Francesca recordó que se había sentido ofendida por él, antes incluso de aquel comentario. Había dicho que pasaría por la mañana. Debía de ser mediodía cuando se dignó aparecer. Ella había estado aguardándolo para abordarlo. Como no llegaba, se había ido a montar con el fin de calmarse. ¿Qué decía de su empeño en ganar su voluntad que apareciera a mediodía?
¡Y qué decir de su actitud! Nada de cortejarla, de abrazos de enamorado… Tan sólo ardiente pasión y seducción arrogante. Cierto era que esto último la atraía más que aquello…, pero eso él no podía saberlo. ¿Tan indiferente le era…, o era más bien que estaba muy seguro de que ella iba a aceptar?
¿Y qué había querido decir exactamente con aquello de que era «fácil»?
Le lanzó una mirada punzante al tiempo que se arrodillaba para comprobar cómo estaban los gatitos.
– Tengo entendido que habéis hecho una oferta, milord.
Gyles la miró asombrado, mientras ella contaba los gatitos. Trató de no fruncir el ceño. Si le había llegado a ella la noticia…
– Me ha llegado.
¿Quién demonios era esa mujer? Antes de que pudiera preguntárselo, ella dijo:
– Aquí hay seis; nos faltan tres. -Se puso en pie y miró alrededor-. Esa casa vuestra, el castillo de Lambourn, ¿es un castillo de verdad? ¿Tiene almenas, torres, foso y puente levadizo?
– Ni foso ni puente levadizo. -A Gyles le pareció ver un gatito gris escondido tras una roca. Fue a cogerlo pero él huyó dando saltitos-. Queda una sección de almenas sobre la entrada principal, y hay un par de torres en cada extremo. Y está también la torre de entrada… Eso es ahora la casa de la condesa viuda.
– ¿La casa de la condesa viuda? ¿Vuestra madre vive aún?
– Sí. -Saltó sobre el gatito y le echó el guante. Cogiéndolo por el pescuezo, lo llevó hasta la cesta.
– ¿Qué piensa ella de vuestra oferta?
– No le he preguntado. -Gyles se concentró en introducir en la cesta al gatito, que se revolvía, conteniendo al mismo tiempo a los demás para que no se escaparan-. No es asunto suyo.
Sólo al incorporarse cayó en la cuenta de lo que había dicho. Simplemente la verdad, bien era cierto, pero ¿por qué diantre se lo estaba contando a esta gitana? Al volverse a mirarla, esta vez con manifiesta severidad, descubrió otro felino dirigiéndose torpemente hacia el extremo del huerto. Mascullando una imprecación, fue a por él a grandes zancadas.
– ¿Vivís en Lambourn todo el año, o sólo pasáis allí algunos meses?
Francesca le hizo esta pregunta al volver él con el bichito revolviéndose y retorciéndose en una mano. Acunaba con las suyas a otro gatito anaranjado, acurrucado entre sus nada desdeñables pechos. El animalillo ronroneaba de tal forma que parecía que fuera a reventarse los tímpanos.
Aquella visión lo distrajo por completo. Gyles, con la boca seca y la mente en blanco, la observó doblarse por la cintura y trasladar entre caricias al gatito de su confortable nido a la cesta.
– Eh… -Pestañeó al incorporarse ella-. Paso en Lambourn la mitad del año, más o menos. Suelo ir a Londres para la temporada de actividades sociales, y vuelvo otra vez para el periodo de sesiones de otoño del Parlamento.
– ¿Ah, sí? -Sus ojos brillaron con interés genuino-. ¿De forma que ocupáis vuestro escaño en la Cámara de los lores, e intervenís?
Él se encogió de hombros mientras embutía el último gatito dentro de la cesta.
– Cuando se trata algún asunto que me interesa, sí, desde luego. -Frunció el ceño. ¿Cómo era que habían pasado a hablar de este tema?
Tras amarrar las tapas de la cesta, la levantó y se enderezó.
– Tomad. -Ella le tendió las riendas del castrado y alargó el otro brazo para coger la cesta-. Podéis guiar a Sultán. Yo los llevo a ellos.
Antes de que pudiera reaccionar, se encontró de pie sosteniendo las riendas en la mano y mirándola caminar huerto arriba. Contemplando su delicioso trasero bambolearse mientras, con las faldas de su vestido dobladas en torno al brazo, ascendía por la ligera pendiente. Apretó las mandíbulas y se dispuso a seguirla… y entonces comprendió por qué lo había dejado con el castrado.
Le llevó al menos un minuto convencer al animal de que estaba decidido a moverse. Finalmente, el enorme caballo accedió a caminar tras él mientras intentaba alcanzar a zancadas a la hechicera. La que lo había estado interrogando. Conforme reducía la distancia que les separaba, se preguntó qué pretendía ella con aquello. Una de las posibles respuestas le hizo aminorar la marcha.
Ella se había enterado de su proposición. Lo que sugería que gozaba de la confianza de Francesca Rawlings. ¿Podía ser que, habiéndole confesado su encuentro a Francesca, lo estuviera interrogando por ella? Francesca, ciertamente, no había sabido quién era él, pero si la gitana no lo había descrito… Sí, era posible.
La alcanzó y musitó:
– Y dígame, ¿qué más desea saber la señorita Rawlings?
Francesca volvió la cabeza hacia él. ¿Se estaba riendo de ella? Volvió a mirar al frente.
– La señorita Rawlings -dijo- desea saber si es grande su casa de Londres.
– Razonablemente. Es una adquisición más o menos reciente, no tiene ni cincuenta años, así que está equipada con todas las comodidades más modernas.
– Supongo que llevaréis una vida muy ajetreada durante vuestras estancias en Londres, al menos durante la temporada alta.
– Puede llegar a resultar vertiginosa, pero las recepciones tienden a concentrarse por las noches.
– Imagino que vuestra compañía estará muy solicitada.
Gyles dirigió una mirada adusta al cogote cubierto de negros rizos. No podía estar seguro sin verle la cara, pero… No, no se atrevería a tanto.
– Las anfitrionas de la alta sociedad acostumbran a requerir mi presencia.
Que interpretara eso como quisiera.
– No me digáis. ¿Y tenéis algún compromiso en concreto, con algunas anfitrionas en concreto, en la actualidad?
La descarada hechicera le estaba preguntando si tenía alguna amante. Al llegar al patio de las caballerizas, pasó a la zona empedrada y se giró; los ojos verdes que buscaron su mirada exasperada desprendían una autoridad propia.
Deteniéndose ante ella, la contempló. Tras unos instantes de tensión, declaró pausada y claramente:
– Ahora mismo, no. -El hecho de que estaba considerando seriamente introducir cambios en esa situación se infería con claridad de sus palabras.
A Francesca le resultó fácil no sonreír mientras le sostenía la mirada. Sus ojos grises transmitían un mensaje que no estaba segura de entender. ¿Estaba desafiándola a que fuera lo bastante buena, lo bastante seductora como para mantenerlo alejado del lecho de otras damas? ¿Le estaba diciendo que dependía de ella que tuviera o no una amante? La idea era en cierto modo tentadora, pero ella tenía su orgullo. Irguiéndose, dejó que sus ojos despidieran centellas de desaprobación para acto seguido despedirse con un altivo gesto de la cabeza.
– Debo llevar a estos gatitos dentro de la casa. Si sois tan amable de confiar a Sultán a Josh… -Con la frente alta como una reina, se giró graciosamente y se encaminó a la cocina.
A Gyles le faltó poco para agarrarla y hacerla volverse de nuevo; apretó los puños combatiendo ese impulso.
– ¡Ruggles! -la oyó llamar. Una gata atigrada, naranja y negra, llegó corriendo. Se paró a oler la cesta, maulló y siguió correteando a su lado.
Gyles enfrió su cólera; la sangre le hervía del esfuerzo. Aquella última mirada suya había sido la gota que colmaba el vaso. ¡Estaba a punto de exigirle que le dijera exactamente quién era y qué relación tenía con Francesca Rawlings cuando la maldita encantadora lo había despedido sin contemplaciones!
No recordaba que ninguna dama lo hubiera despachado nunca de esa manera.
Por las rendijas de sus ojos entrecerrados, la vio desaparecer en el jardín de la cocina, canturreando a los gatitos y a su madre. O mucho se equivocaba al respecto, o la gitana acababa de ponerle decididamente en su lugar.
Capítulo 3
No podía quitársela de la cabeza. No podía sacarse su sabor -tan salvajemente apasionado- de la boca, no podía liberar sus sentidos de su hechizo.
Era la mañana del día siguiente, y seguía obsesionado.
Trotando por el bosque, Gyles dio un bufido de furia. Con un poco más de persuasión, podía haberla poseído bajo aquel maldito manzano. De por qué ese hecho le irritaba tanto, no estaba del todo seguro: ¿por lo fácil que había resultado seducirla? ¿O porque no había tenido la lucidez de aprovechar su ventaja? De haberlo hecho, tal vez no seguiría atormentándole, como una espina clavada en su carne, como un picor que no podía dejar de rascarse.
Por otro lado…
Apartó la fastidiosa idea de su mente. Ella no significaba tanto para él; era sólo una hechicera que se le resistía y le planteaba un desafío descarado, flagrante, y él había sido siempre incapaz de resistirse a un desafío. Eso era todo. No estaba obsesionado con ella.
Por ahora.
Dejó que esa advertencia se disipara de su pensamiento. Era demasiado viejo y tenía demasiada experiencia para dejarse atrapar. Por eso estaba allí, organizando su matrimonio con una mosquita muerta, mansa y apacible. Recordando ese hecho, repasó su situación antes de tomar el próximo camino de herradura en dirección a la mansión Rawlings.
Llegó más temprano que el día anterior; se la encontró cuando salía de la perrera. Le recibió con una sonrisa radiante y un «Buenos días, señor Rawlings. ¿Por aquí otra vez?».
Él respondió con una sonrisa, pero la observó con atención. Dio por hecho, después de lo del día anterior y del informe que sin duda le habría transmitido la gitana, que Francesca sabría ya quién era.
Si así era, era una gran actriz; ni sus ojos, ni su expresión ni su actitud mostraban indicios que la delataran. Arqueando una ceja para sus adentros, lo aceptó. Después de rumiarse la situación, no halló razones para informarle de su identidad… No en aquel momento. No conseguiría sino ponerla nerviosa.
Como la vez anterior, pasear a su lado le resultó fácil. Sólo cuando hubieron llegado al otro lado del lago y ella se detuvo a admirar un árbol y le preguntó de qué especie pensaba que era, se dio cuenta de que no le había prestado atención. Salvó la falta sin problemas: el árbol era un abedul. Después de eso, estuvo más atento. Sólo para descubrir que su futura esposa era, en efecto, la elección perfecta para sus necesidades. Tenía la voz clara y etérea, no ahumada y sensual; carecía del poder de cautivar su pensamiento. Era dulce, recatada e insulsa: se pasó más rato mirando a los perros que a ella.
Si hubiera estado paseando con la gitana, habría tropezado con los perros.
Sacudió la cabeza -deseando que pudiera expulsar así de ella todas las imágenes de la hechicera, especialmente las visiones mortificantes que lo habían mantenido despierto la mitad de la noche- y trasladó su atención de vuelta a la joven que se encontraba a su lado en aquel momento.
No le inspiraba la menor chispa de interés sexual; el contraste entre ella y su compañera «italiana» no podía ser más acusado. Ella era exactamente la dócil novia que necesitaba: una damisela que no excitara en modo alguno su naturaleza apasionada. Cumplir con sus deberes sería bastante fácil; engendrar en ella una o dos criaturas no constituiría una gran hazaña. Puede que no fuera una belleza, pero era lo suficientemente aceptable, agradable y carente de pretensiones. Si ella se avenía a su proposición, si lo aceptaba sin amor, les iría bastante bien juntos.
Entre tanto, dado que la gitana y su futura esposa eran amigas, sería sensato constatar cómo era de profunda su amistad antes de seducir a aquélla. La idea de una escenita dramática entre su esposa y él porque tuviera a su amiga por mantenida era lo más cercano a la execración que hubiera podido imaginar, pero dudaba que fueran a llegar a eso.
¿Quién sabía? Su amistad podía incluso resultar fortalecida; tales arreglos no eran infrecuentes en la nobleza.
En su cabeza volvió a sonar aquel aviso fastidioso; esta vez, le hizo más caso. Sería sensato no correr riesgos con la gitana, al menos hasta que tuviera aseguradas su esposa y su vida conforme a sus designios.
La gitana era salvaje e impredecible. Hasta que su matrimonio fuera un hecho, se mantendría a salvo de la tentación que suponía.
Como la vez anterior, dejó a su futura novia en el parterre. Ella aceptó su partida con una sonrisa, sin mostrar la menor inclinación a pegarse a él o exigir más de su tiempo. Enteramente satisfecho con su elección, Gyles se dirigió a las caballerizas.
Josh lo estaba esperando; corrió a buscar el zaino. Gyles miró a su alrededor. Enseguida estuvo de vuelta. Se tomó su tiempo para montar y se entretuvo todo lo que pudo antes de tomar el camino a medio galope y girar por el sendero a Lindhurst.
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