Fueron bebiendo de sus copas de manera indistinta y, en un momento en que él no la miraba, ella volvió la copa discretamente para beber de lado que habían tocado los labios de Ren. Aquella tontería le gustó.
La tarde había teñido las colinas de color lavanda.
– ¿Has firmado ya el contrato de tu próxima película?
Él asintió.
– Trabajaré con Howard Jenks. Empezaremos a rodar en Roma, después nos trasladaremos a Nueva Orleans y Los Ángeles.
Isabel se preguntó cuándo empezarían, pero le disgustaba la idea de poner en marcha un reloj invisible sobre su cabeza, así que evitó preguntarlo.
– Incluso yo he oído hablar de Howard Jenks. Supongo que no será como una de esas películas sangrientas que sueles hacer.
– Supones bien. Es el papel que he estado esperando toda mi vida.
– Háblame de él.
– No te gustaría.
– Probablemente no, pero quiero escucharte hablar de todos modos.
– En esta ocasión no haré de psicópata de jardín.
Empezó a describir el papel de Kaspar Street, y para cuando acabó ella sentía escalofríos. Aun así, podía entender la ilusión de Ren. Era el tipo de personaje complejo que gustaba a los actores.
– ¿Pero aún no has visto el guión final?
– Llegará un día de éstos. Estoy ansioso por ver qué ha hecho Jenks con él. -Metió el pollo en el horno y colocó las verduras en una sartén-. A pesar de ser un tipo horrible, hay algo atrayente en Street. Él realmente ama a las mujeres que mata.
No era la idea de Isabel de algo atrayente, pero por una vez mantuvo la boca cerrada. O casi cerrada.
– No creo que sea bueno para ti interpretar siempre a esos hombres horribles.
– Creo que ya me lo dijiste una vez. Ahora corta en cuadraditos esos tomates para la bruschetta. -Pronunció la palabra con el fuerte sonido k que empleaban los italianos en lugar del más suave sh de los americanos.
– De acuerdo, pero si alguna vez quieres hablar de ello…
– ¡Corta de una vez!
Mientras ella lo hacía, él cortó el pan del día anterior en finas rebanadas, las roció con aceite de oliva, les restregó un ajo y le enseñó a Isabel cómo tostarlas en una sartén. Al tiempo que se doraban, fue añadiendo pedacitos de aceituna y un poco de albahaca sobre los tomates que ella había cortado, después colocó la mezcla sobre las rebanadas de pan y las depositó en una bandeja.
Mientras el resto de la comida se hacía en el horno, sacaron todas las cosas al jardín, entre ellas el jarrón de barro con las flores que Isabel había comprado en el mercado. La grava se le clavaba en la planta de los pies, pero no se molestó en ir por los zapatos. Se sentaron en la mesa de piedra, y los gatos no tardaron en acudir para investigar.
Ella se reclinó y suspiró. Los últimos rayos de luz se ocultaban ya tras las colinas, y las alargadas sombras caían sobre los viñedos y el olivar. Ella pensó en la estatua etrusca del museo, La sombra del atardecer, e intentó imaginar a aquel joven paseando desnudo por el campo.
Ren se llevó un bocado de bruschetta a la boca, estiró las piernas y dijo con la boca llena:
– Dios, adoro Italia.
Ella cerró los ojos y dijo para sí «amén».
Una suave brisa traía el aroma de la comida que estaba en el horno hasta el jardín. Pollo e hinojo, cebolla y ajo, y la pizca de romero que Ren había colocado encima de las verduras en la sartén.
– No aprecio la comida cuando estoy en casa -dijo Ren-. Pero en Italia no hay nada más importante.
Isabel sabía a qué se refería. En casa, su vida había estado sometida a una agenda estricta, lo cual le habría impedido disfrutar de una comida como aquélla. Se levantaba a las cinco de la madrugada para practicar yoga, después se iba a la oficina antes de las seis y media para escribir unas cuantas páginas antes de que llegase su equipo. Reuniones, entrevistas, llamadas telefónicas, conferencias, aeropuertos, habitaciones de hotel, quedarse dormida sobre el ordenador portátil a la una de la madrugada intentando escribir unas páginas más antes de apagar la luz. Incluso los domingos se habían convertido en otro día laborable. El Creador tal vez había tenido tiempo para descansar al séptimo día, pero Él no tenía tanto trabajo como Isabel Favor.
Paladeó el vino en su boca. Ella había intentado con todo su empeño vivir la vida desde una posición de poder, pero ese esfuerzo tenía un precio.
– Resulta fácil olvidarse de los placeres sencillos -comentó.
– Pero has hecho todo lo posible -repuso Ren, y ella apreció algo parecido a la empatía en su voz.
– Tal vez tenía mucho que recorrer -dijo con ligereza, pero las palabras se le atravesaron en la garganta.
– Permesso?
Se volvió para ver a Vittorio aproximándose a través del jardín. Con el pelo negro recogido en una coleta y su elegante nariz etrusca, parecía un poeta gentil del Renacimiento. Le seguía Giulia Chiara.
– Buona sera, Isabel. -Vittorio abrió los brazos a modo de saludo.
Ella sonrió y, con discreción, se abrochó el botón superior y se puso en pie para darle un beso. A pesar de no confiar demasiado en Vittorio, había algo en él que le llevaba a apreciar su compañía. No obstante, dudaba que fuese una coincidencia el que viniese acompañado de Giulia. Sabía que Isabel les había visto juntos, y había venido para restablecer el control.
Ren le miró de un modo mucho menos amistoso, pero Vittorio no pareció percatarse.
– Signore Gage, soy Vittorio Chiara. Y ésta es mi hermosa mujer, Giulia.
Nunca había dicho que estuviese casado, y mucho menos con Giulia. Ni siquiera le había dicho su apellido a Isabel. La mayoría de los hombres que ocultan la existencia de una esposa, lo hace para intentar ligar con otras mujeres, pero los jugueteos de Vittorio habían sido inofensivos, así que debía de tener otra razón.
Giulia llevaba una minifalda color ciruela y un top de tirantes. Se había recogido el pelo castaño tras las orejas, de las que pendían unos aros dorados. El ceño de Ren dio paso a una sonrisa, lo cual hizo que Isabel se sintiese más incómoda con Giulia por eso que por no haberle devuelto las llamadas telefónicas.
– Encantado -le dijo Ren. Y, a Vittorio-: Veo que ha corrido la voz de que estoy aquí.
– No mucho. Anna es muy discreta, pero necesitó ayuda con los preparativos para su llegada. Somos familia, es la hermana de mi madre, así que sabe que soy de confianza. Y lo mismo puede decirse de Giulia. -Miró a su mujer con una sonrisa-. Es la mejor agente inmobiliaria de la zona. Los propietarios desde aquí a Siena dejan en sus manos el alquiler de sus propiedades.
Giulia le dedicó a Isabel una tensa sonrisa.
– Sé que ha intentado localizarme -le dijo-. He estado fuera del pueblo y no he escuchado sus mensajes hasta esta tarde.
Isabel no creyó una sola palabra.
Giulia ladeó la cabeza formando un ángulo encantador.
– Confiaba en que Anna se ocupase de todo en mi ausencia.
Isabel murmuró algo entre dientes, pero Ren se transformó de repente en todo un hospitalario anfitrión.
– ¿Queréis sentaros con nosotros?
– ¿Seguro que no molestamos? -Vittorio ya estaba apartando una silla para su mujer.
– En absoluto. Traeré un poco de vino. -Ren se dirigió a la cocina y regresó al momento con más copas, queso y un poco de bruschetta.
Poco después de que se sentaran a la mesa, ya reían todos de las historias que Vittorio contaba sobre sus experiencias como guía turístico. Giulia añadió las suyas propias sobre los adinerados extranjeros que alquilaban las villas de la zona. Era más reservada que su marido, pero igual de divertida, e Isabel dejó de lado su inicial resentimiento para disfrutar de la compañía de aquella bella joven.
Le gustó que ninguno de los dos le preguntase nada a Ren acerca de Hollywood, y cuando le preguntaron a Isabel por su trabajo lo hicieron con delicadeza. Tras varios viajes a la cocina para echarle un vistazo al horno, Ren les propuso que se quedasen a cenar y ellos aceptaron.
Mientras Ren llevaba los porcini, Giulia sacó el pan y Vittorio abrió una botella de agua mineral para acompañar el vino. Estaba oscureciendo, así que Isabel encontró unas cuantas velas achaparradas y las colocó en la mesa. Le pidió a Vittorio que se subiese a una silla y encendiese también las que había en el candelabro que colgaba del árbol. Al poco, las brillantes llamas danzaban entre las hojas del magnolio.
Ren no había alardeado en vano sobre sus habilidades como chef. El pollo estaba perfecto, jugoso y sabroso, y las verduras asadas tenían un sutil sabor a romero y mejorana. Mientras comían, el candelabro se balanceaba suavemente por encima de sus cabezas, y las llamas se mecían con alegría. Cantaron los grillos, el vino corrió y las historias se hicieron más picantes. Todo era muy relajado, muy alegre y muy italiano.
– Pura dicha -suspiró Isabel al tiempo que tomaba el último bocado de porcini.
– Nuestros funghi son los mejores del mundo -dijo Giulia-. Tienes que venir a coger porcini conmigo, Isabel. Conozco lugares secretos.
Isabel se preguntó si era una invitación genuina o bien otra treta para alejarla de la casa. Sin embargo, estaba demasiado relajada como para preocuparse.
Vittorio le hizo una cariñosa caricia a Giulia.
– Todo el mundo en la Toscana conoce lugares secretos donde encontrar porcini. Pero es cierto. La nonna de Giulia era una de las más famosas fungarola de por aquí, lo que vosotros llamaríais una buscadora de setas, y le transmitió todos sus secretos a su nieta.
– Podríamos ir todos, ¿no os apetece? -dijo Giulia-. Bien temprano, por la mañana. Mejor si ha llovido un poco. Nos pondremos nuestras viejas botas y llevaremos cestas y encontraremos el mejor porcini de toda la Toscana.
Ren sacó una botella alargada y estrecha de vinsanto dorado, el vino local para los postres, así como un plato de peras y un trozo de queso. Una de las velas del candelabro se apagó y una lechuza ululó cerca de allí. Llevaban más de dos horas cenando, pero estaban en la Toscana y nadie parecía tener ganas de acabar. Isabel bebió un sorbo de vinsanto y volvió a suspirar.
– La comida ha sido demasiado deliciosa para decir nada.
– Ren cocina mucho mejor que Vittorio -aseguró Giulia.
– También mejor que tú -respondió su marido, con un deje malicioso en la sonrisa.
– Pero no mejor que la mamma de Vittorio.
– Ah, la mia mamma -dijo Vittorio besándose la punta de los dedos.
– Es un milagro, Isabel, que Vittorio no sea un mammoni. -Al ver la expresión de extrañeza de Isabel, Giulia añadió-: Es un… ¿Cómo se dice en inglés?
Ren sonrió.
– Niño de mamá.
Vittorio se echó a reír.
– Todos los hombres italianos son niños de mamá.
– Eso es cierto -replicó Giulia-. Por tradición, los hombres italianos viven con sus padres hasta que se casan. Sus mamás cocinan para ellos, les lavan la ropa, les hacen los recados y los tratan como pequeños reyes. Después no quieren casarse porque saben que las mujeres jóvenes no van a tratarlos como sus mammas.
– Ah, pero tú haces otras cosas. -Vittorio le acarició el hombro desnudo con el dedo.
Isabel sintió un escalofrío en su propio hombro, y Ren le dedicó una lenta sonrisa que le hizo ruborizarse. Había visto esa sonrisa en la pantalla, por lo general antes de acabar con la vida de una inocente mujer. Sin embargo, no era ésa la peor manera de morir.
Giulia se apoyó en Vittorio.
– Los hombres italianos cada vez se casan menos. Por eso tenemos una tasa de natalidad tan baja en Italia, una de las más bajas del mundo.
– ¿Es eso cierto? -preguntó Isabel.
Ren asintió.
– La población de Italia podría descender a la mitad en cuarenta años si la tendencia no varía.
– Pero es un país católico. ¿No significa eso, automáticamente, un montón de niños?
– La mayoría de los italianos ni siquiera van a misa -replicó Vittorio-. Mis clientes americanos se sorprenden cuando descubren que sólo un pequeño porcentaje de la población es practicante.
Los faros de un coche bajando por el camino interrumpieron su conversación. Isabel le echó un vistazo a su reloj. Eran más de las once, un poco tarde para cualquier visita. Ren se puso en pie.
– Iré a ver quién es.
Minutos después regresó al jardín acompañado por Tracy Briggs, que saludó a Isabel con un gesto cansado.
– Qué tal.
– Siéntate antes de que te dé un soponcio -gruñó Ren-. Te traeré algo de comer.
Mientras Ren estaba dentro, Isabel hizo las presentaciones. Tracy llevaba otro de aquellos caros vestidos premamá y las mismas sandalias del día anterior. A pesar de eso, estaba preciosa.
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