Acababa de decidir que evitaría a la hechicera: sería ilógico sentirse decepcionado por el hecho de no verla.
Entonces apareció, y su corazón dio un vuelco. Surgió como un destello de gracioso movimiento a lo lejos, por un trayecto desierto. Antes de haberlo pensado dos veces, ya había soltado rienda al zaino y galopaba hacia ella.
Ella aminoró la marcha al final del sendero, dudando cuál de dos caminos tomar, y entonces oyó el retumbar de los cascos del zaino y volvió la vista atrás.
En su rostro se abrió una sonrisa, dentro de un espectro cambiante, de la bienvenida a la euforia. Con una carcajada exuberante, le lanzó una mirada de descarado desafío y se alejó por el camino más cercano.
Gyles fue en pos de ella.
El zaino que montaba era un animal excelente, pero el caballo gris que montaba la muchacha era mejor. Además, él era un jinete más pesado, y no conocía los senderos por los que ella guiaba a su montura con tanta presteza. Pero siguió su estela obstinadamente, a sabiendas de que, a la larga, dejaría que la alcanzase.
Ella se volvía a mirarlo mientras pasaban como un rayo bajo los árboles; él alcanzó a ver de pasada su sonrisa burlona. La pluma de su mínima gorra ondeaba al compás de su serpenteado galopar, al echarse a un lado y a otro mientras su rucio tomaba las curvas a toda velocidad.
Luego salieron del bosque para desembocar en un extenso prado limitado sólo por más árboles. Con un «¡epa!», Gyles soltó sus riendas y siguió conduciendo al gran zaino sólo con las rodillas y las manos, acuciándolo. Acortaron distancias con la rauda gitana. Aunque seguía galopando a gran velocidad, a él le alivió observar que iba refrenando a su rucio. El enorme caballo había de ser una de las monturas de Charles, criado para la resistencia y la caza. En aquel terreno, era la apuesta más rápida y segura, especialmente si corría con sólo una fracción del peso que acostumbraba a cargar, como era el caso.
La hechicera oyó que se le acercaba. Le dedicó una carcajada por encima de su hombro.
– ¿Queréis más?
No esperó a que le respondiera, sino que lanzó al rucio por otro sendero.
Doblaron y giraron y atravesaron otro prado a la carrera; a Gyles le zumbaban los oídos de excitación. Hacía años que no sentía un vértigo tal, años que no se entregaba tan completamente a la pura emoción de la velocidad, al traqueteo implacable de los cascos del caballo, a su eco en las venas.
Ella también lo sentía, también lo conocía: estaba allí, en sus ojos centelleantes, que se cruzaron con los de él, compartiendo aquel instante, antes de salir disparada una vez más.
Seguirla no requirió una decisión consciente; como uno solo surcaban el bosque. Éste les envolvía, les acogía en su verde seno como si galoparan por un lugar más allá del tiempo.
Pero el tiempo seguía corriendo.
Gyles montaba a caballo desde los tres años; poseía un sentido interno que percibía las fuerzas de su animal, el tiempo que llevaban forzando la marcha. Llegó un momento en que hizo el cálculo. A su montura le quedaba aún un buen trecho que recorrer; yendo y volviendo de la mansión había ido sólo a medio galope.
Esa reflexión lo llevó a pensar en el caballo. Habría apostado la camisa a que el de la gitana llevaba desbocado desde que había salido de las cuadras.
Empezó a preocuparse.
Sentía un sobresalto cada vez que doblaban a ciegas por un sendero; contenía la respiración a cada tramo desigual que ella sobrevolaba. Imágenes de ella caída y herida, tropezando con un tronco, yendo al suelo sobre su preciosa cabeza, con el cuello torcido en un ángulo imposible, se agolpaban desatadas en su mente…
No podía librarse de tales visiones.
Los árboles ralearon. Irrumpieron en otro claro. La llamó para que diera la vuelta, pero ella ya estaba espoleando al rucio de nuevo. Su cara resplandecía… Echó atrás la cabeza y se rió, luego fijó la mirada al frente, recogió las riendas…
Gyles miró más allá.
Una valla, vieja y decrépita, entreverada de arbolillos, dividía el prado en dos. Ella preparó al rucio para saltarla.
– ¡Noooo!
Su grito se mezcló con el tronar de los cascos, los del rucio y los del zaino. Ella estaba demasiado lejos para captar su atención. Luego estaba demasiado cerca de la valla para arriesgarse a distraerla.
Todavía a muchos metros por delante de él, el rucio se elevó. Rezó en su corazón. Los pesados cascos superaron la valla fácilmente. El rucio aterrizó y entonces tropezó.
Ella dejó escapar un chillido.
Gyles la perdió de vista al caer el animal, e inmediatamente el rucio se levantó de nuevo…, sin amazona.
Con el corazón en la boca, alteró su trayectoria para salvar la valla a unos metros de donde ella había caído y luego giró…
Estaba tendida de espaldas con los brazos y las piernas extendidos, en mitad de una mata de aliaga.
A juzgar por su gesto contrariado y el tamaño de la mata, estaba ilesa.
El pánico que le había atenazado la garganta no remitió de inmediato.
Trotó hasta el matorral, tiró de las riendas y la contempló desde el caballo. Respiraba agitadamente; el esfuerzo de la cabalgada le hacía sentirse como si hubiera corrido dos kilómetros.
Estaba de humor para ponerla de vuelta y media.
Ella iba a sonreírle cuando advirtió la forma en que la miraba, con los ojos entornados.
– ¡Hembra descerebrada! -Hizo una pausa para que la furia que traslucían sus palabras calara en ella-. Me ha oído gritar. ¿Por qué demonios no se ha parado?
Los ojos de ella despidieron llamaradas verdes; su barbilla adoptó un gesto de tozudez.
– ¡Os he oído, pero me habría sorprendido que incluso un caballero sofisticado como vos hubiera podido adivinar que aquí había una mata de aliaga!
– Su problema no era la aliaga. -Ella trató de levantarse, pero la aliaga no ayudaba mucho. Él bajó de un salto de su zaino.
– Maldita sea… No debería salir a montar, en cualquier caso no de esa forma endiablada, si no es capaz de medir el esfuerzo de su montura. El rucio estaba cansado.
– ¡No lo estaba! -Se debatió aún con más rabia por levantarse.
– Tenga. -Le tendió la mano. Al verla dudar, mirando su mano y a él con ojos esquinados, añadió:
– O coge mi maldita mano o la dejaré aquí a pasar la noche.
La amenaza no estaba mal: la aliaga estaba en flor, bien repleta de punzantes espinas.
Con un gesto altivo digno de una verdadera princesa, extendió una mano enguantada. Él la agarró y tiró hacia sí; entonces la tuvo en pie delante de él.
– Gracias.
Su tono sugería que hubiera preferido aceptar la ayuda de un leproso. Levantando la nariz, hizo un remolino con sus pesadas faldas de un altanero golpe de caderas y se volvió hacia el rucio.
– No está cansado. -Entonces cambió de tono-. Caballero… ¡Vamos, muchacho!
El rucio alzó la cabeza, enderezó las orejas y se acercó pausadamente.
– No puede subirse a la silla.
Ante estas palabras contundentes, tajantes, Francesca le dedicó una mirada desdeñosa por encima del hombro.
– No soy una de esas pusilánimes señoritas inglesas suyas que son incapaces de montar sin ayuda.
Él permaneció un instante en silencio antes de replicar:
– Muy bien. Veamos hasta dónde llega.
Ella cogió las riendas de manos del caballero y, al recogerlas, aprovechó la acción para camuflar otra mirada a su casi prometido. Estaba de pie, con los brazos cruzados, observándola. No mostraba intención de tomar las riendas de su zaino.
Su expresión era pétrea, y de tranquila espera.
Francesca se detuvo. Lo miró fijamente.
– ¿Qué?
Él se tomó su tiempo para responder.
– Ha caído encima de la aliaga.
– ¿Y qué?
Tras otro intervalo exasperante, preguntó él:
– ¿En Italia no hay aliaga?
– No. -Frunció el ceño-. No como ésta… -Cayó en la cuenta del asunto; con ojos desorbitados, se lo quedó mirando, luego se retorció para verse la falda por detrás. Estaba cubierta de espinas arrancadas. Se echó las manos a los largos rizos, pasándoselos por encima de los hombros. También estaban adornados con espinas-. ¡Oh, no!
Lo fulminó con una mirada que le decía lo que pensaba de él, y acto seguido se inclinó a arrancarse las espinas de la falda. No podía ver; a algunos sitios, apenas llegaba siquiera.
– ¿Desea que la ayude?
Levantó la vista en dirección a él. Estaba plantado a menos de un metro. Había formulado la pregunta en un tono completamente neutro. Sus ojos no decían nada de particular; su expresión era indiscutiblemente anodina.
Ella apretó los dientes.
– Por favor.
– Dese la vuelta.
Así lo hizo; luego miró por encima de su hombro. Él se agachó detrás de ella y empezó a arrancar espinas de su falda. No sentía más que algún tirón ocasional. Tranquilizada, centró su atención en los rizos que le colgaban por la espalda hasta la cintura; tiraba y arrancaba, se estiraba y retorcía… Él le decía con gruñidos que se estuviera quieta, pero por lo demás se aplicaba a su falda en silencio.
Con la mirada concentrada en el terciopelo esmeralda, Gyles intentaba no pensar en aquello que cubría. Difícil. Se esforzaba aún más en no pensar en las emociones que lo habían sacudido en el instante en que ella había caído.
Nunca, jamás se había sentido así; por nadie ni por nada. Durante una fracción de segundo había sentido como si el sol se hubiera apagado, como si la luz se hubiera desvanecido de su vida.
Era ridículo. La había visto por vez primera dos días antes.
Trató de decirse que había sido por un cierto sentido del deber… cierta noción de responsabilidad hacia alguien más joven que él, cierta lealtad hacia Charles, a cuyo cuidado estaba presumiblemente la gitana. Trató de decirse muchas cosas…, pero no consiguió creerse ninguna.
La repetitiva labor de retirar las espinas le dio tiempo para empujar aquellas emociones indeseadas tras el muro desde detrás del cual habían saltado. Estaba decidido a mantenerlas allí, a buen recaudo.
Arrancó la última espina, se levantó y estiró la espalda. Ella había acabado con su pelo un rato antes y esperado en silencio a que él completara la tarea.
– Gracias.
Lo dijo con suavidad; lo miró un momento y luego se dio la vuelta y agarró las riendas.
Él se situó a su lado y, sin mediar palabra, le ofreció sus manos entrelazadas; sabía que ella se mordería la lengua antes que pedírselo.
Con una leve inclinación de cabeza, colocó la bota en sus manos. Él la alzó con facilidad; pesaba realmente poco. Frunciendo el ceño, volvió hacia su zaino y se encaramó ágilmente a la silla.
Ella encabezó la marcha de regreso al camino.
Él la seguía, enfrascado en sus pensamientos.
Una vez que alcanzaron la vereda, golpeó los flancos del zaino y se adelantó para seguir a su lado.
Francesca era consciente de que estaba allí, pero mantuvo la mirada fija al frente. La irritación que había sentido en un principio, con todo el derecho, ante su arrebato se iba disipando, reemplazada únicamente por un mínimo indicio de alarma. Este era el hombre con el que podía ser que se casase en breve.
Tras sus palabras secas, sus movimientos casi violentos, había asomado un temperamento tan orgulloso como el de ella. En su sentir, aquello contaba en su favor: prefería con mucho tratar con un devorador de fuego que con un hombre con hielo en las venas. Era su posible -ahora probable- actitud respecto a sus maneras de amazona lo que la llenaba de preocupación. En los dos años que llevaba viviendo en Inglaterra, este cauteloso país, montar había constituido la única vía de escape para la vena salvaje que era parte integral de su espíritu.
Parte integral de ella: si no le daba rienda suelta, si no la manifestaba de vez en cuando, se volvería loca. Y, en Inglaterra, a una joven dama como Dios manda, cabalgar como el viento era la actividad más salvaje que se le podía tolerar.
¿Qué pasaría si su esposo -aquel a quien prestaría voto de obediencia, y que tendría el control de todos los aspectos de su vida- le prohibiera cabalgar? Cabalgar desbocadamente: para ella no había otra forma.
Veía avecinarse el problema y, sin embargo, antes de caerse, le había sorprendido el entusiasmo de él. No había olvidado su euforia mutua, el gozo compartido. Él se había deleitado en aquel desenfreno tanto como ella.
Las verjas de la mansión aparecieron al frente; conforme reducían el paso, Francesca le lanzó una mirada. Su expresión severa no le anunciaba nada bueno.
– ¿Qué ocurre?
Él volvió hacia ella la mirada, aún molesta, aún tormentosa.
– Estoy considerando si entrar a informar a sir Charles de que no debería dejarle montar sus caballos de caza.
– ¡No!
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