcejeando con Franni, que estaba ya completamente histérica. Osbert se había metido por medio, tratando de ayudar. Todo aquel bullicio pareció disiparse en la quietud más absoluta cuando Gyles la miró diciendo:
– Hasta la última palabra.
Buscó la mano de Francesca, la levantó y la besó en la palma.
– Nunca quise amar; y sobre todo, no a vos. Ahora no puedo concebir la vida de otro modo. -La miró a los ojos; ella vio el cambio que se produjo en los suyos: la duda, la incertidumbre-. ¿Y vos?
Ella sonrió beatíficamente, y a continuación alzó la cabeza y le rozó los labios con los suyos.
– Sabéis muy bien que os amo… -buscó las palabras adecuadas y al fin dijo, sencillamente-… como vos me amáis.
El agachó la cabeza y la besó, dulcemente, demorándose; ella le correspondió de igual manera, dejando que el momento se grabara en su recuerdo, y en el de él.
Cuando Gyles echó la cabeza atrás, ella le sonreía entre lágrimas de felicidad.
– Supe desde el momento en que os vi que jamás seríais soso o aburrido.
– ¿Soso o aburrido? -Empujó hacia delante el banco más cercano al altar y se agarró a su respaldo para incorporarse y dejar de aplastarla contra el suelo-. ¿Son esos los criterios conforme a los cuales juzgáis mi comportamiento?
Se puso en pie y le tendió una mano. Ella le permitió ayudarla a levantarse.
– Entre otros. Pero ahora que es mucho más lo que sé, soy más exigente incluso.
El captó su mirada.
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