– Era para mayores de trece años.

– ¡Y tú tienes once!

Isabel se volvió hacia Ren.

– ¿Le arrancaste los ojos a alguien en una película para mayores de trece años? Muy bonito.

Él le dedicó una mirada que significaba que los próximos ojos que arrancaría serían los suyos.

– ¿Qué hifiste con ellos? -preguntó la niña pequeña-. ¿Te los jomiste? Yo me hife pipí en el avión.

Los dos niños mayores se echaron a reír, pero Ren palideció.

– Me lo hice en el brazo del asiento -prosiguió la niña como si tal cosa-. ¿Quieres ver mis brajitas de delfines?

– ¡No!

Pero ella ya se había levantado la falda del vestidito.

– También tiene ballenas -dijo señalando.

– Muy bonitas. -Isabel estaba empezando a pasárselo bien. Ver azorado al señor frío-como-el-acero era lo más divertido que le había pasado en todo el día-. No creo que hubieses visto antes ballenas en la ropa interior de una mujer, Ren.

Él juntó sus oscuras cejas formando uno de sus gestos característicos.

La madre de los niños se pasó el bebé al otro lado de la cadera.

– La única manera en que puedo descender es tumbada de espaldas, así que será mejor que vengas aquí. Brittany, ponte inmediatamente las braguitas. Tu cuerpo es privado, ¿lo recuerdas?

La pequeña de pelo oscuro no había dudado en desnudarse como una bailarina de striptease. Ren echó un vistazo y escaló la colina como si Denzel Washington y Mel Gibson le persiguiesen. El niño salió tras él, pero cambió de opinión y se dirigió al Maserati aparcado junto a la casa.

– ¿ Tú tienes delfines? -le preguntó la pequeña a Isabel.

– Brittany, eso no está bien -le dijo su hermana.

Isabel sonrió a ambas y ayudó a la pequeña con sus braguitas.

– Delfines no. Sólo un poco de encaje.

– ¿Puedo ver?

– Me temo que no. Tu madre tiene razón, los cuerpos son privados. -Lo cual era otra buena razón para no volver a compartir el suyo con Ren Gage, aunque no había hablado de sexo en toda la tarde. Tal vez había decidido que sería demasiado trabajo. O quizás, al igual que Michael, creía que ella era demasiado.

Cuando Brittany recuperó la compostura, Isabel tomó a las niñas de la mano y las llevó colina arriba para intentar no perderse la conversación que estaba teniendo lugar allí. Se percató de que los gestos de desagrado de Ren no le restaban el menor atractivo.

– Debo de haber olvidado tu llamada avisándome que vendrías, Tracy.

La mujer se puso de puntillas y le besó en la mejilla.

– Bueno, yo también me alegro de verte.

Su sedoso cabello oscuro le caía sobre los hombros en cascada. Su piel era blanca como la nieve y bajo sus brillantes ojos azules tenía unas oscuras sombras, como si no hubiese dormido. Llevaba un arrugado aunque moderno vestido premamá y unas caras sandalias de tacón bajo. No llevaba bien cuidadas las uñas de los pies y las sandalias tenían el tacón gastado. Algo en el modo en que se movía, combinado con la despreocupación de sus maneras a la hora de vestir, hablaban de dinero con abolengo.

– ¡Papi! -El bebé balbuceó en brazos de su madre y extendió sus bracitos hacia Ren, quien se apartó con tal brusquedad que chocó con Isabel.

– Relájate -dijo Tracy-. Se lo dice a todos los hombres.

– Bueno, pues enséñale a que no lo haga. ¿Qué clase de madre le dice a sus hijos que hagan algo tan pervertido como correr hacia un extraño y llamarle…? ¿Qué palabra utilizaron?

– Me divertía la idea. Aunque me costó cinco pavos por cabeza.

– No ha tenido gracia.

– Para mí sí. -Miró a Isabel con interés. Su vientre abultado y sus exóticos ojos la hacían parecer una diosa de la sexualidad y la fertilidad.

Isabel empezó a sentirse un poco intimidada. Al mismo tiempo, apreció cierto aire de tristeza tras la fachada de despreocupación de aquella mujer.

– Soy Tracy Briggs. -Le tendió la mano-. Su cara me suena.

– Isabel Favor.

– Claro, es usted. Ahora la reconozco. -Les miró a los dos con curiosidad-. ¿Qué hace con él?

– He alquilado la casa. Ren es mi casero.

– Será una broma. -Su expresión dejaba a las claras que no creía una sola palabra-. Sólo he leído uno de sus libros, Relaciones sanas en un mundo enfermo, pero me gustó mucho. He… -se mordió el labio inferior- he intentado que no se me fuese la cabeza respecto a lo de dejar a Harry.

– Dime que no has dejado tirado a otro de tus maridos -dijo Ren.

– Sólo he estado casada dos veces. -Se volvió hacia Isabel-. Ren sigue enfadado conmigo porque le dejé. Pero, la verdad, era un marido horroroso.

Así que ésa era la ex mujer de Ren. Una cosa parecía evidente: cualquier tipo de chispa que hubiese habido entre ellos había desaparecido. Isabel tuvo la impresión de estar contemplando a dos hermanos discutiendo, no a dos antiguos amantes.

– Nos casamos cuando teníamos veinte años y éramos estúpidos -dijo Ren-. ¿Qué pueden saber del matrimonio dos personas tan jóvenes?

– Yo sabía más que tú. -Tracy señaló con la barbilla hacia su hijo, que se había subido al Maserati-. Ese es Jeremy, el mayor. Steffie es la segunda; tiene ocho años. -Steffie parecía un duendecillo y tenía un ligero aire de ansiedad. Ella y su hermana empezaron a dibujar círculos en la grava con los talones de sus sandalias-. Brittany tiene cinco. Y éste es Connor, acaba de cumplir tres, pero sigue sin querer usar el orinal. ¿Lo harás algún día, grandullón? -Palmeó el pañal del niño y después palpó su propia barriga-. Se suponía que Connor tenía que ser nuestro furgón de cola. Pero, sorpresa sorpresa.

– ¿Cinco niños, Trace? -dijo Ren.

– Estas cosas pasan. -Se mordió el labio otra vez.

– Sólo tenías tres cuando hablamos hace un mes.

– Hace cuatro meses de eso, y eran cuatro. Nunca prestas atención cuando te hablo de ellos.

Steffie, la de ocho años, lanzó un agudo grito.

– ¡Una araña! ¡Hay una araña!

– No ef una araña. -Brittany se acuclilló sobre la grava.

– ¡Jeremy! Sal del…

Pero la orden de Tracy llegó demasiado tarde. El Maserati, con su hijo dentro, ya había empezado a moverse.

Ren echó a correr. Llegó abajo justo a tiempo para ver cómo su caro deportivo chocaba contra una pared de la casa, arrugando el frontal como si fuese una pajarita de papel.

Isabel mejoró la idea que tenía de Ren, ya que sacó a Jeremy del coche y comprobó que el niño de once años no había sufrido ningún daño antes de inspeccionar los desperfectos del vehículo. Tracy, mientras tanto, había descendido la colina dando bandazos, con la barriga y el bebé a cuestas. Isabel se apresuró a sujetarla del brazo antes de que cayese, y se las apañaron para llegar hasta donde se encontraban Ren y el niño.

– ¡Jeremy Briggs! Cuántas veces te he dicho que dejes tranquilos los coches de los demás? Ya verás cuando tu padre se entere de esto. -Tracy tomó aire un par de veces' y entonces dejó de contenerse. Bajó los hombros y sus ojos se llenaron de lágrimas.

– ¡Una araña! -gritó Steffi desde lo alto de la colina, a sus espaldas.

El bebé se percató del llanto de su madre y también rompió a llorar.

– ¡Una araña! ¡Una araña! -gritó la niña.

Ren miró a Isabel, su expresión de indefensión resultaba cómica.

– ¡Eh, señor Ren! -Brittany le llamó desde lo alto de la colina-. ¡Mírame! -Ondeó sus braguitas como un banderín-. También tengo caballitos de mar.

Tracy dejó escapar un sonoro sollozo, se inclinó y se apoyó en el pecho de Ren.

– ¿Entiendes ahora por qué nos hemos mudado aquí? -le dijo.


– ¡Ella no puede hacerme algo así! -Ren se detuvo para señalar a Isabel como si ella fuese la culpable. Estaban en el salón trasero de la villa, con las puertas abiertas al jardín y los niños correteando de un lado para otro. Sólo Anna parecía feliz. Reía con los niños, le revolvía el pelo a Jeremy y tenía en sus brazos al bebé. Luego se lo llevó a la cocina para preparar comida para todos.

– ¡Ve arriba y dile a Tracy que se vaya! -pidió Ren a Isabel.

– Me temo que no me escucharía. -Se preguntó cuándo se daría cuenta Ren de que estaba librando una batalla perdida de antemano. Los personajes que interpretaba en la pantalla tal vez fuesen capaces de eliminar a una mujer preñada y a sus cuatro hijos, pero en la vida real Ren parecía más bien blando. Lo cual no quería decir, sin embargo, que aquello pareciese bien.

– Llevamos divorciados catorce años. No puede mudarse aquí con sus cuatro hijos y ya está.

– Pues parece que lo ha hecho.

– Has visto que he intentado conseguir un hotel para ella, pero me arrancó el teléfono de la mano.

Isabel palmeó el hombro de Steffie.

– Ya basta de insecticida, cariño. Dame el bote antes de que todos contraigamos un cáncer.

Steffie se lo dio a su pesar y se miró los pies con aprensión en busca de más arañas.

Ren le dijo a la niña de ocho años:

– Estamos en septiembre, ¿no deberíais estar todos en el colegio?

– Mamá será nuestra profesora hasta que volvamos a Connecticut.

– Tu madre apenas sabe sumar.

– Suma bien, pero tiene problemas con las divisiones largas, por eso Jeremy y yo tenemos que ayudarla. -Steffie fue hasta el sofá y levantó con reparos uno de los cojines para mirar debajo-. ¿Puedes devolverme el insecticida, por favor?

La atención de Isabel se centró en la niña pequeña. Le pasó el bote de insecticida a Ren y después se sentó junto a la niña y la abrazó.

– ¿Sabes una cosa, Steffie? Las cosas que creemos que nos dan miedo no son siempre las que realmente nos preocupan. Como las arañas. Casi todas son insectos muy amables, pero han pasado muchas cosas en tu familia últimamente, y tal vez sea eso lo que te preocupa de verdad. Todos tenemos miedo a veces. No pasa nada.

Ren masculló entre dientes algún tipo de maldición. Mientras Isabel hablaba en voz baja con Steffi, observaba a Jeremy a través de las puertas venecianas lanzar una pelota de tenis contra la pared de la casa. Era sólo cuestión de tiempo que rompiese una ventana.

– ¡Miradme todos! -Brittany entró en la estancia y empezó a dar volteretas en dirección a un gabinete cargado de porcelana de Meissen.

– ¡Cuidado! -Ren corrió tras ella y la atrapó justo antes de que chocase contra él.

– Mírale el lado bueno -dijo Isabel-. Lleva las braguitas puestas.

– ¡Pero se ha quitado todo lo demás!

– ¡Soy la campeona! -La niña de cinco años se puso en pie y extendió los brazos formando la V de victoria. Isabel sonrió y alzó los pulgares. En ese instante, el aire se llenó con el inconfundible ruido de cristales rotos, seguido del grito de Tracy en la planta de arriba:

– ¡Jeremy Briggs!

Ren apuntó el bote de insecticida y apretó el botón.


Fue una larga tarde. Ren amenazó a Isabel con cortarle la corriente para siempre sí le abandonaba, así que se quedó en la villa mientras Tracy permanecía encerrada en una habitación. Jeremy se entretuvo torturando a Steffie con arañas fantasma. Brittany escondió su ropa y Ren no dejó de quejarse ni un solo segundo. Allí donde iba dejaba cosas tras de sí -las gafas de sol, los zapatos, la camisa-, los hábitos de un hombre acostumbrado a tener sirvientes que fuesen recogiéndolo todo.

Como si fuese una niña, Anna sufrió un cambio de personalidad y no dejó de reír y de preparar comida para todo el mundo, incluso para Isabel. Ella y Massimo vivían en una casa a un par de kilómetros de la villa, con sus dos hijos mayores y su nuera. Cuando se fue a casa después de cenar, le pidió a Marta que subiese ala villa para pasar la noche. También Marta parecía una mujer diferente en presencia de los niños, y no tardó en adoptar a Connor como su mascota, que no se apartaba de su lado excepto cuando desaparecía tras un rincón para llenar su pañal. Para tener sólo tres años, pensó Isabel, el niño disponía de un excelente vocabulario. Su expresión favorita era: «El orinal es muy muy malo.»

A pesar de que Ren no animaba a los niños, no dejaban de exigir su atención. Los ignoró todo lo que pudo, pero finalmente tuvo que ceder a las peticiones de Jeremy para que le enseñase algunos movimientos de artes marciales. Eso fue bien entrada la noche, antes de que todos se fuesen a la cama. Isabel se las ingenió para irse a su casa mientras Ren hablaba por teléfono.

Se tumbó en la cama y se durmió al instante, pero la despertó un ruido seguido de una maldición, a la una de la madrugada. Se incorporó de golpe en la cama.

La luz del pasillo estaba encendida, y al poco Ren asomó la cabeza por la puerta.

– Lo siento. Le di un golpe a la cómoda con la bolsa y tiré una lámpara.

Ella parpadeó y tiró de la sábana para cubrirse los hombros.