Dos horas después tenía el cuerpo cubierto por un sudor frío. Era el mejor trabajo que Jenks había hecho jamás. El papel de Street tenía oscuros recovecos y sutiles variaciones que le obligarían a sacar lo mejor de sí como actor. No cabía duda de que cualquier actor de Hollywood habría querido protagonizar esa película.

Pero Jenks había introducido un importante cambio desde la última vez que habían hablado, un cambio que Howard no le había comentado. Con un brillante golpe de timón, había intensificado el perfil del personaje. En lugar de tratarse de un hombre que mataba a las mujeres que amaba, Kaspar Street era ahora un pederasta. Toda una pesadilla.

Ren apoyó la espalda y cerró los ojos. El cambio de orientación había sido una genialidad, pero… No había pero posible. Ése sería el papel que e colocaría en la mira de los mejores directores de Hollywood.

Cogió una hoja para empezar a tomar notas sobre el personaje. Ése era siempre el primer paso, y le gustaba hacerlo justo después de la lectura inicial del guión, mientras sus impresiones aún estaban frescas. Apuntaba sensaciones, ideas acerca del vestuario y los movimientos físicos, cualquier cosa que le viniese a la mente y que pudiese ayudarle a construir el personaje.

Jugueteó con el capuchón del bolígrafo. Por lo general, las ideas fluían, pero el cambio de Jenks le había desequilibrado, y no se le ocurrió nada. Necesitaba más tiempo para asimilarlo. Lo intentaría al día siguiente.

Unas horas después, mientras regresaba a la casa de abajo, decidió no comentarle el cambio de guión a Isabel. No tenía sentido irritarla más. No ahora. No cuando lo que él tanto había esperado estaba a punto de concretarse.


Isabel ignoró la sugerencia de Ren respecto a vestirse de un modo sexy, y escogió su vestido de tirantes negro de corte conservador, y añadió un chal negro con diminutas estrellas doradas para cubrirse los hombros desnudos. Estaba dándole de comer a los gatos cuando oyó ruido a su espalda. Se volvió para ver un intelectual de aspecto angustiado junto a la puerta de la casa. Con el cabello despeinado, gafas de montura metálica, una camisa arrugada aunque limpia, pantalones caqui y la mochila colgando del hombro, parecía el hermano menor con tendencias literarias de Ren Gage.

Ella sonrió.

– Me estaba preguntando quién sería mi cita de esta noche.

Ren le sostuvo la mirada y suspiró.

– Una minifalda habría resultado más esperanzadora.

En el camino, vio un Alfa-Romeo plateado aparcado tras el Panda.

– ¿De dónde ha salido?

– No podré disponer de mi coche durante un tiempo, así que me han dejado éste para pasar el rato.

– La gente se compra barras de chocolate para pasar el rato, no coches.

– Sólo la gente pobre como tú.


La ciudad de San Gimignano estaba ubicada en lo alto de una colina como si de una corona se tratase, y sus cuatro torreones de observación se alzaban con dramatismo contra el sol poniente. Isabel intentó imaginarse qué sentirían los peregrinos provenientes del norte de Europa camino de Roma al ver por primera vez aquella ciudad. Tras los peligros que entrañaba la carretera abierta, San Gimignano le pareció un refugio de fuerza y seguridad.

Ren, al parecer, pensaba lo mismo que ella.

– Para hacer las cosas como Dios manda, tendríamos que llegar a pie.

– No creo que estos tacones hayan sido pensados para los peregrinos. Es muy bonita, ¿verdad?

– Es la ciudad medieval mejor conservada de toda la Toscana. Por si no has tenido tiempo de ojear la guía, te diré que se debe a un curioso accidente.

– ¿A qué te refieres?

– Ésta era una importante ciudad hasta que la peste negra acabó con la mayoría de la población.

– Igual que el castillo.

– Sin duda, una mala época para ir por ahí sin antibióticos. San Gimignano dejó de ser una parada principal en la ruta de peregrinaje y perdió su estatus. Por suerte para nosotros, los pocos habitantes que sobrevivieron no disponían del dinero suficiente para modernizarla, de ahí que la mayoría de las torres sigan en pie. Algunas escenas de con Mussolini se filmaron aquí. -Un autobús turístico pasó en dirección contraria-. Ésa es la nueva peste negra -dijo-. Demasiados turistas. Pero la ciudad es tan pequeña que la mayoría de ellos no pasan la noche. Anna me aseguró que se queda vacía a última hora de la tarde.

– ¿Has vuelto a hablar con ella?

– Le he dado permiso para que empiecen a retirar el muro mañana, pero yo estaré presente para supervisar.

– Apuesto a que no le gustó la idea.

– No me importa. Le he encargado a Jeremy que vigile.

Ren aparcó en un claro fuera de los viejos muros y se colgó la mochila de los hombros. Aunque su angustia intelectual, en tanto que disfraz, no ocultaba demasiado de él, el resto de elementos eran más efectivos, y como la mayoría de turistas se había ido, no llamó la atención mientras recorrían la ciudad.

Él le explicó todo lo que sabía respecto a los frescos de la iglesia románica del siglo XII y se mostró muy paciente cuando ella entraba en las tiendas. Después de eso, recorrieron las estrechas e irregulares calles hacia la Rocca, la antigua fortaleza de la ciudad, y subieron a sus torres de vigilancia para apreciar la vista de las distantes colinas y campos, espectaculares bajo la matizada luz del atardecer.

Él señaló hacia los viñedos.

– Ahí crecen las uvas para el vernaccia, el vino blanco local. ¿Qué te parece silo probamos en nuestra cena mientras tenemos esa charla que tanto te interesa?

Su lenta sonrisa hizo que a Isabel se le erizase la piel, y estuvo a punto de decirle que se olvidase tanto del vino como de la charla y que se fuesen directos a la cama. Pero aún se sentía herida y no quería que nada más le hiciese daño, por lo que tenía que hacer las cosas bien.

El pequeño comedor del hotel Cisterna tenía paredes de piedra, manteles de lino y otra espectacular vista de la Toscana. Desde su mesa, situada en un rincón entre dos ventanales, podían observar los inclinados tejados rojos de San Gimignano y apreciar cómo se iban encendiendo las luces en las casas y granjas que rodeaban la ciudad.

Él alzó su copa de vino.

– Por nuestra charla. Para que esta conversación sea misericordiosamente breve y salvajemente productiva.

Al darle un trago a su vernaccia, Isabel se acordó de todas las mujeres que no ejercen su poder.

– Vamos a tener una aventura.

– Gracias a Dios.

– Pero será según mis condiciones.

– Vaya, menuda sorpresa.

– Vas a ser sarcástico todo el rato? Porque te diré una cosa: no resulta nada atractivo.

– Tú eres tan sarcástica como yo.

– Por eso sé lo poco atractivo que puede resultar.

– Sigue. Diría que estás deseando poner tus condiciones. Y espero que «deseo» sea la palabra clave en este caso, ¿o eso es demasiado sarcástico para ti? -Ren estaba disfrutando de la situación.

– Eso es lo que tenemos que dejar claro. -Ignoró que los ojos de Ren evidenciaban una docena de diferentes clases de asombro. No le importó. Demasiadas mujeres perdían el valor frente a sus amantes, pero Isabel no iba a ser una de ellas-. Uno, no puedes criticar.

– ¿Por qué demonios querría hacerlo?

– Porque yo no soy una atleta del sexo como tú, y porque soy una amenaza para ti, y eso no te gusta.

– De acuerdo. Nada de críticas. Pero tú no me amenaces.

– Dos, no quiero hacer nada extraño. Sólo sexo claro y sencillo.

Tras sus gafas de estudiante, sus plateados ojos azules de lobo mostraron cautela.

– ¿Qué entiendes por «claro y sencillo»?

– La definición común.

– Vale. Nada de grupos. Nada de juguetes. Nada de San Bernados. Decepcionante, pero podré vivir sin ello.

– ¡Olvídalo! Olvídalo, ¿vale? -Dejó la servilleta sobre la mesa-. No estás en mi onda, y no sé cómo he podido barajar la idea, ni siquiera por un momento, de que podríamos llevar adelante esto.

– Lo siento. Me estaba aburriendo. -Se inclinó sobre la mesa para volver a colocarle la servilleta sobre el regazo-. ¿Quieres que nos limitemos a la posición del misionero o también has pensado colocarte encima?

No le importaba que bromease al respecto. Se sentía fuerte. Los hombres tenían decenas de maneras de proteger la ilusión de su superioridad, pero no iba a caer en ninguno de esos trucos.

– Podemos improvisar.

– ¿Podremos quitarnos la ropa?

– Podremos. De hecho, es una condición.

Él sonrió.

– Si no quieres desnudarte, a mí me parece bien. Unas medias negras y un liguero podrían ayudarte a conservar tu sentido del pudor.

– Eres un amor. -Recorrió el borde de la copa con el dedo-. Para señalar una obviedad, que quede claro que esto tiene que ver con nuestros cuerpos. No habrá ningún componente emocional.

– Si tú lo dices…

Y ahora llegaba la parte difícil, pero no iba a echarse atrás.

– Una cosa más… No me va el sexo oral.

– ¿Y eso por qué?

– No es lo mío. Es demasiado… vulgar.

– Con eso limitas mis opciones.

Isabel apretó los dientes.

– Lo tomas o lo dejas.

«Lo tomo», pensó Ren sin vacilar mientras observaba aquella deliciosa boca marcada con un rictus de testarudez. Había hecho el amor, tanto dentro como fuera de la pantalla, con las mujeres más hermosas del mundo, pero ninguno de aquellos preciosos rostros había mostrado tanta vida como el de Isabel. Había inteligencia, humor, determinación y una inmensa compasión por la condición humana. Aun así, lo único en lo que podía pensar era en alzarla en brazos y llevársela a la cama más cercana. Por desgracia, la doctora Fifi no era precisamente una de esas mujeres a las que puedes llevar en volandas, pues no lo tenía apuntado en su agenda. No le habría sorprendido si ella hubiese sacado algún tipo de contrato para que lo firmase antes.

El pulso agitado en la garganta de Isabel le animó. No tenía tanto autocontrol como ella creía tener.

– Me siento un poco inseguro -dijo Ren.

– ¿Por qué deberías sentirte inseguro? Has conseguido lo que querías.

Sabía que tenía un escaso margen de movimiento, por lo que se negó a que ella impusiese todas sus condiciones.

– Pero lo que quería parece tener enganchados un montón de carteles de peligro.

– No estás acostumbrado a que las mujeres expresen abiertamente sus necesidades. Entiendo que eso pueda suponer una amenaza para ti.

¿Quién habría podido imaginar que semejante cerebro resultase sexy?

– Mi ego va a resultar muy maltrecho.

– Metafísicamente hablando, eso es bueno.

– Físicamente hablando, no. Quiero creer que soy irresistible para ti.

– Eres irresistible -confirmó ella.

– ¿Podrías decirlo con algo más de entusiasmo?

– Eres incluso doloroso.

– ¿Tan irresistible soy?

– Sí.

Él sonrió. Eso le gustaba más.

Llegó el camarero con un antipasto que incluía embutido, aceitunas, y verduras doradas. Ren pinchó en el plato y alargó el tenedor hasta los labios de Isabel.

– De acuerdo, en resumidas cuentas: nada de crítica ni de sexo oral. Eso es lo que has dicho, ¿no es cierto? Ni nada demasiado extraño. -Esperaba conseguir algo más de ella, pero estaba fabricada con un material muy resistente.

– Eso he dicho.

Él introdujo el bocado en su boca.

– Supongo que no podré utilizar el látigo ni la paleta de ping-pong.

Ella ni siquiera se molestó en responder a aquella tontería. Lo que hizo fue limpiarse con cuidado la boca con la servilleta.

– Ni las esposas -dijo Ren.

– ¿Esposas? -Dejó la servilleta a medio camino de su regazo.

Era acaso un asomo de interés? Parecía aturdida, pero no fue tan tonto como para hacerle ver que se había dado cuenta.

– Olvídalo. Estaba siendo grosero, te pido disculpas.

– Dis… disculpas aceptadas.

Él apreció su leve tartamudeo y sofocó una sonrisa. Así que a la señorita Obsesa del Control le atraía un poco la posibilidad de que la atasen. Aunque tenía una ligera idea de quién de los dos acabaría con las esposas puestas, se dijo que era un buen comienzo. Sólo esperaba que ella no perdiese la llave.

Ren aprovechó cualquier excusa para tocarla durante la cena. Sus piernas se rozaron bajo la mesa. Le tocó la rodilla. Jugueteó con sus dedos y le fue dando comida de su plato. Con un trillado movimiento sacado de una de sus películas, le rozó con el pulgar el labio superior. Cuán calculador podía ser un hombre? Lo curioso es que estaba dando resultado.

Ren apartó la taza vacía de su cappuccino. La cena había sido deliciosa, pero no podía recordar qué habían comido.

– ¿Has acabado? -le preguntó.

Oh, ella sí había acabado.