Cuando se le acercó, él hizo un gesto hacia los canarios.

– No estoy pensando en cargármelos, si es eso lo que te preocupa.

– Supongo que dos pajarillos no suponen reto suficiente para ti. -Ella tocó el cerrojo de la jaula-. No le des demasiada importancia pero, hablando objetivamente, me pareces un actor estupendo. Apuesto a que serías capaz de interpretar el papel de un gran héroe si te lo propusieses.

– ¿Otra vez con eso?

– ¿No sería hermoso salvar a una chica, para variar, en lugar de acabar con ella?

– No se trata siempre de mujeres. Soy una bestia equitativa. Y ya traté de salvar a una en una ocasión, pero no funcionó. ¿Has visto por casualidad Noviembre es el momento?

– No.

– Ni tú ni nadie. Interpreté a un noble pero ingenuo doctor que se ve envuelto en una trama médica mientras lucha por salvar la vida de la heroína. Fue un fracaso.

– Tal vez fallaba el guión.

– O tal vez no. -La miró-. Ésa es la lección que he aprendido de la vida, Fifi: hay quien ha nacido para interpretar al héroe y quien ha nacido para interpretar al malo. Luchar contra tu destino hace que la vida sea más dura de lo que tendría que ser. Aparte de eso, la gente recuerda durante más tiempo al malvado y se olvida pronto del héroe.

Si no hubiese apreciado aquel deje de dolor en su rostro el día anterior, tal vez lo habría dejado correr, pero rebuscar en la psique de las personas era su segunda obsesión.

– Hay una enorme diferencia entre interpretar al malo en la pantalla e interpretarlo en la vida real, o como mínimo sentir que uno lo es.

– No eres muy sutil. Si quieres saber cosas de Karli, pregúntame directamente.

Ella no había pensado sólo en Karli, pero no le contradijo.

– Quizá necesites hablar de lo que ocurrió. La oscuridad pierde parte de su poder cuando viertes sobre ella algo de luz.

– Espérame aquí un momento, ¿vale? Tengo que ir a vomitar.

Isabel no se sintió ofendida. Se limitó a bajar la voz y hablar con mayor suavidad.

– ¿Tuviste algo que ver con su muerte, Ren?

– No vas a cerrar la boca, ¿verdad?

– Me has dicho que te preguntase. Pues te pregunto.

Él le dedicó una encendida mirada, pero no siguió caminando.

– Ni siquiera habíamos hablado desde hacía un año. Y cuando nos veíamos, ninguno de los dos demostraba demasiada pasión. No se mató por mi culpa. Murió porque era drogadicta. Por desgracia, los periodistas menos escrupulosos querían una historia más sensacionalista, así que se la inventaron, y como nunca he desmentido ni confirmado nada de lo que dijeron de mí en la prensa, ni siquiera he podido lamentar su pérdida. ¿Acaso podría?

– Claro que puedes. -Isabel rezó una rápida plegaria por el alma de Karli Swenson, sólo unas pocas palabras, pero, habida cuenta de su actual vacío espiritual, agradeció poder siquiera rezar un poco-. Lamento que hayas tenido que pasar por eso.

La grieta en su armadura de autoprotección había sido muy pequeña, y no tardó en recuperar sus aires de malvado.

– No necesito tu empatía. La mala prensa no hace sino aumentar mi atractivo profesional.

– Touché. Me retracto.

– No vuelvas a hacerlo. -La agarró del brazo para conducirla entre la multitud.

– Si algo he aprendido, es a no contrariar a nadie que lleve una riñonera.

– Graciosa.

Ella sonrió entre dientes.

– ¿Has visto cómo nos mira la gente? No pueden entender cómo una mujer como yo puede ir con un cretino como tú.

– Creen que soy rico y que tú eres una chuchería por la que he pagado.

– ¿Una chuchería? ¿En serio? -Le gustaba cómo sonaba.

– No te alegres tanto. Tengo hambre. -La arrastró hasta una pequeña gelateria, donde, tras una vitrina de cristal, se exponían los recipientes de delicioso helado italiano.

Ren se dirigió al adolescente que atendía tras el mostrador en un italiano macarrónico aderezado con un acento sureño que a Isabel casi le hizo reír. Él la miró de soslayo y, poco después, salió de la tienda con dos cucuruchos. Probó el de mango y frambuesa con la punta de la lengua.

– Podrías haberme preguntado qué sabor prefería.

– ¿Para qué? Te habrías limitado a pedir vainilla.

Habría pedido chocolate.

– No lo sabes.

– Eres una mujer que apuesta siempre sobre seguro.

– ¿Cómo puedes decir eso después de lo que ocurrió?

– ¿Te refieres a nuestra noche… pecaminosa?

– No quiero hablar de eso.

– Lo cual demuestra lo que he dicho. Si no te gustase apostar sobre seguro, no seguirías obsesionada con lo que pudo haber sido una experiencia memorable.

A ella le habría gustado que no la definiese en esos términos.

– Si hubiese estado bien sexualmente… Bueno, habría merecido la pena obsesionarse. -Ralentizó el paso y se quitó las gafas para mirarla a los ojos-. Ya sabes lo que quiero decir con «bien», ¿o no, Fifi? Cuando te sientes tan a gusto que lo único que deseas es quedarte en la cama el resto de tu vida. Cuando no acabas de llenarte del cuerpo del otro, cuando parece que cada roce es de seda, cuando estás tan excitado que…

– Entiendo. No necesito más ejemplos. -Se dijo que se trataba de otro de los trucos de Ren Gage y que lo que buscaba era incomodarla con aquella insinuante mirada y aquella voz seductora. Tomó aire para tranquilizarse.

El sol le calentaba los hombros desnudos. Pasó un adolescente montado en un scooter. Apreció el olor de las hierbas aromáticas y del pan recién hecho que impregnaba el aire. Sus brazos se rozaron. Ella lamió su helado, deshaciendo el mango y la frambuesa sobre sus papilas gustativas. Sentía despiertos todos sus sentidos.

– ¿Intentas seducirme? -dijo Ren y volvió a colocarse las gafas.

– ¿De qué estás hablando?

– De eso que estás haciendo con la lengua.

– Me estoy comiendo mi gelato.

– Estás jugueteando con él.

– No estoy… -Isabel se detuvo y lo miró-. ¿Te excita?

– Tal vez.

– ¡Sí! -Una sensación de felicidad inundó su cuerpo-. De modo que verme comer el helado te excita.

Él torció el gesto.

– En los últimos tiempos no he disfrutado de mucho sexo, así que no hace falta gran cosa para excitarme.

– Sí, claro. ¿Cuánto hace? ¿Cinco días?-Nuestro triste encuentro no cuenta.

– Por qué no? Tú quedaste satisfecho.

– ¿Ah, sí?

Ella dejó de sentirse feliz al instante.

– ¿No fue así?

– ¿He herido tus sentimientos? -repuso él.

Ella se dio cuenta de que a Ren no parecía preocuparle. No sabía si mostrarse sincera o no. Mejor no.

– Me has destrozado -dijo-. Y, ahora, vayamos a ese museo antes de que me desmorone.

– Altiva y sarcástica.

Comparados con los fascinantes museos que había en Nueva York, el museo etrusco Guarnacci no era nada impresionante. El desvencijado y pequeño vestíbulo era un poco lúgubre, pero a medida que recorrían la planta baja pudo ver un montón de fascinantes artilugios: armas, joyas, recipientes, amuletos y objetos del culto. Lo más impresionante, sin embargo, era la extraordinaria colección de urnas funerarias de alabastro.

Recordaba haber visto unas cuantas urnas en otros museos, pero en aquél había centenares de ellas apretujadas en viejas vitrinas de cristal. Diseñadas para contener las cenizas de los muertos, las urnas rectangulares variaban de tamaño, desde algo similar a un buzón de correos rural a algo parecido a una caja de herramientas. Muchas estaban rematadas con figuras reclinadas: algunas de mujeres, otras de hombres, y con escenas mitológicas, así como de todo tipo, desde batallas a banquetes, grabadas en relieve en los lados.

– Los etruscos no dejaron literatura alguna -dijo Ren cuando subieron finalmente las escaleras que llevaban a la segunda planta, donde encontraron más urnas apretujadas en vitrinas de cristal-. Mucho de lo que sabemos de su vida cotidiana se debe a estos relieves.

– Son mucho más interesantes que las lápidas modernas de nuestros cementerios. -Isabel se detuvo frente a una gran urna con las figuras de una pareja de ancianos en lo alto.

– La Urna degli Sposi -dijo Ren-. Una de las urnas más famosas del mundo.

Isabel observó a la pareja de caras arrugadas.

– Qué aspecto tan realista. Si sus ropas fuesen diferentes, podría tratarse de una pareja actual. -La fecha indicaba el año 90 a.C.-. Ella parece adorarle. Sin duda fue un matrimonio feliz.

– He oído decir que esas cosas existen.

– Pero no para ti, ¿verdad? -Intentó recordar si había leído algo respecto a si estaba o había estado casado.

– Es cierto, no para mí.

– ¿Lo has intentado?

– Cuando tenía veinte años. Con una chica que conocía desde pequeño. Duró un año, aunque fue un desastre desde el principio. ¿Y tú?

Ella negó con la cabeza.

– Creo en el matrimonio, pero no es para mí.

Su ruptura con Michael la había obligado a afrontar la verdad. No habían sido sus múltiples compromisos lo que le habían impedido planear su boda. Había sido cosa de su subconsciente, que no dejaba de advertirle que el matrimonio no sería bueno para ella, aun cuando fuese con un hombre tan bueno como Michael. No creía que todos los matrimonios resultaran tan caóticos como el de sus padres, pero el matrimonio era perjudicial por naturaleza, y su vida sería mejor sin él.

Entraron en otra sala, y ella se detuvo con gesto de asombro.

– Qué es eso?

Él siguió la dirección de su mirada.

– El plato fuerte del museo.

En el centro de la sala, una única vitrina de cristal encerraba una extraordinaria estatua de bronce de un joven desnudo. Medía unos sesenta centímetros de altura pero sólo unos pocos de anchura.

– Es una de las piezas etruscas más famosas del mundo -dijo Ren mientras se aproximaban-. Tenía dieciocho años la última vez que la vi, pero sigo recordándola.

– Es preciosa.

– Se llama Ombra della Sera, la sombra del atardecer. Es fácil entender por qué.

– Oh, sí. -La forma alargada del chico recordaba a una sombra humana al finalizar el día-. Parece una pieza de arte moderno.

La escultura era muy detallista, además de tener cierto aire moderno. La cabeza de bronce con el cabello corto y sus suaves rasgos podría haber pertenecido a una mujer, de no haber sido por el pequeño pene. El chico era alto, con los delgados brazos colocados a los lados, y las piernas tenían unas diminutas protuberancias a modo de rodillas. Los pies, apreció Isabel, eran un poco grandes en relación con la cabeza.

– El hecho de ser un desnudo hace de esta estatua algo inusual -dijo Ren-. No lleva joya alguna que indique su estatus social, lo cual era importante para los etruscos. Probablemente se trate de una figura votiva.

– Es extraordinaria.

– Un agricultor la encontró en el siglo XIX, y la utilizó como atizador para la chimenea hasta que alguien reconoció lo que era.

– Imagínate, una tierra donde la gente puede encontrar cosas como ésta mientras trabaja la tierra.

– Las casas de toda la Toscana tienen escondites secretos con objetos etruscos y romanos guardados en los armarios. Tras unos cuantos vasos de grapa, los propietarios suelen enseñarlas.

– ¿Tienes un escondite de ésos en la villa?

– Por lo que sé, los objetos que coleccionaba mi tía están a la vista. Ven a cenar mañana y te los enseñaré.

– ¿Cenar? ¿Qué tal comer?

– Temes que me transforme en vampiro por la noche?

– Deberías saberlo.

Él rió.

– Ya he tenido suficientes urnas funerarias por hoy. Vamos a comer.

Ella echó un último vistazo ala escultura. Los conocimientos de historia de Ren la contrariaban. Prefería la imagen oficial que se había formado de él como alguien sexual en exceso, egocéntrico y sólo moderadamente inteligente. Aun así, dos aciertos de tres no estaba mal.

Media hora después, estaban tomando chianti en la terraza de un restaurante. Beber y comer parecía algo muy hedonista, pero estaba acompañada por Lorenzo Gage. Ni siquiera aquellas estúpidas prendas y las gafas de sol podían ocultar su decadente elegancia.

Untó un gnocchi en la salsa de aceite de oliva, ajo y salvia fresca.

– Voy a ganar cuatro kilos con esta comida.

– Tienes un cuerpo muy bonito. No te preocupes. -Ren se zampó otra de las almejas que había pedido.

– ¡Un cuerpo bonito? Lo dudo.

– No olvides que lo he visto, Fifi. Estoy capacitado para opinar.

– ¿Vas a empezar de nuevo?

– Tranquilízate, ¿de acuerdo? Hablas como si hubieses matado a alguien.

– Tal vez maté una parte de mi alma.

– Qué exagerada eres.

La expresión de aburrimiento de Ren la encendió.