– Violé todo aquello en lo que creo. El sexo es sagrado, y no me gusta ser hipócrita.
– Dios, debe de ser muy duro ser como eres.
– Es una especie de halago, ¿no?
– Me limitaba a señalar lo duro que ha de ser mantenerse en la estrecha senda de la perfección.
– De mí se han mofado mejores tipos que tú, y me he mostrado inmune. La vida es algo precioso. No me parece bien limitarse a pasar por ella sin más.
– Bueno, cargar con ella tampoco parece lo adecuado, ¿no? Por lo que he podido ver, eres desgraciada, estás arruinada y no tienes trabajo.
– ¿Y dónde te ha llevado a ti tu filosofía de vive-el-momento? ¿Qué has dado tú al mundo de lo que puedas sentirte orgulloso?
– Le he dado a la gente unas cuantas horas de entretenimiento. Es bastante.
– Pero ¿qué es lo que a ti te importa?
– ¿Ahora mismo? La comida, el vino y el sexo. Las mismas cosas que a ti. Y no trates de denigrar el sexo. Si no fuese importante, no habrías dejado que te llevase a la cama.
– Había bebido, y esa noche no tuvo nada que ver con el sexo, sino con que me sentía confusa.
– Tonterías. Además, no habías bebido tanto. Tuvo que ver con el sexo. -Alzó una ceja-. El sexo nos une.
– Te equivocas.
– Entonces ¿qué estamos haciendo aquí ahora?
– Estamos consolidando una especie de extraña amistad, eso es todo. Dos americanos en un país extranjero.
– Esto no es una amistad. Ni siquiera nos caemos demasiado bien. Lo que hay entre nosotros es un chisporroteo.
– ¿Un chisporroteo?
– Sí, un chisporroteo. -Ren pronunció la palabra como si fuese una caricia.
Un ligero escalofrío recorrió la espalda de Isabel, lo que le ofreció la posibilidad de mostrarse ofendida.
– Yo no siento ningún chisporroteo, como lo llamas.
– Ya me he dado cuenta. -Bueno, se lo había puesto fácil-. Pero quieres sentirlo. -De repente parecía muy italiano-. Y estoy preparado para ayudarte.
– Me conmueves.
– Lo único que digo es que me gustaría tener una segunda oportunidad contigo.
– No lo dudo.
– No quiero que haya máculas en mi expediente laboral, y soy consciente de que no llevé a buen término el trabajo para el que me contrataste.
– Estoy esperando que me devuelvas el dinero.
– Va contra la política de la empresa. Sólo aceptamos cambios. -Sonrió-. ¿No estás interesada?
– En absoluto.
– Creí que la sinceridad era un punto básico de las Cuatro Piedras Angulares.
– ¿Quieres sinceridad? De acuerdo. Admito que eres un hombre guapo. Deslumbrante, de hecho. Pero del modo en que lo son las fantasías y las películas. Superé ese tipo de fantasías cuando tenía trece años.
– ¿Y desde entonces arrastras tus problemas sexuales?
– Espero que hayas acabado de comer, porque yo sí he acabado. -Lanzó la servilleta sobre la mesa.
– Te creía lo bastante evolucionada como para no sucumbir a un arranque de mal humor.
– Creíste mal.
– Todo lo que te propongo es que amplíes un poco tus miras. Tu nota biográfica decía que tienes treinta y cuatro años. ¿No crees que eres un poco mayor para acarrear tanto equipaje?
– No tengo problemas sexuales.
Sus famosas cejas arqueadas la incomodaban. Él hizo una mueca.
– Guiado por la intención de ayudar a otro ser humano, una filosofía que tú deberías apreciar, estoy preparado para trabajar contigo en cada uno de esos problemas.
– Déjalo ya. Estoy intentando recordar si alguna vez me han ofrecido algo más insultante…
Él sonrió.
– No es un insulto, Fifi. Me excitas. En la combinación de un buen cuerpo, un cerebro de primera clase y una personalidad altiva hay algo que me resulta irresistible.
– Me conmueves de nuevo.
– Cuando ayer nos encontramos en el pueblo, fantaseé con verte desnuda otra vez, y espero no ser demasiado explícito, abierta de piernas. -La lenta sonrisa que fue esbozando tenía un deje juguetón más que malicioso. Se lo estaba pasando de maravilla.
– Ya… -Quiso mostrarse sofisticada, en plan Faye Dunaway de joven, pero no lo logró. Ese hombre era sexo embotellado, incluso cuando vestía de modo estrafalario. Siempre había admirado a la gente que tenía claros sus objetivos, así que lo más inteligente era que la racional doctora Favor tomase el control-. Me estás proponiendo que mantengamos una relación sexual.
El se pasó el pulgar por el lado de la boca.
– Lo que propongo es que pasemos todas las noches de las siguientes semanas dedicándonos a acariciarnos y juguetear. -Se recreó en la palabra, manteniéndola en los labios-. Lo que propongo es que no dejemos de hablar de sexo. Que no dejemos de pensar en el sexo. Que no dejemos de hacer…
– Estás improvisando o forma parte de un guión?
– … el amor hasta que no puedas caminar ni ponerte de pie. -Su voz era puro fuego-. Que hagamos el amor hasta gritar. Que hagamos el amor hasta que hayan desaparecido todos tus problemas sexuales y el único objetivo sea el orgasmo.
– Mi día de suerte. Obscenidades gratis. -Se subió las gafas de sol sobre la nariz-. Gracias por la invitación, pero creo que no me interesa.
Displicente, Ren bordeó su copa de vino con el dedo índice y su sonrisa adquirió un tono de conquista.
– Ya lo veremos, ¿no crees?
9
A pesar del duro trabajo de la mañana, Ren no había perdido su inagotable energía. Bebió de la botella de agua y observó la pila de arbustos cortados que Anna quería sacar del jardín de la villa. Había previsto pedírselo a su marido, Massimo, que se encargaba de los viñedos, o a su hijo Giancarlo, pero Ren necesitaba actividad y se ofreció a hacerlo.
El día había sido caluroso, con un cielo azul sin nubes, pero a pesar del ritmo de trabajo Ren no había podido dejar de pensar en Karli. Si hubiese intentado con más ahínco echarle una mano tal vez ella seguiría viva; pero él siempre prefería el camino fácil. Nunca se preocupaba de las mujeres, ni de los amigos, ni de nada más allá de su trabajo.
«No quiero que estés cerca de mí», le había dicho su padre cuando Ren tenía doce años. Ese fue el castigo por haberle robado la cartera.
Hacía ya diez años que había enmendado su camino, pero resultaba difícil librarse de los viejos hábitos, y siempre tendría corazón de pecador. Tal vez ése era el motivo por el cual se sentía tan relajado con Isabel. Ella exhibía su bondad a modo de armadura. Podía parecer vulnerable, pero era dura como el hierro, incorruptible.
Volvió a cargar la carretilla y la llevó hasta el lindero del viñedo, donde la vació en unos bidones que se utilizaban para quemar rastrojos. Cuando los prendió, miró en dirección a la casa de abajo. ¿Dónde estaría ella? Había pasado un día desde su visita a Volterra y seguía sin disponer de electricidad, en gran medida porque Ren no se había molestado en pedirle a Anna que solucionase el problema. Los buenos actos no estaban a su alcance ese día, y además le parecía una manera de poner a doña perfecta en su sitio.
Se preguntaba si llevaría puesto su sombrero cuando, finalmente, subiese para echarle en cara la falta de electricidad, o bien si dejaría que volasen libres aquellos rizos que ella tanto detestaba. Estúpida pregunta. Nada en Isabel Favor volaría nunca libremente. Llegaría con un vestido abotonado hasta arriba, con su imagen de mujer sofisticada y capaz, y probablemente traería consigo algún papelajo legal para amenazarle con una condena a cadena perpetua por incumplimiento de contrato. En cualquier caso, ¿dónde se habría metido?
Barajó la posibilidad de bajar hasta la casa y ver si estaba allí, pero desechó la idea. No, él quería que doña perfecta fuese a buscarlo. Los malvados siempre prefieren traer a la heroína a su terreno.
En un cubo Isabel encontró una pequeña lámpara con forma de candelabro y decorada con flores de metal. La pintura se había desconchado con el paso del tiempo, y los brillantes colores originales se habían convertido en polvorientos tonos pastel. Sacó las viejas bombillas y colocó velas en los portalámparas, encontró una cuerda y colgó la lámpara del magnolio.
Cuando acabó con eso, miró alrededor en busca de alguna otra tarea para mantenerse ocupada. Ya había lavado su ropa a mano, ordenado los libros en los estantes del salón, y también intentado bañar a los gatos. Su agenda había pasado a la historia. No podía concentrarse lo suficiente como para escribir, y la meditación era poco menos que un fútil ejercicio. Todo lo que escuchaba en su cabeza era aquella voz grave atrayéndola hacia la perdición: «Hacer el amor hasta gritar… Hacer el amor hasta que hayan desaparecido todos tus problemas sexuales…»
Cogió el trapo de secar los vasos y consideró la posibilidad de telefonear a Anna Vesto otra vez, pero sospechaba que Ren ya la habría puesto al corriente. Subir a la villa para enfrentarse a él era justo lo que Ren deseaba que hiciese: quería que bailase al son de su música. Pero la electricidad no era tan importante. Tal vez él tuviese la astucia de su parte, pero ella disponía de las Cuatro Piedras Angulares.
Acaso él suponía que ella perdería la cabeza y le permitiría arrastrarla lado oscuro? No tenía ningún sentido. Ella había vendido su alma en ocasión, pero no tenía la menor intención de volver a hacerlo. Un movimiento fuera de la casa llamó su atención. Se asomó por la puerta de la cocina y vio a dos hombres en el olivar. No quería más sorpresas, por lo que fue hasta allí para saber qué ocurría.
– ¿Están aquí por lo de la electricidad?
El mayor de los hombres tenía la cara surcada de arrugas y el pelo gris, el otro era fornido, de ojos oscuros y piel cetrina. Dejó el pico y la pala en suelo cuando ella se aproximó.
– ¿Electricidad? -La miró por encima del hombro al estilo de los hombres italianos-. No, signora. Hemos venido por el problema con el pozo.
– Pensé que el problema tenía que ver con los desagües.
– Sí -dijo el hombre mayor-. Mi hijo no habla bien inglés. Soy Massimo Vesto. Me ocupo de las tierras. Y él es Giancarlo. Vamos a comprobar si se puede excavar.
Ella echó un vistazo al pico y la pala. Extraño equipo de comprobación. O tal vez Massimo tampoco hablaba demasiado bien inglés.
– Haremos mucho ruido -dijo Giancarlo-. Mucho polvo.
– Podré sobrellevarlo.
Regresó a la casa. Pocos minutos después, apareció Vittorio, con su neo pelo suelto meciéndose con la brisa.
– ¡Signora Favor! Hoy es su día de suerte.
Cuando el calor del mediodía lo obligó a entrar, Ren estaba de mal humor. Según palabras de Anna, Isabel había subido a un Fiat rojo y se había ido con un hombre llamado Vittorio. ¿Quién demonios era Vittorio? ¿Y por qué Isabel se iba si Ren tenía planes para ella?
Tomó una ducha y después llamó a su agente. Los de Jaguar querían que pusiese la voz a uno de sus anuncios de automóviles, y la revista Beau Monde estaba interesada en realizar el reportaje de portada sobre su persona. Y lo más importante, el guión para la película de Howard Jenks estaba finalmente acabado.
Ren había hablado largo y tendido con Jenks acerca del papel de Kaspar Street. Éste era un asesino en serie, un hombre oscuro y complejo que liquidaba a las mujeres de las que se enamoraba. Ren había firmado el proyecto sin conocer el final del guión, pues Jenks, que era famoso por el secretismo que mostraba respecto a su trabajo, no había acabado de retocarlo. Ren no recordaba haber estado nunca tan nervioso respecto a una película de lo que estaba con Asesinato en la noche. Aunque no tanto como para olvidar que Isabel se había marchado con un hombre en un Fiat rojo.
¿Dónde estaría ahora?
– Gracias, Vittorio. He pasado una tarde estupenda.
– El placer ha sido mío. -Le dedicó su sonrisa más encantadora-. Pronto la llevaré a Siena, y entonces podrá decir que ha estado en el cielo.
Ella sonrió mientras él se marchaba. Todavía no sabía si él había aportado su granito de arena en alejarla de la casa. Su comportamiento había estado por encima de todo reproche, encantador y suficientemente galante como para halagarla sin llegar a incomodarla. Le dijo que los clientes que le habían contratado para ese día habían cancelado el tour, e insistió en llevarla a ver el pequeño pueblo de Monteriggioni. Y mientras paseaban por la encantadora y pequeña piazza del pueblo, le había propuesto llegar hasta Casalleone. Fuera como fuese, se las había ingeniado para mantenerla lejos de casa durante toda la tarde. La pregunta era: ¿qué había pasado allí en su ausencia?
En lugar de entrar, dio un paseo por el olivar. No vio signo alguno de excavación, pero había pisadas en la tierra cerca de un cobertizo de piedra en la falda de la colina. Las huellas junto a la puerta de madera indicaban que habían estado allí, pero no podía decir si habían entrado o no, y cuando intentó abrir la puerta comprobó que estaba cerrada con llave.
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