– Una tartaleta. Y es mía. ¡Eh! -Observó cómo él le daba un bocado considerable.
– Está buena -dijo con la boca llena-. ¿Quieres un poco?
– No, gracias. Disfruta.
– Tú te lo pierdes. -Se acabó la tartaleta-. La comida en Estados Unidos nunca sabe tan buena como aquí. ¿Te has dado cuenta?
Ella también lo creía así, pero entró en la tienda de comestibles y le ignoró.
El no la siguió. A través del escaparate, le vio acuclillarse para acariciar a un perro viejo que se le había acercado. La amable señora que le había vendido la miel no estaba allí. En su lugar, había un señor mayor ataviado con un delantal de carnicero. La miró mientras ella sacaba la lista que había elaborado con la ayuda de un diccionario de italiano. Pensó que la única persona amistosa con la que se había cruzado ese día era Lorenzo Gage. Se trataba de un pensamiento desolador.
Él estaba apoyado contra la fachada leyendo un periódico italiano cuando ella salió. Se lo colocó bajo el brazo e intentó cogerle las bolsas.
– Ni hablar. Te lo comerías todo. -Avanzó en busca de la calle lateral en la que había aparcado el coche.
– Debería desalojarte de la casa.
– ¿Por qué motivo?
– Por ser… ¿cuál es la palabra?… ah, sí… malintencionada.
– Sólo contigo. -Se dirigió a un hombre que tomaba el sol sentado en un banco-. Signore! Este hombre no es un sacerdote. Es…
Gage le cogió las bolsas y le dijo al hombre algo en italiano, que por respuesta chasqueó la lengua.
– ¿Qué le has dicho?
– Que eres una pirómana o una carterista. Siempre confundo esas dos palabras.
– Eso no tiene gracia. -Lo cierto era que sí la tenía, y si lo hubiese dicho otra persona probablemente se habría reído-. ¿Por qué me sigues? Estoy segura de que hay docenas de mujeres necesitadas de compañía en este pueblo. -Un hombre impolutamente vestido la miró desde la puerta de una tienda de fotografía.
– No te estoy siguiendo. Estoy aburrido. Eres el mejor entretenimiento del pueblo. Por si no te has dado cuenta, a la gente de aquí no pareces gustarle.
– Me he dado cuenta.
– Eso es porque pareces altiva.
– No parezco nada altiva. Se cierran en banda sólo para protegerse.
– Sí que pareces altiva.
– Yo de ti pediría que me enseñasen las facturas de alquiler de la casa en que me alojo.
– Justo lo que más me apetece en vacaciones.
– Algo raro está pasando, y creo que sé exactamente de qué se trata. -Ahora me siento mucho mejor.
– ¿Quieres que te lo diga o no?
– No.
– Se supone que tu casa está para ser alquilada, ¿no es así? -Supongo que sí.
– Pues bien, si investigas un poco, descubrirás que no es así. -Y tú sabes por qué…
– Porque Marta piensa que la casa es suya, y no quiere compartirla con nadie.
– ¿La hermana del difunto Paolo?
Isabel asintió.
– La gente de los pueblos pequeños forma una piña contra los forasteros. Entiende cómo se siente Marta y está protegiéndola. Me sorprendería que te hubiese pagado alguna vez el alquiler de esa casa, aunque no lo necesites.
– Tu teoría de la conspiración hace agua. Si ella puede hacer que la casa no se alquile, ¿cómo es que tú…?
– Alguna clase de triquiñuela.
– De acuerdo, voy a sacarla de allí. ¿Tendré que matarla?
– No tienes que echarla, aunque no me cae demasiado bien. Y tampoco le exijas el alquiler. Tienes que pagarle. El jardín es increíble. -Ella frunció el entrecejo cuando él empezó a rebuscar en una bolsa-. Lo que intento decirte…
Ella recuperó la bolsa.
– La cuestión es que soy la parte inocente. He alquilado la casa de buena fe, y espero disponer de agua caliente.
– Ya te he dicho que me ocuparé de eso.
– Y no soy altiva. Se habrían mostrado hostiles con cualquiera que hubiese alquilado esa casa.
– ¿Puedo discrepar contigo sobre eso?
No le gustaba su engreimiento. Ella tenía fama de serena y valiente, pero a su lado se sentía vulnerable.
– Resulta significativa la cicatriz de tu mejilla.
– Estás utilizando tu registro de loquera, ¿verdad?
– Sin duda es algo simbólico.
– ¿Qué quieres decir?
– Una representación de tus cicatrices internas. Cicatrices causadas por… bueno, no sé… ¿la lujuria, la depravación, el libertinaje? ¿O se trata de sentido de culpa?
Había estado pensando en el modo en que él la había tratado, y ahora se dio cuenta de que sus palabras habían dado en el clavo, y sospechó que ese clavo era Karli Swenson. Gage no había conseguido olvidar el suicidio de la actriz, y la comisura de su boca le delataba.
– Forma parte de mi equipaje de actor.
Él estaba tocado, que era exactamente lo que ella quería, pero apreció un fugaz destello de dolor en su rostro que la preocupó. Isabel tenía muchos defectos, pero la crueldad deliberada no era uno de ellos.
– No quería decir…
Él consultó su reloj y dijo:
– Es mi hora de escuchar confesiones. Ciao, Fifi. -Y se alejó.
Isabel se recordó que él le había dedicado un buen puñado de pullas, así que no había razón alguna para disculparse. Pero su pulla había hecho daño, y ella era una sanadora por naturaleza, no una ejecutora. Aun así, casi le dio un vuelco el corazón al oírse decir:
– Mañana iré a Volterra a dar un paseo.
Él volvió la cabeza y alzó una ceja.
– ¿Es una invitación?
¡No! Pero su conciencia se impuso sobre sus necesidades personales.
– Es un soborno para conseguir agua caliente.
– De acuerdo, acepto.
– Bien. -Se maldijo a sí misma-. Yo conduciré -añadió de mala gana-. Pasaré a buscarte a las diez.
– ¿De la mañana?
– ¿Supone algún problema? -Un problema para ella. Según su agenda, a las diez debería estar escribiendo.
– Bromeas, ¿verdad? Eso es antes de que amanezca.
– Lo lamento. Elige tú la hora.
– Estaré preparado a las diez. -Echó a andar de nuevo pero se detuvo otra vez-. No volverás a pagarme si nos acostamos, ¿verdad?
– Haré todo lo posible para resistir la tentación.
– Bravo, Fifi. Te veré al alba.
Ella subió a su coche. Al mirar a través del parabrisas, se recordó que tenía un doctorado en psicología, lo cual la facultaba para realizar diagnósticos acertados: ella era una idiota.
Ren pidió un café espresso en la barra del bar de la piazza. Se llevó la pequeña taza a una mesa redonda de mármol y se sentó a ella para disfrutar del lujo de no ser molestado en un lugar público. Después de dejar que el café se enfriase un poco, se lo bebió de un trago como solía a hacer su nonna. Era fuerte y amargo, tal y como a él le gustaba.
Esperaba no haber dejado que la pendenciera doctora Favor se hubiese mofado finalmente de él. Estaba demasiado acostumbrado a rodearse de aduladores que nunca le llevaban la contraria. Pero a ella no le impresionaba su fama. Por el amor de Dios, ni siquiera le gustaban sus películas. Y la brújula moral que acarreaba consigo era tan pesada que apenas podía permanecer en pie. Así pues, ¿realmente tenía la intención de pasar el día con ella?
Por supuesto. ¿Cómo iba a conseguir desnudarla otra vez si no?
Sonrió y jugueteó con la taza. La idea lo había asaltado cuando la vio mirando la postal. Tenía la frente arrugada debido a la concentración, y se mordía aquellos turgentes labios que ella intentaba disimular con sosos pintalabios. Llevaba el cabello, rubio con mechas, peinado a la perfección, excepto un mechón que caía sobre su mejilla. Ni el caro cardigan que llevaba sobre los hombros ni su vestido abotonado color crema conseguían ocultar las curvas de su cuerpo a pesar de sus maneras de buena chica.
Se retrepó en la silla y no dejó de darle vueltas a la idea. Algo había ido mal la primera vez que la buena doctora y él habían hecho el amor, pero se aseguraría de que no volviese a suceder, lo cual significaba ir un poco más despacio de lo que le gustaba.
Al contrario de lo que opinaban de él, tenía conciencia, y acababa de hacerle un rápido repaso. No. Ni un solo remordimiento. La doctora Fifi era una mujer adulta, y si no se sintiese atraída por él no se habrían acostado aquella noche. No obstante, ahora se le resistía. Pero ¿realmente valía la pena esforzarse en seducirla?
Sí, ¿por qué no? Le intrigaba. A pesar de su afilada lengua, mostraba una decencia respecto a sí misma que resultaba extrañamente atractiva, y habría apostado a que ella creía en lo que predicaba. Lo cual significaba -al contrario que la primera vez- que esperaba algún tipo de relación previa.
Dios, odiaba esa palabra. Él no mantenía relaciones, al menos con cierto grado de sinceridad. Pero si se mantenía lo bastante firme, sin bajar la guardia durante un solo segundo y se mostraba dubitativo todo el tiempo, tal vez podría esquivar la cuestión de la relación.
Hacía mucho tiempo que no iba tras alguna mujer que le interesase, por no decir una que supusiese un verdadero entretenimiento. La noche anterior había dormido bien por primera vez en meses, y a lo largo del día no había necesitado sacar su cigarrillo de emergencia. Por otra parte, cualquiera podía ver que a la doctora Fifi le iría bien un poco de perversión. Y él era el hombre adecuado para llevarla por la mala senda.
Un chorro de agua caliente le dio los buenos días a Isabel la mañana siguiente. Se dio un cálido baño, tomándose su tiempo para lavarse el pelo y depilarse las piernas. Pero su gratitud hacia su casero se vino abajo al comprobar que el secador de pelo no funcionaba, y no tardó en descubrir que no había electricidad en toda la casa.
Observó su pelo secado con la toalla en el espejo. Se le habían formado unos tirabuzones rubios a la altura de las orejas. Sin el efecto del secador y el cepillo, su cabeza era un amasijo de rizos que ningún acondicionador o gel fijador podía domar. En unos veinte minutos, su aspecto era tan caótico como el que solía ofrecer su madre cuando regresaba a casa tras una de sus tutorías personalizadas con algún estudiante de postgrado.
Las raíces psicológicas que se escondían bajo la necesidad de orden de Isabel no eran demasiado profundas. Librarse del desorden y la variabilidad constituía un objetivo bastante predecible para alguien que había crecido en medio del caos. Barajó la posibilidad de telefonear a la villa y cancelar el paseo, pero Gage habría pensado que le tenía miedo. Aparte de eso, no estaba obsesionada con su cabello. Sencillamente le desagradaba el desaliño.
Para compensarlo, se puso un sencillo y ligero vestido negro sin cuello. Tras añadirle unas sandalias, el brazalete de oro con la inscripción RESPIRA y un sombrero de paja bien encajado sobre sus rizos, se sintió preparada para salir. Quiso meditar un momento para calmarse, pero su mente se negó a hacerlo.
Había planeado llegar a la villa con quince minutos de retraso por el mero placer de hacer esperar a la estrella cinematográfica, y a las diez y cinco empezó a hiperventilarse y se encaminó al coche. Se miró en el retrovisor cuando se detuvo frente a la entrada principal de la villa. Estuvo a punto de salir corriendo hacia la casa al ver los rizos que escapaban por debajo del sombrero.
Se percató de la presencia de un hombre escondido tras los arbustos y sintió un involuntario fogonazo de simpatía por Gage. A pesar de su disfraz del día anterior, no había podido mantener su escondite a resguardo de sus admiradores.
El hombre vestía una fea camisa, bermudas anchas que le llegaban casi hasta las rodillas, unas grandes sandalias con gruesas suelas y calcetines blancos. Una gorra de los Lakers hacía sombra en su cara, y una cámara colgaba de su cuello. Una riñonera roja pendía de su cintura como una berenjena. Él vio el coche y se acercó, bamboleándose al caminar como las personas con sobrepeso.
Ella se preparó para la confrontación, pero entonces miró con mayor detenimiento. Con un gemido, se golpeó la frente contra el volante.
Él asomó la cabeza por la ventanilla y dijo:
– Buenos días, Fifi.
8
– ¡Me niego a que me vean contigo en público!
El se golpeó las rodillas contra el salpicadero al subir al Panda.
– Créeme, disfrutarás más del día de este modo. Sé que a ti te resulta difícil creerlo, pero los italianos adoran mis películas.
Ella observó su horroroso atuendo.
– Quítate esa espantosa riñonera.
– No me puedo creer que haya salido de la cama tan temprano sin tener que ir a trabajar. -Reclinó el asiento y cerró los ojos.
– La riñonera no viene con nosotros. Puedo soportar los calcetines blancos y las sandalias, pero no la riñonera. -Le miró otra vez-. No, tampoco soporto los calcetines blancos. Tienes que deshacerte de ambas cosas.
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