– Lo tendré en cuenta.
Los gimoteos y reprimendas se habían ido haciendo más ruidosos. Se dieron la vuelta y vieron a Franni revolviéndose furiosa, sollozando, con los ojos cerrados y la boca desencajada. Osbert y los dos lacayos la sujetaban, tratando de no lastimarla y recibiendo a cambio su parte de estopa. Ester, con el pelo alborotado -era evidente que ella había estado también forcejeando con Franni-, trataba de sujetar la cara de su sobrina entre sus manos, hablándole en tono tranquilizador, intentando hacerse oír por ella y calmarla.
Charles estaba de pie delante de ellos, de cara a Franni, con la pistola caída en una mano. Mientras le estaban mirando, tomó una inspiración profunda, se giró y les vio. Tenía el semblante mortecino. Miró la pistola y a continuación se agachó y la dejó en el banco de delante. Acercándoseles, levantó la cabeza; reunió fuerzas y se detuvo ante ellos.
– Lo siento muchísimo. -Aquellas palabras parecieron dejarlo exangüe. Se pasó una mano por el pelo y volvió la cabeza para mirar a Franni.
Estaba más conmocionado aún que ellos. Francesca intercambió con Gyles una mirada.
– No pasa nada. -Francesca tomó las manos de Charles entre las suyas.
El correspondió al apretón de sus dedos, tratando de sonreír, pero sacudió la cabeza.
– No es cierto, querida; ojala fuera así, pero sí que pasa. -Volvió a mirar a Franni; sus sollozos se iban acallando poco a poco-. Ester y yo nos temíamos que ocurriera algo así. Llevamos años vigilando a Franni, preguntándonos si ocurriría, esperando que no… -Suspiró, luego miró a Francesca y le soltó las manos-. Pero no fue así. -Enderezándose, miró a Gyles-. Os debo una explicación. -Francesca y Gyles abrieron la boca; Charles levantó la mano-. No; por favor, dejadme que os lo diga. Dejad que os explique para que podáis decidir por vosotros mismos. Para que podáis entenderlo.
Francesca y Gyles intercambiaron una mirada. Gyles asintió.
– Como desee.
Charles inspiró muy profundamente.
– Habréis oído que Elise, mi esposa, la madre de Franni, se suicidó arrojándose desde la torre de la mansión Rawlings. Eso no es exactamente cierto. Yo estaba con ella. No se tiró. -El rostro de Charles se ensombreció-. Se cayó cuando intentaba empujarme a mí por el borde.
– ¿Intentó matarlo?
– Sí. -Articuló la afirmación como un suspiro largo y doloroso-. Y no me preguntéis el porqué: nunca lo supe. Pero la historia no acaba ahí. No empieza ahí. La madre de Elise, madre de Ester también, también…, se volvió loca. Pasó algún tiempo en el manicomio, pero el caso es que murió. Ignoro los detalles. A mí no me contaron nada, nunca lo supe, no hasta que Ester se vino a vivir con nosotros, más o menos un año después de nacer Franni. Después de que Elise empezara a… cambiar. -Charles tomó aire-. Parece que es algo que afecta a las mujeres de esa familia, aunque no a todas. Ester se ha librado. Los problemas se manifiestan, si es que se han de manifestar, poco después de cumplidos los veinte años. Elise… -Su aturdimiento se tiñó de añoranza-. Era tan bonita… Eramos tan felices… Luego se convirtió en una pesadilla. Delirios que derivaron gradualmente en enajenación. Y después en violencia. Y después se acabó.
Francesca buscó la mano de Gyles, y agradeció su calor cuando ésta envolvió la suya.
Charles exhaló y sacudió la cabeza.
Ester sabía lo de su madre. Ella pensaba que no era prudente que Elise se casara; es por eso que ella nunca se casó. Pero nuestros padres, el de Elise y el mío, estaban decididos a que el enlace se llevara a cabo. Estoy seguro de que mi padre no estaba al tanto de aquello por aquel entonces. Lo supo después, por supuesto. Como suele suceder, hechos de ese tipo se mantienen en secreto. A Ester la mandaron a Yorkshire a vivir con una tía hasta después de que Elise y yo nos casáramos y naciera Franni.
Charles volvió la mirada, exhausta y ensombrecida, hacia Francesca.
– No sabes cuánto siento, querida, que te hayas visto atrapada en todo esto… Llevábamos tanto tiempo confiando en que Franni no se viera afectada… No hacíamos sino esperar. Hasta que estuvimos aquí, en Londres, no nos dimos cuenta de que su estado se estaba deteriorando realmente. Tienes que creerme: nunca imaginamos que iría tan… rápido.
Armándose visiblemente de valor, Charles se encaró con Gyles.
– ¿Qué vais a hacer?
Gyles miró a Charles y no sintió sino compasión, ni vio otra cosa que a un hombre que había amado a su mujer y pretendido proteger a su única hija. Alzando una mano, la cerró sobre el hombro de Charles.
– Supongo que querrá llevarse a Franni de vuelta a la mansión Rawlings sin más dilación. ¿Está en condiciones? ¿Hay algo que podamos hacer nosotros por ayudarles?
Charles parpadeó. Buscó los ojos de Gyles.
– ¿No vais a presentar cargos?
Gyles le sostuvo la mirada.
– Franni es una Rawlings. A pesar de su enfermedad, es de la familia, y ella no puede evitar ser como es.
Charles bajó la vista. Francesca le estrujó el brazo. Carraspeó y luego susurró:
– Gracias.
Gyles tomó una inspiración y volvió a mirar a Franni, que se había derrumbado para entonces, exhausta, sostenida por Ester y uno de los lacayos.
– Me ofrecería para ayudarles a llevarla al carruaje, pero creo que será mejor que Francesca y yo nos vayamos. Franni se mostrará más dócil si no estamos.
Charles asintió.
– Si le es posible, pase por casa antes de marcharse de Londres. Nos gustaría saber que todo va bien. -Gyles le tendió la mano.
Charles se la estrechó.
– Lo haré. Y una vez más, gracias.
– Cuídense. -Francesca se estiró para besar a su tío en la mejilla-. Todos.
A Charles se le contrajeron los labios. Se dio la vuelta al tiempo que Osbert se acercaba, con aspecto más serio de lo que Francesca le había visto jamás.
– Yo me quedaré con Charles; lo ayudaré a meter a la muchacha en el coche.
Gyles le dio una palmada en el hombro.
– Pásate por casa mañana por la mañana para informarnos.
Osbert asintió y volvió con el grupo de delante del altar. Francesca dirigió una última mirada a Franni: tenía los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta, reclinada sobre Ester, que le retiraba afectuosamente el fino cabello de la cara.
– Venid. -Gyles hizo girarse a Francesca. La rodeó con el brazo y la condujo fuera de la capilla.
«Lo quiero, lo quiero y lo tendré.» En el calor y la oscuridad del carruaje, envuelta en los brazos de Gyles, Francesca repetía aquella letanía.
– Eso Franni lo tomó de nuestro abuelo. Era uno de sus dichos favoritos.
Gyles la estrechó contra él. No había puesto ninguna objeción cuando la había sentado en su regazo nada más arrancar. Necesitaba abrazarla, para tranquilizar al bárbaro haciéndole saber que todo estaba en orden y que ella estaba allí, aún con él, a salvo e ilesa. Ella parecía igualmente satisfecha de poder apoyarse en él, la cabeza en su hombro, una mano extendida sobre su pecho, sobre su corazón.
– Pensaba que no habíais llegado a conocer al viejo Francis.
– Y así es. Me lo dijo mi padre: solía explicarme cosas del abuelo, de lo cabezota que era. Quería que lo supiera, por si acaso…
Gyles pensó en lo previsor que tenía que ser un hombre para proteger a su hija de cualquier peligro del futuro.
– Siento no haber conocido nunca a vuestro padre.
– Le habríais gustado… Os habría dado su bendición.
Gyles nunca había sido tan consciente de su propia felicidad, de su buena fortuna. Pensó en todo lo que tenía: todo aquello que Charles no había tenido realmente la oportunidad de disfrutar.
– Pobre Franni. No sólo heredó la locura de su madre, sino que también absorbió la particular locura del viejo Francis.
– Antes no he dicho nada… por Charles. Sólo le habría hecho sentirse peor. Ester me contó que Francis pasaba mucho tiempo con Franni, y que eso le agradaba a Charles.
Gyles plantó un beso en los rizos de Francesca.
– Es mejor dejarle ese buen recuerdo.
El carruaje seguía su camino traqueteando. Habían bajado las cortinillas de cuero de las ventanillas, para que no entrara el aire helado de la noche, creando un refugio oscuro y acogedor.
– Gracias por no presentar cargos.
– Cuando dije que Franni era de la familia lo hice de corazón.
Ella le había enseñado, le había hecho ver, lo que la familia en el sentido más amplio significaba: el apoyo, la red de comprensión. Al cabo de unos instantes, añadió:
– En cierto modo, estamos en deuda con Franni. Si ella no hubiera estado allí aparentando ser la mosquita muerta con la que yo creía querer casarme, yo habría descubierto quién era Francesca Rawlings antes de que cerráramos el trato, y entonces no lo habríamos cerrado de ninguna manera.
– ¿De verdad no os habríais casado conmigo de haber sabido quién era yo?
Gyles se echó a reír.
– Supe en el mismo instante en que os puse los ojos encima que erais la última mujer con quien debería casarme si quería a una mosquita muerta, dócil y modosa por esposa. Y estaba en lo cierto.
Ante su suave resoplido, él sonrió, pero luego se puso serio.
– Si Franni no hubiera estado allí, nosotros no estaríamos aquí ahora, casados, enamorados, esperando nuestro primer hijo. Lo único que lamento es que mi aparición en la mansión Rawlings sirviera al parecer de catalizador para sus delirios.
– De no haber sido vos, habría sido algún otro. -Francesca guardó silencio durante un rato, y luego musitó-: El destino obra de forma misteriosa.
Gyles le acarició el pelo.
– No podremos ir de visita a la mansión Rawlings. Franni estará mejor si no vuelve a vernos.
– Siento lástima por Charles y Ester. Haberse pasado la vida vigilando a Franni y esperando, sólo para acabar viendo cómo se hacía realidad su peor pesadilla…
– Podemos ayudarles, de todas formas: asegurarnos de que Charles pueda contratar los mejores cuidados para Franni. Y podemos procurar que Charles y Ester se escapen de vez en cuando; podemos invitarles a venir a Lambourn en verano.
– Podríamos convertir en una rutina anual que vengan a visitarnos, para que no se enclaustren y la familia no les pierda la pista.
Francesca se revolvió en sus brazos para poder verle la cara. El carruaje había llegado al centro de la ciudad; merced a las farolas, entraba ahora más luz por las rendijas que dejaban las cortinillas, la suficiente para ver.
– Estaba pensando… Honoria me habló de la reunión que los Cynster celebran en Somersham. Creo que nosotros deberíamos hacer algo parecido en Lambourn, ¿vos no?
Gyles la miró a la cara y sonrió.
– Cualquier cosa que os plazca, milady. Podéis crear cuantas tradiciones gustéis… Y todas las que yo tengo quedan bajo vuestro gobierno.
Francesca, encantada no tanto por las palabras de Gyles como por la expresión de sus ojos, de su rostro, desprovisto ahora de cualquier elegante máscara, le devolvió la sonrisa. Por dentro, su corazón se regocijó.
Todo lo que siempre había querido, todo cuanto podía llegar a necesitar, estaba allí, y era suyo. Tras la noche anterior, había estado dispuesta a aceptar la realidad sin exigir una declaración. Ahora lo tenía todo: un amor duradero y las palabras formuladas entre ellos, que lo reconocían expresamente.
Examinó sus ojos, su rostro: los planos angulosos que tan poco dejaban traslucir. Tal vez le debieran a Franni una cosa más.
– ¿Por qué os resultaba tan difícil decirlo; pronunciar una simple palabra, tan corta?
El se rió, pero no porque aquello le divirtiera.
– «Una simple palabra, tan corta»… Sólo una mujer podía describirlo así.
No había respondido a su pregunta. Sin apartar los ojos de los suyos, Francesca aguardó.
El suspiró y reclinó la cabeza en el almohadillado del respaldo.
– Es difícil de explicar, pero mientras no lo dijera en voz alta, mientras no lo admitiera abiertamente, tenía margen de duda suficiente para permitirme pretender que no estaba corriendo un riesgo, que no me estaba exponiendo a la infelicidad y la destrucción por ser tan tonto como para amaros.
Francesca frunció el ceño. ¿Por qué? Entonces lo comprendió. Alzando las manos, le enmarcó la cara y le hizo mirarla a los ojos.
– Yo siempre estaré aquí. Siempre estaré con vos. Podéis rodearme de cuantos guardianes deseéis, durante tanto tiempo como sea necesario para que lleguéis a creéroslo.
Gyles leyó en sus ojos, y se obligó a decir a continuación:
– Aprendí de muy joven que cuando uno ama se expone a sufrir un daño inimaginable.
– Lo sé… Pero, aun así, merece la pena.
Gyles examinó sus ojos y luego la besó suavemente, la acomodó de nuevo entre sus brazos y apoyó la mejilla en su pelo. Tenía razón. No había nada tan contradictorio como el amor. Nada dejaba a un hombre más expuesto y, sin embargo, nada podía reportarle tanta dicha. Para recolectar la cosecha del amor era necesario aceptar el riesgo de perder ese mismo amor. El amor era una moneda de dos caras, ganar y perder. Para asegurarse de ganar, tenía uno que abrazar el riesgo de perder.
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