Tras asentir, la sacó del comedor y la condujo hacia las escaleras, pero en lugar de descender, ascendieron.

– ¿Dónde vamos?

– Pensé que te gustaría ver unas preciosas vistas de la piazza.

Ya había visto suficientes vistas por ese día. Quería regresar a la casa. ¿O tal vez Ren querría hacerlo en el coche? Ella nunca lo había hecho en un coche, pero esa noche parecía el momento ideal para probar nuevas experiencias.

– Creo que paso de las vistas. Podríamos ir hacia el coche.

– No corras tanto. Sé que te gustará. -Con la mano en su codo, giró por un pasillo y sacó una pesada llave del bolsillo.

– ¿Cuándo lo preparaste?

– ¿Acaso pensabas que iba a darte la oportunidad de cambiar de opinión?

La habitación era pequeña, con molduras doradas, un remolino de querubines pintados al fresco en el techo y una cama doble con un sencillo cobertor blanco.

– Era la única que les quedaba, pero servirá, ¿no te parece?

Dejó la mochila en el suelo.

– Es bonita. -Isabel se sacó las sandalias, determinada a no cederle la iniciativa. Dejó el chal sobre una silla de madera, después abrió el bolso, sacó un preservativo y lo dejó sobre la mesilla de noche. Obviamente, Ren se echó a reír.

– No pareces demasiado optimista. -Se sacó las gafas y las dejó a un lado.

– Tengo más.

– Por supuesto. -Cerró la puerta con llave-. Y, por supuesto, yo también.

Isabel se recordó que esa noche no tenía nada que ver con el amor o la duración. Tenía que ver con sexo, el resultado previsible si se estaba cerca de Lorenzo Gage. Y ahora él sería su juguetito personal. Su aspecto era inmejorable.

Intentó planear cómo empezar. ¿Tenía que desvestirlo a él primero? ¿Desenvolverlo como a un regalo de cumpleaños? ¿O mejor besarle?

Él dejó la llave sobre la cómoda y frunció el entrecejo.

– ¿Estás haciendo una lista?

– ¿Por qué lo preguntas?

– Porque has puesto esa cara que pones cuando haces listas.

– Te pone nervioso, ¿verdad? -Recorrió el trecho que los separaba, le rodeó los hombros con los brazos y se mantuvo a la distancia precisa para observar aquella hermosa boca. Entonces le dio un mordisquito en el labio superior, sólo para que supiese que se las iba a ver con una tigresa.

Luego le abrazó con más fuerza y le dio un húmedo y profundo beso con la boca abierta, dejándole claro en todo momento que su lengua era la que conducía.

A Ren no parecía importarle.

Ella metió una de sus piernas entre las pantorrillas de Ren. Él le aferró las nalgas y la alzó del suelo, lo cual resultó perfecto, pues la hizo parecer más alta que él y, bueno, a ella le encantaba tener una posición de superioridad. Puso un poco más de sí misma en aquel beso y deslizó un muslo entre los suyos.

A él le gustó aquel movimiento, y echó a andar hacia la cama.

– Desnúdate primero -dijo Isabel.

– ¿Que me desnude?

– Ajá… Y hazlo despacio.

La dejó en un extremo de la cama y la miró con muy malas intenciones. Sus sensuales labios apenas se movieron cuando habló:

– ¿Estás segura de ser lo bastante mujer para lidiar conmigo?

– Bastante, sí.

– No me gustaría que te adelantases.

– Muéstrame de qué eres capaz.

Isabel podría haber dicho que Ren estaba disfrutando, a pesar de que no lo demostraba en exceso parpadeando con sus oscuras y largas pestañas. También supo que no empezaría a enseñar músculos o hacer poses de calendario. Era auténtico.

Muy despacio, lánguidamente, Ren se desabrochó la camisa. Se tomó su tiempo para liberar cada botón con la punta de los dedos. La camisa se abrió. Ella dejó escapar un suspiro.

– Excelente. Me encanta tener a una estrella de la pantalla toda para mí.

La camisa resbaló por su cuerpo hasta caer al suelo. Llevó las manos hasta la hebilla del cinturón, pero en lugar de abrirlo alzó una ceja hacia Isabel.

– Inspírame.

Ella metió las manos bajo su vestido, se sacó la braguita y la arrojó a un lado.

– Excelente. Me encanta tener a una gurú sexual sólo para mí.

Abrió la hebilla, se quitó los zapatos y los calcetines y bajó unos centímetros la cremallera. Estaba realizando una actuación de primera.

Isabel esperó ansiosa a que él siguiese bajando la cremallera, pero Ren negó con la cabeza.

– Un poco más de inspiración -pidió.

Ella se llevó las manos a la espalda y bajó su cremallera mucho más de que él había abierto la suya. El vestido resbaló y dejó al descubierto uno de sus hombros. Se sacó los pendientes.

– Patético -masculló él, y se deshizo de los pantalones, quedando frente a ella con sólo unos bóxers de seda azul oscuro; setenta y cinco kilos de carne prieta para ella sola-. Antes de ir más lejos, tendrás que darme otra dosis de inspiración.

Estaba intentando tomar el mando de nuevo, pero ¿acaso no tenían derecho a divertirse por igual? Ella le indicó con el dedo que se acercase, un gesto que no había utilizado en toda su vida, e incluso le sorprendió ver que él le obedecía.

Ella apoyó la espalda en las almohadas y le tendió los brazos seductoramente. Él se inclinó y le alzó el vestido. No del todo, sólo hasta los muslos, lo cual resultó suficiente para que a ella se le pusiese piel de gallina. El colchón cedió cuando él se colocó encima de Isabel. Apoyó el peso en los antebrazos para que sus pechos no se tocasen y bajó la cabeza.

Resultaba muy tentador responder a la invitación del beso. Pero la idea de ejercer su poder sobre aquella bestia morena era demasiado estimulante como para dejarla pasar, así que se ladeó un poco y le propinó un buen golpe, obligándolo a tumbarse de espaldas.

– Esto cada vez se pone mejor -dijo él.

– Estoy de acuerdo -contestó ella, y se colocó a horcajadas encima de él. Ren no pudo evitar mirarla con malicia.

– ¿Satisfecha?

Ella sonrió.

– Mucho.

Un hombre más amable y sensible se habría limitado a dejar que ella hiciese las cosas a su manera, pero él no era amable, y le pellizcó en el hombro, lo bastante fuerte para que ella lo sintiese, para después chuparle la marca.

– No deberías jugar con fuego a menos que estés dispuesta a quemarte.

– Me asustas. Y cuando me asusto me pongo hiperactiva. -Juntó las rodillas y se colocó completamente encima de Ren y sus bóxers azul oscuro de seda.

Él se quedó sin aliento.

Ella se meneó.

– ¿Quieres que vaya más despacio? No quiero asustarte.

– Oh…, no. Así está muy bien. -Metió las manos bajo el vestido y lo arrolló sobre su trasero.

Ella nunca había imaginado lo exquisito que podía ser sentir la excitación en la mente y el cuerpo al mismo tiempo. Pero también quería reír, y el contraste la mareó.

– ¿Vas a quedarte ahí sentada toda la noche o vas a… moverte?

– Estoy pensando -contestó ella.

– ¿En qué?

– En si estoy preparada para que me excites.

– ¿Necesitas más excitación?

– No estaría mal.

– ¡Eso está hecho! -La empujó hasta tumbarla de espaldas-. Nunca esperes que una mujer haga el trabajo de un hombre. -El vestido siguió subiendo hasta la cadera. Él abrió las piernas de Isabel-. Lo siento, cariño, pero no hay más remedio que hacerlo -añadió, y antes de que ella pudiese decir nada, se inclinó y hundió la cabeza en su entrepierna.

En la mente de Isabel empezaron a estallar cohetes. Dejó escapar un gritito grave y ronco.

– Vamos -susurró él contra su húmeda piel-. Acabaré muy pronto.

Isabel intentó mantener unidas las piernas, pero si bien su cabeza lo ordenaba, sus rodillas no le respondieron, pues aquello era demasiado exquisito.

Él hurgó con la lengua, se abrió paso con los labios, y una salvaje oleada de sensaciones hicieron sentir a Isabel que flotaba por encima de la cama. Podría haberle desagradado, pero no fue así… y ahora volaba.

Cuando volvió en sí, los bóxers azul oscuro habían desaparecido. Ren la hizo colocar encima de él y la penetró, pero no del todo. Entonces su expresión se hizo más tierna, y con una mano le apartó un mechón de pelo de la cara.

– Era imprescindible -dijo.

Para su sorpresa, ella pudo responderle, pero su voz fue apenas un carraspeo.

– Te dije que no quería sexo oral.

– Castígame.

Isabel tuvo ganas de reír, pero él estaba dentro y ella se sentía lánguida y excitada y lista para recibir más placer.

– Sólo me he puesto uno. -Señaló con la cabeza hacia el envoltorio de preservativo que había sobre la cama-. Tendrás que confiar.

– Adelante, dame placer. Bien pronto vas a dejar de bromear. -Se sacó el vestido por la cabeza, sintiendo cómo Ren la penetraba casi hasta el fondo.

Él se llevó sus dedos a la boca y los besó. Ella se quedó sólo con el sujetador negro de encaje y el brazalete de oro con la inscripción RESPIRA. Muy despacio, Isabel empezó a moverse, ejerciendo su poder, sintiéndose una mujer capaz de satisfacer plenamente a un hombre como aquel.

Ren le desabrochó el sujetador y se lo sacó para apreciar sus pechos. Después la sujetó por el trasero allí donde sus cuerpos se unían y empezó a embestirla. Ella se inclinó hacia delante para que pudiese besarla. Sus caderas seguían moviéndose, e Isabel deseó que para él fuese tan maravilloso como lo estaba siendo para ella, así que a pesar de fundirse en un beso, se esforzó por mantener la posición y por moverse más y más despacio, conteniendo las fieras exigencias de su cuerpo.

La piel de Ren brillaba debido al sudor. Tenía los músculos en tensión. Ella se movía despacio… más despacio… Estaba agonizando, y él también, y podría haberla atraído con fuerza para acabar, pero no lo hizo, y ella sabía el esfuerzo que les costaba a ambos… Pero no dejó de moverse despacio.

Tan despacio que apenas se movía.

Sólo la más ligera fricción… la más leve contracción…

Hasta que…

… fue demasiado.

15

Las campanas de San Gimignano sonaron suavemente bajo la lluvia de la mañana. La habitación se había enfriado durante la noche, e Isabel se acurrucó bajo las sábanas, caliente y segura, protegida por las torres de vigilancia y los fantasmas de los creyentes.

La noche anterior había sido una especie de peregrinaje para ella. Sonrió con la cara apoyada en la almohada y se tumbó de espaldas. Había mantenido el control, y luego lo había perdido, sin reparos y sin prejuicios, y cada minuto había sido maravilloso. Ren se había mostrado como un amante infatigable, lo cual no le sorprendió. La sorpresa fue que ella mantuviese su ritmo.

Ahora estaba sola en la habitación. Con un bostezo, sacó los pies de la cama y se dirigió al lavabo. Encontró la mochila de Ren abierta en el suelo bajo su chal negro ribeteado. Dentro de la misma había un cepillo de dientes y pasta dentífrica. Él lo había previsto todo de antemano, algo que ella siempre apreciaba.

Tras una ducha rápida, se envolvió en una de las enormes toallas del hotel y rebuscó en la mochila para ver si a Ren se le había ocurrido traer un peine. No había peine, pero sí una liga de encaje roja.

Él asomó la cabeza por la puerta.

– Una pequeña muestra de afecto. En cuanto te la pongas, desayunaremos juntos.

– Ni siquiera son las nueve. Te has levantado muy temprano.

– El tiempo vuela. Y hay muchas cosas por hacer. -Le sonrió de un modo que dejaba a las claras qué clase de cosas eran.

– Déjame sola mientras me visto.

– ¿Qué te gustaría hacer?

Ren nunca había visto nada tan bonito como la doctora Fifi recién salida de la ducha, con los rizos enredados, las mejillas enrojecidas y la nariz brillante y pecosa. Pero no había nada inocente en su curvilíneo cuerpo o en la liga roja que colgaba de su competente mano.

La noche anterior había sido una locura. Ella se había comportado corno una dominatrix, dando órdenes sin parar, y también se había mostrado flexible y blanda entre sus brazos. Jamás lo había pasado tan bien con una mujer, y no podía dejar de pensar en repetir.

– Ven aquí.

– Oh, no. Tengo hambre. ¿Qué me has traído?

– Nada. Quítate esa toalla.

Ella hizo girar la liga en un dedo.

– Huelo café.

– Imaginaciones tuyas.

– No lo creo. Saldré en un minuto.

Él cerró la puerta, sonrió de nuevo y sacó de detrás de la espalda la bolsa de papel que contenía el café y los bollos que había comprado. El recepcionista le había reconocido, lo cual le obligó a firmar algunos autógrafos para los parientes de aquel hombre, pero se sentía demasiado bien para preocuparse.

La puerta del baño se abrió de golpe, y casi se le vertió el café. Ella se asomó al umbral ataviada únicamente con el chal negro y la liga de encaje que él había comprado el día anterior.

– ¿Era esto lo que tenías en mente?