– Oh.
– Parte de nuestro proceso de maduración consiste en superarlas. Por supuesto, la necesidad de llamar la atención parece un factor común entre la mayoría de grandes actores, así pues, en este caso tu disfunción se convirtió en altamente funcional.
– ¿Crees que soy un gran actor?
– Creo que tienes potencial para serlo, pero no serás verdaderamente grande mientras interpretes los mismos papeles.
– Tonterías. Cada papel tiene sus matices, o sea que no digas que son los mismos papeles. Además, a los actores siempre les ha gustado interpretar papeles de malo. Les da la oportunidad de sacar cosas reprimidas.
– No estamos hablando de actores en general. Estamos hablando de ti y del hecho de que no desees interpretar otro tipo de papeles. ¿Por qué?
– Ya te lo he dicho, y es demasiado temprano para discutir.
– Porque creciste con una visión distorsionada de ti mismo. Porque abusaron emocionalmente de ti, y ahora tienes que tener muy clara tu motivación para elegir ese tipo de papeles. -Otro pequeño obstáculo y le dejaría en paz-. ¿Lo haces porque te gusta interpretar a esos sádicos o porque, a cierto nivel, no te sientes digno de interpretar al héroe?
Golpeó con el puño en el volante.
– A Dios pongo por testigo que no volveré a salir nunca más con una psicóloga.
Ella sonrió entre dientes.
– No estamos saliendo. Y corres demasiado.
– Cállate.
Hizo una lista mental, que pensaba darle a él, con las Reglas de la Relación Sana para la Confrontación Justa, entre las cuales no se encontraba el gritarle a nadie «cállate».
Llegaron al pueblo, y al pasar por la piazza se dio cuenta de que varias cabezas se volvían para mirarlos.
– No lo entiendo. A pesar de todos tus disfraces, algunas de las personas del pueblo saben quién eres, pero no te piden autógrafos. ¿No te parece extraño?
– Le dije a Anna que donaría el equipamiento para el patio de la escuela si me dejaban tranquilo.
– Habida cuenta de lo mucho que te gusta llamar la atención, ocultarte debe resultarte difícil.
– ¿Te has levantado con la idea de tocarme las narices o se trata de algo espontáneo?
– Vas demasiado rápido otra vez.
Él suspiró.
Dejaron atrás el pueblo, y tras unos kilómetros abandonaron la carretera principal y tomaron una mucho más estrecha, donde volvieron a hablar.
– Esta carretera lleva al castillo abandonado que hay en la colina por encima de la casa. Desde allí tendremos una vista decente.
La carretera se hizo más abrupta a medida que se acercaban. Finalmente, acababa justo donde se iniciaba un sendero, y ahí fue donde Ren aparcó. Cuando empezaron a ascender entre los árboles, él agarró las bolsas que llevaba Isabel.
– Por lo menos, no has traído una de esas cursis cestitas para pícnic.
– Sé unas cuantas cosas sobre operaciones secretas.
Él resopló.
Alcanzaron un claro en lo alto y Ren se detuvo a leer un estropeado cartel con datos históricos sobre el lugar. Ella empezó a explorar y descubrió que las ruinas del castillo no eran las de una única construcción sino que se trataba de una fortificación que había contenido varios edificios. Las parras se enroscaban entre los muros y ascendían por los restos de una torre de observación. Los árboles crecían entre los derruidos arcos, y las malas hierbas surgían de lo que antaño fueron los cimientos de piedra de un establo o un granero.
Ren se unió a Isabel para deleitarse con las vistas de los campos y el bosque.
– Esto era un cementerio etrusco antes de que construyesen el castillo -informó.
– Una ruina sobre otra ruina. -Incluso a simple vista podía ver la casa, pero tanto el jardín como el olivar estaban vacíos-. No pasa nada.
Él miró con los prismáticos.
– No hace tanto que nos hemos ido. Esto es Italia. Necesitan tiempo para organizarse.
Un pájaro salió de su nido en el muro que tenían a sus espaldas. Permanecer tan cerca el uno del otro estorbaba la paz de aquel lugar, por lo que ella se apartó. Pisó unos brotes de menta y su suave aroma la envolvió.
Se percató de que había una sección del muro con un nicho abovedado. Cuando se acercó, vio que se trataba del ábside de lo que había sido una capilla. Todavía podían apreciarse unos leves trazos de color en lo que quedaba de la bóveda: marcas rojizas que debieron de ser carmesí, polvorientas sombras de azul y gastado ocre.
– Qué paz hay en este lugar. Me pregunto por qué lo abandonarían.
– El cartel habla de una plaga en el siglo XV combinada con los abusivos impuestos de los obispos de los alrededores. O tal vez los echaron los fantasmas de los etruscos enterrados aquí.
De nuevo parecía irritado. Isabel le dio la espalda y miró dentro de la bóveda. Las iglesias, por lo general, la calmaban, pero Ren estaba demasiado cerca. Olió el humo y miró alrededor hasta ver su cigarrillo encendido.
– ¿Qué estás haciendo?
– Sólo fumo uno al día.
– ¿Podrías hacerlo cuando yo no esté cerca?
Él ignoró sus palabras y le dio una profunda calada, después caminó hacia uno de los portales. Apoyado contra la piedra, parecía retraído y malhumorado. Tal vez no debería haberle forzado a recuperar los recuerdos de su infancia.
– Estás equivocada -dijo con brusquedad-. Soy totalmente capaz de separar la vida real de las cosas que suceden en la pantalla.
– Nunca he dicho lo contrario. -Se sentó en un fragmento del muro y estudió su perfil, con sus perfectas proporciones y su exquisito corte-. Sólo he sugerido que la visión que de ti mismo te formaste durante la infancia, cuando veías y hacías cosas poco apropiadas para los niños, tal vez conformó al hombre que eres.
– ¿Es que no lees los periódicos?
Isabel entendió por fin lo que realmente le preocupaba.
– No puedes dejar de darle vueltas a lo que le ocurrió a Karli, ¿es eso? Tomó aire pero no respondió.
– ¿Por qué no ofreces una rueda de prensa y cuentas la verdad? -Arrancó una ramita de menta y la apretó en un puño.
– La gente está harta. Cree lo que le da la gana.
– Te preocupabas por ella, ¿verdad?
– Sí. Era una muchacha muy dulce… Y tenía mucho talento. Es duro saber todo lo que se ha perdido con su muerte.
Isabel se abrazó las rodillas.
– ¿Cuánto tiempo estuvisteis juntos?
– Sólo un par de meses, antes de que me diese cuenta de lo grave que era su problema con las drogas. Después me enfrasqué en una fantasía de salvación y pasé otros dos meses intentando ayudarla. -Sacudió la ceniza del cigarrillo y le dio otra calada-. Le hablé de la rehabilitación. Pero no funcionó, así que me fui.
– Ya veo.
Él la miró de un modo sombrío.
– ¿Qué ves?
– Nada. -Se llevó la ramita de menta a la nariz y deseó poder dejar que las personas fuesen ellas mismas sin necesidad de definirlas, especialmente habida cuenta de que cada vez resultaba más obvio que la persona que más necesitaba definición era ella misma.
– ¿De qué va eso de «ya veo»? Dime en qué estás pensando. Dios sabe que no ha de resultarte difícil.
– ¿Qué crees que estoy pensando?
Él soltó el humo por la nariz.
– Suponía que me lo dirías.
– No soy tu psicóloga, Ren.
– Te extenderé un cheque. Dime qué te ronda por la cabeza.
– Lo que ronde por mi cabeza no es importante. Es lo que ronde por tuya lo que cuenta.
– Suena como si me estuvieses juzgando. -Se tensó-. Como si pensases que podría haber hecho algo para salvarla, y no me gusta.
– ¿Es eso lo que te parece que estoy haciendo? ¿Juzgarte?
Tiró el cigarrillo.
– No fue culpa mía que se matase, ¡maldita sea! Hice todo lo que pude.
– ¿Lo hiciste?
– ¿Crees que tendría que haberme quedado con ella? -Pisó la colilla-. ¿Tendría que haberle sostenido la aguja cuando quería pincharse? ¿Tendría que haberle comprado la droga? Te dije que había tenido problemas con las drogas cuando era un muchacho. No puedo estar cerca de esas mierdas.
Isabel recordó la broma que había hecho Ren sobre el esnifar cocaína, pero ahora no estaba bromeando.
– Me desintoxiqué cuando tenía poco más de veinte años, pero sigue atemorizándome el pensar lo cerca que estuve de tirar mi vida por la borda. Desde entonces me he asegurado de mantenerme lo más lejos posible de todo eso. -Sacudió la cabeza-. Lo que le pasó a ella fue un maldito despilfarro.
A Isabel el corazón le dio un vuelco.
– Si te hubieses quedado con Karli, ¿podrías haberla salvado?
Él se volvió hacia ella con expresión de furia.
– Eso es una gilipollez. Nadie podía salvarla.
– ¿Estás seguro?
– ¿Crees que fui el único que lo intentó? Su familia estaba allí. Y un montón de amigos. Pero lo único que a ella le preocupaba era la siguiente dosis.
– ¿Podrías haber dicho alguna cosa? ¿Podrías haber hecho algo?
– Era una yonqui, ¡maldita sea! Llegada a cierto punto, era ella la que tenía que ayudarse.
– Y ella no quiso hacerlo, ¿verdad? -Isabel se puso en pie-. No podías hacerlo por ella, Ren, pero querrías haberlo hecho. Y desde que murió te enloquece imaginar que podrías haber dicho o hecho algo que cambiase las cosas.
Él metió las manos en los bolsillos y perdió la mirada en la lejanía.
– No hubo nada que pudiese hacer.
– ¿Estás completamente seguro?
Un largo suspiro surgió de algún profundo lugar de su interior.
– Sí, lo estoy.
Ella se acercó y le acarició la espalda.
– Recuérdalo siempre.
Él bajó la mirada hacia ella, la arruga entre sus cejas se borró.
– Al final voy a tener que extenderte un cheque, ¿eh?
– Considéralo un intercambio por tu lección de cocina.
Ren sonrió ligeramente y repuso:
– Pero no reces por mí, ¿de acuerdo? Me da un poco de grima.
– ¿No crees que mereces alguna oración?
– No si recuerdo desnuda a la persona que rezaría por mí. -Y adelantó una mano para colocarle un mechón de pelo tras la oreja-. Menuda suerte la mía. Me he comportado bien durante meses, pero justo cuando empiezo a salir del infierno, me veo sumido en un desierto con una monja.
– ¿Eso piensas de mí?
Él jugueteó con el lóbulo de la oreja.
– Lo intento, pero no funciona.
– Bien.
– Dios, Isabel, lanzas más interferencias que una radio estropeada. -Dejó caer las manos con frustración.
Ella se humedeció los labios.
– Eso es… porque estoy en conflicto.
– Tú no tienes ningún conflicto. Quieres que suceda tanto como yo, pero no sabes cómo incluirlo en cualesquiera que sean los planes de vida que te has trazado, así que vas arrastrando los talones. Los mismos talones que yo quiero sentir en mis hombros.
Isabel tenía la boca seca.
– ¡Me estás volviendo loco! -exclamó él.
– ¿Y acaso crees que tú no me vuelves loca a mí?
– Las primeras buenas noticias del día. Entonces, ¿por qué seguimos así?
El se inclinó hacia ella, pero Isabel dio un saltito atrás.
– Yo… yo necesito orientarme. Tenemos que orientarnos. Sentarnos y hablar antes de nada.
– Eso es exactamente lo que no quiero. -Ahora fue él quien retrocedió-. ¡Maldita sea! No quiero que vuelvan a interrumpirme, y si te toco seguro que aparece alguien. Qué llevas para comer, necesito distraerme.
– Creía que lo del pícnic era cosa de chicas.
– El hambre me pone en contacto con mi lado femenino. La frustración sexual, por otro lado, me pone en contacto con mis instintos asesinos. Dime que no has olvidado el vino.
– Estamos de vigilancia, no en una fiesta. Utiliza los prismáticos mientras preparo la comida.
Por una vez, él no replicó, y mientras vigilaba, ella sacó lo que había preparado por la mañana. Había traído bocadillos con finas lonchas de jamón entre rebanadas de pan de focaccia recién hecho. La ensalada era de tomates, albahaca y farro, un grano parecido a la cebada que suele estar presente en la cocina toscana. Lo dejó todo en una zona sombreada junto al muro desde donde podía verse la casa, después sacó una botella de agua y las peras que quedaban.
Ambos sabían que no podrían resistir más jugueteo verbal, por lo que empezaron a hablar de comida y libros mientras comían. Ren era inteligente, sorprendente y estaba de lo más informado en una gran variedad de temas.
Ella estiró la mano para coger una pera cuando él anunció:
– Al parecer, la fiesta ha empezado.
Ella sacó sus pequeños binoculares de ópera y vio cómo el jardín y el olivar se iban llenando progresivamente de gente. Los primeros en aparecer fueron Massimo y Giancarlo, junto a un hombre que ella reconoció como el hermano de Giancarlo, Bernardo, que era el poliziotto, o policía, local. Anna ocupó un lugar junto al muro con Marta y otras mujeres de mediana edad. Todas empezaron a dirigir la actividad de los jóvenes que iban llegando. Isabel reconoció a la bonita pelirroja a la que le había comprado flores el día anterior, al atractivo muchacho que trabajaba en la tienda de fotografía y al carnicero.
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