– ¡Sí! -El zaino se encabritó. Él lo dominó, implacable-. Es usted una amazona excepcional, eso es innegable, pero no posee la fuerza necesaria para manejar caballos de caza. Si ha de correr desbocada, le iría mejor uno árabe, una yegua. Una ligera y ágil, pero más receptiva a su guía. Con el rucio, o aquel castaño que montaba el otro día…, si el caballo se desboca no será capaz de controlarlo.

Ella desafió su mirada con callada beligerancia, resistiéndose a dejarse someter. Desafortunadamente, en este caso, sabía que él tenía razón. Si uno de los caballos de raza de Charles se desmandaba, todo lo que podría hacer sería aferrarse y rezar. Se sostuvieron la mirada, ambos calculando, sopesando las diversas posibilidades…

– De acuerdo. -Bajando la vista, recogió sus riendas-. Hablaré con Charles.

– Hágalo. -Su tono se acercaba mucho al de una orden-. Nada de caballos de caza de ahora en adelante. -Hizo una pausa, sin dejar de mirarla-. ¿Prometido?

Ella le dirigió una mirada que pregonaba una advertencia.

– Prometo que hablaré con Charles esta noche.

Él asintió.

– En tal caso, la dejaré aquí.

Vaciló un instante y luego le hizo una reverencia que era la máxima expresión de la gracia y el refinamiento; subido a un caballo, una proeza nada desdeñable. Con una última mirada, hizo girar a su zaino y prosiguió camino abajo a medio galope.

Francesca examinó su espalda al alejarse y a continuación, curvando los labios en una sonrisa de aprobación, encaminó al rucio por el sendero de la mansión.

Su pretendiente se había redimido. Se había esperado que forzase el pulso para prohibirle que montara desenfrenadamente, aunque él hubiera disfrutado también el desenfreno. También lo había entendido, al parecer: había sido lo bastante inteligente como para evitar el riesgo. Considerando su táctica, decidió que, básicamente, le había preocupado su seguridad.

Con esa reflexión en mente, se dirigió al trote hacia las cuadras.

Más tarde, aquella noche, sujetando un chal de lana sobre su camisón, Francesca se encaramó a la butaca situada junto a su ventana y se instaló entre los cojines.

Durante todo el pasado año, había estado buscando un marido adecuado, esperando contraer un matrimonio respetable. La habían educado con ese objetivo; había deseado tener un marido, un hogar y una familia desde cuando le alcanzaba la memoria. Sabía lo que quería de la vida. Para ser feliz, para estar satisfecha, necesitaba una relación que fuera en gran medida como había sido la de sus padres: la suma de una pasión profunda y un amor perdurable. Sin aquello, su vida no estaría completa; era su destino. Lo había sabido durante años.

A los cuatro meses de quitarse el luto, había comprendido que no iba a hallar su destino entre la vecindad de la mansión Rawlings.

La primera vez que sugirió acometer la cuestión, Charles le había explicado que los de la casa permanecían recluidos porque, aunque pudiera no parecerlo, Frances, su hija, su prima, a quien todos llamaban Franni, estaba delicada de salud y necesitaba llevar una vida tranquila, ajena a las exigencias de la vida social.

Ella había aceptado la restricción sin reservas. No sólo le debía gratitud a Charles, sino que había llegado a quererlo con ternura; no haría nunca nada que le disgustara. También apreciaba a Ester, la cuñada de Charles, la hermana mayor de la difunta madre de Franni. Ester vivía en la mansión desde hacía años y había ayudado a criar a Franni… También Ester merecía su consideración.

Y estaba Franni, que era simplemente Franni: dulce, un poco simple, más bien desvalida. Aunque tenían la misma edad, no se parecían en nada y, sin embargo, se tenían cierto cariño, si bien algo distante.

Se había guardado su creciente abatimiento para sí, pero, no obstante, la perspectiva de vivir su vida en soledad, enterrada en el bosque, la atormentaba. La mansión Rawlings había empezado a parecerle una prisión.

De forma que la oferta de Chillingworth había llegado como caída del cielo, fuera de la índole que fuera. Un matrimonio concertado con un noble adinerado la liberaría de su aislamiento.

¿Deseaba ser la condesa de Chillingworth?

¿Qué joven dama no querría una posición de tal rango, con todas sus posesiones y recursos asegurados, y con un marido extraordinariamente apuesto por añadidura? Un matrimonio así, con la posibilidad de desarrollar una relación, sería una oferta envidiable.

No era eso, sin embargo, lo que el conde le había ofrecido.

Había dejado perfectamente sentado que no deseaba una verdadera relación con su esposa. No había otra forma de interpretar sus condiciones. Y a pesar de las horas que habían pasado juntos, a pesar del vínculo que sentía que existía entre ellos, no había dado señales de querer replantear su oferta.

Era un hombre apasionado, de sangre caliente, no fría, y, no obstante, su oferta había sido el no va más del cálculo y la sangre fría.

No tenía sentido.

¿Por qué había hecho él, precisamente él -el hombre que la había sostenido con proximidad excesiva junto a los macizos, que la había besado en el huerto y había cabalgado sin freno junto a ella por el bosque-, una oferta tan inusitada?

Reviviendo sus encuentros, llegó a aquel momento en el bosque en que se hallaba tumbada y desasistida en la aliaga y él de pie ante ella con los ojos encendidos de furia ciega. Ella había reaccionado a las palabras que esa furia le habían dictado. Pero ¿qué había provocado que aflorara de aquella forma el auténtico hombre, que bajara la guardia?

Su caída había agrietado de algún modo los muros tras los cuales escondía sus emociones. Ella -su cuerpo, su persona, incluso sus ojos- podía suscitar su pasión, pero él se sentía más cómodo de esa manera, más seguro manteniendo el control.

En el bosque, le había disgustado lo que ella había hecho. Le había disgustado que le hiciera sentir aquello que había sentido, fuera lo que fuese. Por eso sus palabras y sus ojos habían restallado como un látigo.

Y si su reacción había sido de rabia, ¿qué emoción era la que había suscitado en él? ¿Miedo, acaso?

Como una posibilidad, consideró el hecho de que las palabras acaloradas y las reacciones violentas provenían a menudo de la estima, del temor a la pérdida, del temor por un ser querido. Su padre se había enzarzado en discusiones vehementes, y con frecuencia irracionales, al oponerse a alguno de los caprichos potencialmente peligrosos de su madre. ¿Podía ser que Chillingworth hubiera sentido el mordisco de ese látigo en concreto?

Dado que ella y él ya habían sentido el azote referido de pasión recíproca, ¿por qué no?

Y si así era…

La perspectiva de encontrar su destino, todo lo que precisaba de la vida, en su matrimonio era tentadora. Era lo que siempre había deseado, su objetivo último, y era posible: los ingredientes estaban ahí. Su madre siempre le había asegurado que, cuando se dieran, lo sabría.

Ahora lo sabía. Chillingworth y ella podían ser una pareja tan apasionada como lo habían sido sus padres, consagrados el uno al otro hasta el final. Era lo que deseaba, el único premio con el que finalmente se conformaría: un amor apasionado y duradero.

Pero ¿y si no resultaba así por parte de él?

¿Y si la razón por la que se había obstinado en concertar un matrimonio a sangre fría estaba tan arraigada que no daba su brazo a torcer? Era un riesgo, verdaderamente. Él no era ni maleable ni dócil; recibiría de él lo que estuviera dispuesto a darle, nada más.

¿Estaba preparada para asumir el riesgo y las posibles consecuencias?

Si no conseguía obtener lo que necesitaba de su matrimonio, un arreglo como el que Chillingworth había propuesto la dejaría libre para alcanzar su destino, para buscar el amor que necesitaba, fuera del tálamo. No era esa su primera elección, pero la vida le había enseñado ya a inclinarse con el viento dominante y buscar lo que necesitara allá donde pudiera.

Con Chillingworth, o si no con él con algún otro caballero, ella tomaría de la vida lo que necesitaba.

Al día siguiente por la tarde, aceptaría a Chillingworth. No: daría las oportunas instrucciones a su tío para que le aceptara, si era así como Chillingworth quería que la escena se representara.

La brisa que llegaba del bosque era fresca. Se levantó de la butaca junto a la ventana y se dirigió a su cama, asintiendo para sus adentros.

Él era quien era: por más que dijera otra cosa, no podía desear aún, de corazón, una relación calculada, sin amor. No ahora que la había conocido. Besado. Podría atenerse obstinadamente al papel que había escrito para sí mismo; podría aferrarse a esa ficción ante Charles, ante ella… incluso ante sí mismo. Pero eso no podía ser lo que su verdadero yo deseaba.

Francesca se detuvo junto a su cama y ladeó la cabeza, pensando en su futuro: pensando en él. ¿Un desafío?

Apretando los labios, dejó su chal a un lado y se encaramó entre las sábanas.

La posibilidad estaba allí -de eso estaba convencida-, pero para obtener lo que quería de su matrimonio, iba a necesitar mucho más de lo que él le había ofrecido hasta el momento.

Iba a necesitar su corazón.

Que se lo entregara abierta y libremente, sin reservas.

¿Querría él ofrecérselo alguna vez?

Con un suspiro, cerró los ojos y puso su destino en manos de los dioses. En su mente adormecida, cobró forma una fantasía lejana…, de ella atravesando las colinas que, según había leído, se hallaban justo al norte de su castillo, cabalgando una yegua árabe de cascos raudos. Con él a su lado.

Al otro lado del bosque, Gyles se encontraba sentado contemplando la noche. Con una copa de coñac en la mano y la ventana abierta frente a su silla, cavilaba acerca de su alma y sus inclinaciones. No le gustaba lo que veía; no se sentía cómodo con las posibilidades.

La gitana era peligrosa. Demasiado peligrosa para arriesgarse a seducirla. Un hombre prudente sabía cuándo alejarse de la tentación.

Había decidido rehuirla y, sin embargo, en el instante en que la había visto se había lanzado a por ella. Sin pensarlo. Sin dudar.

La gitana le tenía tomada la medida.

En cuanto a lo que había sentido en el momento en que cayó…

Había hecho una proposición a Francesca Rawlings. Mañana se presentaría en la mansión Rawlings y recibiría la aceptación de su mano. Lo dispondría todo para casarse con ella -esa perfecta, mansa, afable mosquita muerta- tan rápidamente como fuera posible.

Después se marcharía.

Su mano apretó la copa, luego apuró su contenido y se puso en pie.

No volvería a encontrarse con la gitana.

Capítulo 4

Francesca habló con Charles, como había prometido. Y aunque éste se mostró comprensivo con la excitación de Chillingworth, también se había mostrado conmovedoramente consciente de su necesidad de salir a montar.

– No veo motivo -había dicho-, mientras vayas con precaución razonable, para que no sigas montando mis caballos de caza hasta que os caséis y él pueda proveerte de una cabalgadura adecuada. Después de todo, hace dos años que montas por el bosque y no ha habido que lamentar ningún percance.

Ese sentir era reflejo del de Francesca. En consecuencia, a la mañana siguiente, temprano, horas antes de lo que acostumbraba, estaba montando el rucio castrado por un camino de herradura distante unos pocos kilómetros de su ruta habitual entre la mansión y Lindhurst. Se sentía de un humor radiante, con el corazón ligero, mientras iba galopando. No la turbaba la menor pizca de culpabilidad; había hecho todo lo posible por no desairar a Chillingworth.

Entró en el siguiente claro a un trote ligero.

Montado en su zaino, lo vio avanzar hacia ella.

Lo primero que notó fue un sentimiento de traición.

Luego le distinguió la cara, vio cómo su gesto se endurecía, advirtió una furia que relampagueaba para fundirse con algo más ardiente. La sensación de traición se vio ahogada por otra de alarma.

Entonces él espoleó su caballo y fue a por ella.

Francesca huyó. No se paró a pensar: no había sitio en su cabeza para el pensamiento racional. Cuando un hombre miraba a una mujer de esa manera y a continuación cargaba hacia ella, sólo había una reacción sensata.

Había un camino de herradura a menor distancia de la que la separaba de él; lo tomó, lanzando al rucio sobre la pista. El zaino se lanzó en pos de ellos. Ella soltó las riendas. Podía oír el retumbar de los cascos del zaino por encima de la reverberación de las zancadas del rucio y de los frenéticos latidos de su propio corazón. Sintió su pecho atenazado, estrujándole el corazón hacia la garganta. El viento de su carrera le disparaba el pelo hacia atrás, enredando sus rizos en una maraña, como una estela.