– No puedo obligarle a algo así.

– No es una obligación. Usted pagará la gasolina, ¿le parece bien? Justo en ese momento, Marta salió al patio. Arrancó varias ramitas de albahaca de un tiesto y se las llevó a la cocina.

Él bebió un sorbo de chianti.

– Mañana tengo el día libre. ¿Le gustaría ir a Siena en primer lugar? O quizás a Monteriggioni. Un pueblecito exquisito. Dante escribió allí el Inferno.

A Isabel se le erizó la piel al oír aquel nombre. Pero Dante, el gigoló, no existía, se trataba de Lorenzo Gage, una estrella de cine con aires de casanova que había compartido con ella su vergüenza. Ahora que lo conocía, no le costaba creer que hubiese arrastrado a Karli Swenson al suicidio. Isabel iba a hacer todo lo posible por no volver a verlo nunca más.

– Lo cierto es que he venido aquí a trabajar, y tengo que empezar mañana.

– ¿Trabajar? Eso está mal. Pero aun así podemos hacer todos esos paseos. -Sonrió con naturalidad, se acabó el vino y anotó un número de teléfono en un papel que sacó del bolsillo-. Si necesita algo, llámeme. -Gracias.

Él la obsequió con una deslumbrante sonrisa y se despidió con la mano mientras se alejaba. Como mínimo, ese chico estaba dispuesto a desalojarla con encanto. ¿Tal vez se estaba pasando de suspicaz? Sacó su ejemplar de Yogananda, Autobiografía de un yogui, pero en lugar de leerlo acabó cogiendo su guía de viaje. Mañana tendría que empezar a reinventar su carrera.

Empezaba a oscurecer cuando volvió a la casa, y las olorosas fragancias llenaban la cocina. Entró justo en el momento en que Marta colocaba un cuenco de sopa de aspecto potente en una bandeja cubierta con un paño de lino. La bandeja tenía también una copa de chianti, así como un plato con rodajas de tomate cubiertas con negras y arrugadas aceitunas y una crujiente rebanada de pan. Cualquier esperanza que Isabel albergase respecto a que aquella comida estuviese destinada a ella se desvaneció cuando Marta salió por la puerta con la bandeja. Un día de estos tendría que aprender a cocinar.

Durmió bien aquella noche, y por la mañana se levantó a las ocho en lugar de a las seis como tenía pensado. Bajó de la cama y fue al baño. Tendría que reducir sus oraciones y su sesión de meditación o no cumpliría con la agenda. Abrió el grifo para lavarse la cara, pero no salió agua caliente. Bajó las escaleras y probó en el fregadero. Nada. Salió en busca de Marta para decirle que no había agua caliente, pero no la encontró. Finalmente recurrió a la tarjeta que había dejado Giulia Chiara.

– Sí, sí -dijo Giulia cuando contestó el teléfono-. Es muy difícil para usted estar ahí mientras hay tanto trabajo que hacer. En la casa del pueblo no tendría que preocuparse por esas cosas.

– No voy a trasladarme al pueblo -dijo Isabel con firmeza-. Ayer hablé con… con el propietario. ¿Podrías ocuparte de que haya agua caliente lo antes posible?

– Veré lo que puedo hacer -dijo Giulia con reservas.


Casalleone tenía una muralla romana, la campana de la iglesia tocaba cada media, y había niños por todas partes. Se llamaban unos a otros en los patios y corrían junto a sus madres por las estrechas y empedradas calles que formaban aquel laberinto. Isabel sacó la tarjeta de Giulia y comprobó la dirección. Aunque el nombre de la calle era parecido, no era el mismo.

Había pasado un día desde que habló con la agente inmobiliaria, y seguía sin haber agua caliente. Había llamado a Anna Vesto, pero el ama de llaves había fingido no entender inglés y había colgado. Marta parecía ajena al problema. Según indicaba su agenda, Isabel tendría que haber estado escribiendo en esos momentos, pero el asunto del agua la distraía. Por otra parte, no tenía nada sobre lo que escribir. Aunque habitualmente se manejaba muy bien con la autodisciplina, esa mañana se había levantado tarde de nuevo, no había meditado, y las únicas palabras que había escrito en dos días habían sido cartas para los amigos.

Se acercó a una joven que cruzaba la pequeña plaza del pueblo con un niño pequeño de la mano.

– Scusi, signora. -Le mostró la tarjeta de Giulia-. ¿Podría decirme dónde está la Via San Lino?

La mujer cogió al niño en brazos y echó a correr.

– Bueno, perdóoooon. -Frunció el entrecejo y se dirigió a un hombre de mediana edad vestido con una andrajosa chaqueta con coderas-. Scusi, signore. Estoy buscando la Via San Lino.

Cogió la tarjeta de Giulia, la estudió un momento y luego estudió a Isabel. Dijo algo que sonaba como una maldición, se metió la tarjeta en el bolsillo y se largó.

– ¡Eh!

La siguiente persona le dijo «non parlo inglese» cuando le preguntó por la Via San Lino, pero un joven entrado en carnes con una camiseta amarilla le indicó el camino. Por desgracia, sus indicaciones fueron tan complicadas que Isabel acabó llegando a un almacén abandonado al final de un callejón.

Decidió acudir a la tienda del pueblo en la que atendía la amistosa mujer que había conocido el día anterior. Camino de la piazza, pasó por delante de una zapatería y una profumeria donde vendían cosméticos. Las ventanas de las casas que daban a la calle estaban cubiertas con cortinas de ganchillo, y la colada colgaba de cuerdas por encima de su cabeza. «Secadoras italianas», las denominaba la guía de viaje. Dado que la electricidad era muy cara, las familias no disponían de secadoras eléctricas.

Su olfato la condujo hasta una pequeña panadería, donde le compró una tartaleta de higo a una ruda muchacha pelirroja. Cuando salió, alzó la vista hacia el cielo. Las altas nubes parecían tan mullidas que podrían haberlas cosido a un pijama de franela. Era un día hermoso, y ni siquiera un centenar de malcarados italianos podrían estropeárselo.

De camino a la tienda de comestibles se topó con un quiosco que tenía un expositor de postales de viñedos, campos de flores y encantadoras ciudades toscanas. Al detenerse para elegir algunas, se dio cuenta de que muchas postales mostraban el David de Miguel Ángel o, como mínimo, una parte significativa del mismo. El pene de mármol de la estatua le apuntaba directamente, tanto de frente como de lado. Sacó una postal para examinarla más de cerca. El David parecía poco dotado en el aspecto de genitales.

– ¿Habías olvidado cómo son, hija mía?

Se volvió para verse a sí misma reflejada en unas gafas de sol con montura de acero. Pertenecían a un sacerdote alto, vestido de negro, con un bigote tupido y oscuro. Era un hombre excepcionalmente feo, pero no debido al bigote, que ya de por sí era bastante desagradable, sino a una cicatriz rojiza que le recorría la mejilla hasta el extremo de un ojo.

Una mejilla que a Isabel le resultaba muy familiar.

7

Isabel resistió el impulso de devolver la postal al expositor.

– Estoy comparándolas con algo similar que vi no hace mucho. Los de la estatua son mucho más impresionantes -dijo, aunque no era cierto. El sol se reflejó en los cristales de las gafas cuando él sonrió. -Hay algunos calendarios pornográficos en el interior, en caso de que te interese.

– No me interesa. -Dejó la postal en su sitio y echó a andar por la empinada calle.

Él dio un par de zancadas para colocarse a su lado, moviéndose dentro de aquella larga sotana con la misma gracia que lo hacía en ropa de calle; Lorenzo Gage estaba acostumbrado a los disfraces.

– Si deseas confesar tus pecados, soy todo oídos -dijo.

– Mejor busca algunas colegialas a las que molestar.

– Tienes la lengua afilada esta mañana, Fifi. Mereces un centenar de Ave Marías por insultar a un servidor de Dios.

– Lo mismo digo, señor Gage. En Italia es delito suplantar a un sacerdote. -Vio a una atribulada madre joven saliendo de una tienda con dos gemelos y la llamó-. Signora! ¡Este hombre no es un sacerdote! Es Lorenzo Gage, el actor americano.

La mujer la miró como si fuese una lunática, y se alejó con sus hijos a toda prisa.

– Buen intento. Probablemente hayas traumatizado a esos niños de por vida.

– Si no es delito, debería serlo. Ese bigote parece una tarántula muerta sobre tu labio. ¿Y no crees que esa cicatriz es un poco excesiva?

– Mientras me permita moverme de un lado a otro libremente, no me importa.

– Si deseas anonimato, ¿por qué no te quedas en casa?

– Porque me encanta caminar.

Ella le observó.

– La última vez que te vi ibas armado. ¿Llevas algún arma bajo la sotana?

– No, aparte de los explosivos que llevo pegados al pecho.

– Vi la película. Horrorosa. Toda esa escena no era sino una glorificación de la violencia y una excusa para mostrar tus músculos.

– Recaudó ciento cincuenta millones.

– Lo cual demuestra mi teoría acerca de los gustos del público americano.

– Hay personas que viven en cúpulas de cristal, doctora Favor…

O sea que había descubierto quién era.

Se ajustó las gafas de sol sobre su perfecta nariz.

– Nunca he prestado atención a la autoayuda, pero incluso así he oído hablar de ti. ¿Tu doctorado es real o de pega?

– Tengo un doctorado en psicología, lo que me faculta para realizar diagnósticos precisos: eres un gilipollas. Y ahora déjame en paz.

– De acuerdo, me has tocado la moral. -Alargó la zancada-. Yo no te forcé aquella noche, y no voy a pedirte perdón.

– ¡Fingiste ser un gigoló!

– Sólo en tu febril imaginación.

– Hablabas italiano.

– Y tú hablabas francés.

– Lárgate. No, espera. Eres mi casero, y no tengo agua caliente.

Él saludó con la cabeza a un par de ancianas que pasaban cogidas del brazo y las bendijo haciendo la señal de la cruz, lo cual le condenaba sin duda a pasar un milenio extra en el purgatorio. Ella se dio cuenta de que parecía su cómplice, por lo que echó a caminar de nuevo. Por desgracia, él la siguió.

– Por qué no tienes agua caliente? -preguntó.

– No lo sé. Y tus empleados no están haciendo nada al respecto.

– Esto es Italia. Esas cosas requieren tiempo.

– Soluciónalo.

– Veré qué puedo hacer. -Se acarició la falsa cicatriz-. Doctora Isabel Favor, me resulta difícil creer que me fuese a la cama con la guardiana new age de la virtud americana.

– No soy new age. Soy una moralista a la vieja usanza, por eso me parece tan repugnante lo que hice. Pero en lugar de lamentarme, superaré el trauma e intentaré olvidarlo.

– Tu prometido te ha dejado y tu carrera se ha venido abajo. Eso te faculta para el olvido. Pero no tendrías que haber cometido fraude con tus impuestos.

– Fue mi contable.

– Creía que alguien con un doctorado en psicología sería más perspicaz a la hora de contratar a su contable.

– Eso es lo que tú crees. Pero como tal vez hayas notado, he desarrollado un gran paréntesis en lo que respecta a tratar con gente inteligente.

– ¿Dejas que muchos hombres te lleven al huerto? -Su leve sonrisa tenía un deje diabólico.

– Déjame en paz.

– No intento juzgarte, de verdad. Sólo siento curiosidad. -Guiñó su ojo bueno al salir de la sombría calle a la piazza.

– Nunca permito que un hombre me lleve al huerto. ¡Nunca! Esa noche… esa noche había perdido el juicio. Si me has contagiado alguna enfermedad…

– Pasé un constipado hará unas dos semanas, pero aparte de eso…

– No te hagas el gracioso. Leí una de tus entrevistas. Según tus propias palabras, tú… Veamos, ¿cómo lo dijiste? ¿Habías «follado con quinientas mujeres»? Incluso dando por hecho cierto grado de exageración, eres una pareja de alto riesgo.

– Esa entrevista ni siquiera se acerca a la realidad.

– ¿No lo dijiste?

– Bueno, me has pillado.

Le dedicó lo que ella imaginaba una mirada fulminante, pero como no tenía mucha práctica en ese tipo de cosas, probablemente se quedó corta.

Él bendijo a un gato que pasaba.

– Era un actor joven intentando conseguir publicidad cuando concedí esa entrevista. Hay que esmerarse para ganarse el pan.

Ella sintió la tentación de preguntarle con cuántas mujeres había yacido en realidad, y el único modo con que consiguió resistirse fue apretando el paso.

– Un centenar como mucho.

– No te lo he preguntado -replicó-. Resulta desagradable.

– Estaba bromeando. No soy tan promiscuo. Serás una especie de gurú, pero no tienes sentido del humor.

– No soy una especie de gurú, y resulta que tengo un sentido del humor muy desarrollado. ¿Por qué si no estaría hablando contigo?

– Si no quieres que te juzgue por lo que pasó la otra noche, tampoco deberías juzgarme a mí. -Le agarró la bolsa y metió la mano dentro-. ¿Qué es esto?