– Tengo el informe de ventas de mi nuevo libro. -Intentó controlar su amargura.
– Salió en un mal momento.
– Me he convertido en un chiste en el programa de Letterman. Mientras escribía sobre la piedra angular de la responsabilidad financiera, mi contable me estafaba. -Se sacó los zapatos y los empujó con el pie debajo de una silla para no tropezar con ellos. Si su editor hubiese detenido el lanzamiento del libro, podría haber evitado semejante humillación pública. Su anterior libro había permanecido dieciséis semanas en la lista de los más vendidos del New York Times, pero éste pasaría directamente a las estanterías de las librerías porque nadie querría leerlo-. Habré vendido unos… ¿Cuántos, cien ejemplares?
– No está tan mal.
Pero sí lo estaba. Su editor había dejado de devolverle las llamadas, y la venta de entradas para su gira de conferencias de verano iba tan mal que se había visto forzada a cancelarla. No sólo había tenido que entregar sus posesiones materiales a Hacienda, también había perdido una reputación que le había costado muchos años conseguir.
Respiró hondo para evitar el pánico que amenazaba con superarla, e intentó centrarse en los aspectos positivos. Muy pronto dispondría de todo el tiempo del mundo para planificar su boda. Pero ¿cómo podría casarse con Michael sabiendo que él tendría que mantenerla hasta que lograra valerse por sí misma otra vez? Si es que lo conseguía…
Pero ella creía de verdad en los principios de las Cuatro Piedras Angulares, y no permitiría que los pensamientos negativos la paralizasen. Era un tema que tenían que discutir.
– Michael, sé que es tarde y que estás cansado, pero tenemos que hablar de la boda.
Él había estado sometido a un enorme estrés en el trabajo, y los problemas de Isabel no le habían ayudado demasiado. Ella intentó tocarlo, pero él dio un paso atrás.
– Ahora no, Isabel.
Isabel se recordó que ellos no eran de esas parejas que acostumbran tocarse, e intentó que aquel rechazo no le afectase, en particular habida cuenta de que era muy tarde.
– Quiero que tu vida sea más sencilla, no más dura -dijo-. Últimamente no has dicho nada acerca de la boda, pero sé que estás un poco molesto conmigo por no haber fijado una fecha. Ahora estoy en bancarrota, y la cuestión es que me cuesta mucho aceptar la idea de que alguien me mantenga. Incluso tú.
– Isabel, por favor…
– Sé que vas a decirme que eso no supone ninguna diferencia, que tu dinero es mi dinero, pero para mí sí resulta diferente. Me valgo por mí misma desde los dieciocho, y…
– Basta, Isabel.
Nunca antes había alzado la voz, pero ella se había lanzado como una locomotora, así que no le culpó. La firmeza de Isabel denotaba tanto su fuerza como su debilidad.
Michael se volvió hacia la ventana.
– He conocido a alguien -dijo.
– ¿En serio? ¿De quién se trata?
La mayoría de amigos de Michael eran abogados, gente estupenda pero algo aburrida. Sin duda sería agradable añadir alguien nuevo en su círculo de amistades.
– Se llama Erin.
– ¿La conozco?
– No. Es mayor que yo, tiene cerca de cuarenta. -Se volvió hacia ella-. Dios, es un desastre. Está un poco rellenita y vive en una especie de manicomio. No le preocupan el maquillaje o la ropa, y nunca lleva nada conjuntado. Ni siquiera tiene un título universitario.
– ¿Y qué? No somos unos esnobs. -Isabel cogió la copa de vino que Michael había dejado sobre la mesita de café y la llevó a la cocina-. Aunque a veces podemos ser un poco estirados.
Él la siguió, hablando con una rapidez y energía que ella no había apreciado desde hacía meses.
– Es la persona más impulsiva del mundo. Es terca como un marinero y le gustan las peores películas. Sus chistes son horrorosos, y bebe cerveza, y… Pero está a gusto consigo misma… -Michael tomó aire-. Y ella también me hace sentir a gusto, y… la quiero.
– Entonces seguro que yo también la querré. -Isabel sonrió. Sonrió con todas sus fuerzas. Sonreiría para siempre. Sonreiría hasta que se le petrificase la mandíbula, porque mientras siguiese sonriendo, todo iría bien.
– Está embarazada. Erin y yo vamos a tener un hijo. Nos casaremos en el ayuntamiento la semana que viene.
La copa de vino cayó en el fregadero y se hizo añicos.
– Sé que éste no es el mejor momento, pero…
Isabel sintió un calambre en el estómago. Quería detener a Michael. Detener el tiempo. Hacer retroceder las manecillas del reloj para que nada de eso estuviese ocurriendo.
Él estaba pálido y parecía hundido.
– Los dos sabemos que lo nuestro no habría funcionado -añadió.
El aire se atascó en los pulmones de Isabel.
– Eso no es cierto. Habría sido… Habría…
No podía respirar.
– Excepto para cuestiones de negocios, apenas nos vemos.
Ella boqueó. Aferró la pulsera de oro que llevaba en la muñeca.
– Hemos estado… hemos estado demasiado ocupados, eso es todo.
– ¡No hacemos el amor desde hace seis meses!
– Es… es algo temporal. -Apreció en su propia voz el mismo tono histérico de su madre, y se esforzó por mantener la calma-. Nuestra relación… nunca ha estado basada en el sexo. Ya hemos hablado de eso. Es una situación… temporal -insistió.
Michael retrocedió un paso.
– ¡Por favor, Isabel! No te engañes. Nuestra vida sexual no está programada en tu jodido ordenador portátil, por eso no existe.
– ¡No me hables de ordenadores portátiles! ¡Tú te llevas el tuyo a la cama por la noche!
– ¡Al menos me calienta la mano!
Ella sintió como si la hubiese abofeteado.
Él se arrepintió de esas palabras hirientes.
– Lo siento. Eso era innecesario. Y además no es cierto. La mayoría de las veces estuvo bien. Sólo que… -Hizo un leve gesto-. Necesito pasión. Isabel se aferró a la encimera.
– ¿Pasión? Somos adultos. -Intentó sosegarse, respirar hondo-. Si no te hace feliz nuestra vida sexual, podemos… acudir a un sexólogo. -Pero no había remedio. Aquella mujer llevaba en su vientre el hijo de Michael. El hijo que Isabel había planeado tener algún día.
– No quiero ir a un sexólogo. -Bajó la voz-. No es un problema mío, Isabel. Es tu problema.
– Eso no es verdad.
– Es… Pareces esquizofrénica cuando se trata de sexo. Algunas veces está bien, pero la mayoría es como si me estuvieses haciendo un favor y tuvieses prisa por acabar. Aun peor, a veces es como si no estuvieses allí.
– La mayoría de los hombres aprecia las pequeñas variaciones.
– Necesitas controlarlo todo. Quizás ése sea el motivo de que apenas te guste el sexo.
Isabel no podía soportar su compasiva mirada. Era ella la que tendría que compadecerse de él. Había elegido marcharse con una mujer mayor, sin gusto en el vestir, que veía películas malas y bebía cerveza. Y no era una esquizofrénica sexual…
Empezó a desmoronarse.
– Estás muy equivocado. ¡Siempre quiero sexo! ¡Vivo para ello! ¡Sólo pienso en sexo!
– La amo, Isabel.
– No es verdadero amor. Es…
– ¡Deja de decirme lo que siento, maldita sea! Siempre lo haces. Crees que lo sabes todo, pero no es así.
Isabel no lo creía. Sólo quería ayudar a la gente.
– No puedes controlar esto, Isabel. Necesito una vida normal. Necesito a Erin. Y necesito al niño.
Ella quería hacerse un ovillo y ponerse a aullar de dolor.
– Entonces quédate con ella. No quiero verte nunca más.
– Intenta comprenderlo. Ella hace que me sienta… no sé… seguro. Sano. ¡Tú eres demasiado! ¡Eres demasiado en todo! ¡Me vuelves loco!
– Bien. Vete.
– Espero que podamos hacer esto de forma civilizada, que sigamos siendo amigos.
– No podemos. Sal de aquí.
Y él así lo hizo. Sin decir una palabra más. Se limitó a darse la vuelta y salir de su vida.
Isabel se inclinó sobre el fregadero y abrió el grifo, pero le faltaba el aire. Llegó tambaleándose hasta la ventana de la cocina y sacó la cabeza para respirar aire fresco. Llovía. No le importó. Inspiró por la boca y rebuscó en su cabeza las palabras necesarias para rezar, pero no las encontró. Y entonces sintió el golpe.
Relaciones sanas
Orgullo profesional
Responsabilidad financiera
Dedicación espiritual
Las Cuatro Piedras Angulares de una vida favorable cayeron sobre su cabeza.
2
Lorenzo Gage era pecaminosamente apuesto. Su cabello oscuro, abundante y aterciopelado y sus ojos azules, fríos y penetrantes, le daban un fiero aspecto. Sus finas cejas negras, que dibujaban sugestivos ángulos, y su frente hablaban de una antigua aristocracia teñida de corrupción. Sus labios eran cruelmente sensuales y sus mejillas podrían haber sido talladas con el cuchillo que empuñaba.
Gage se ganaba la vida matando gente. Su especialidad eran las mujeres. Mujeres hermosas. Les pegaba, las torturaba, las violaba y asesinaba. A veces, con una bala directa al corazón. Otras, rebanándoles el cuello. Una de dos.
La pelirroja que yacía sobre la cama llevaba tan sólo bragas y sujetador. Su piel brillaba como el marfil sobre las sábanas negras de raso mientras la miraba.
– Me has traicionado -dijo él-. No me gusta que las mujeres me traicionen.
La mujer lo miró aterrorizada. Mejor así.
Él se inclinó sobre la cama y apartó la sábana de sus muslos con la punta del cuchillo. Aquel gesto heló la sangre de la mujer. Gritó, se levantó de un brinco y corrió hacia la puerta de la habitación.
A Gage le gustaba cuando se resistían, por lo que la dejó alcanzar la puerta antes de atraparla. Ella luchó por liberarse. Cuando él se aburrió de su resistencia, le torció el brazo. Un violento bofetón la lanzó sobre la cama, con aquellos adorables muslos abiertos. Él no mostró emoción alguna más allá de un sutil parpadeo de anticipación. En ese momento, sus carnosos labios esbozaban una cruel sonrisa, y con una mano se abrió la hebilla plateada del cinturón.
Gage se estremeció. Su estómago era impredecible cuando llegaba la parte de las atrocidades, sabiendo, al contrario que el resto de los espectadores, qué iba a suceder. Había esperado que el doblaje al italiano le distrajese lo suficiente de la carnicería que aparecía en la pantalla y le permitiese ver su última película, pero los vestigios de una desagradable resaca combinados con los serios efectos del jet-lag conspiraron en su contra. No era fácil ser el psicópata preferido de Hollywood.
En los viejos tiempos, John Malkovich habría hecho el trabajo, pero desde el momento en que el público posó los ojos en Ren Gage, quiso seguir viendo aquella seductora cara de malvado. Hasta esa noche había evitado ver Alianza sangrienta, pero dado que las críticas habían dejado la película por los suelos, decidió echarle un vistazo. Craso error.
Violador, asesino en serie, matón a sueldo. Una forma diabólica de ganarse el pan. Además de todas las mujeres de las que había abusado hasta la muerte, había torturado a Mel Gibson, golpeado a Ben Afleck en las rodillas con una barra de hierro, provocado una herida casi mortal a Pierce Brosnan, y perseguido a Denzel Washington con un helicóptero dotado de armamento nuclear. Incluso había matado a Sean Connery. Ardería en el infierno por ello. Nadie se la jugaba a Sean Connery.
Aun así, las grandes estrellas solían acabar con él antes de que finalizase la película. A Ren lo habían apaleado, quemado, decapitado y castrado; y eso dolía. Ahora estaba siendo públicamente vilipendiado por haber hecho que la actriz preferida de América se suicidase. Aunque debería tenerse en cuenta que no se trataba de la vida real. ¿O sí? Su propia, real y jodida vida.
Todos aquellos gritos retumbaron en su cabeza. Alzó la vista hacia la pantalla a tiempo de ver el chorro de sangre cuando la pelirroja pasó a mejor vida. Mala suerte, cariño. Eso es lo que pasa cuando te atrapa una cara bonita.
Ni su cabeza ni su estómago podían resistirlo por más tiempo, así que salió del oscuro cine. Sus películas eran un gran negocio a escala internacional, y mientras se mezclaba con la multitud que disfrutaba de la templada noche florentina echó un vistazo alrededor para asegurarse de que nadie le reconocía; los turistas y los lugareños estaban demasiado ocupados disfrutando de las ajetreadas calles como para reparar en su presencia.
Lo último que deseaba era tener que vérselas con sus admiradores, de ahí que se hubiese tomado su tiempo para modificar su aspecto antes de salir del hotel, a pesar de que su cara evidenciaba los efectos de haber dormido menos de dos horas. Se había puesto lentes de contacto de color castaño para ocultar sus inconfundibles ojos azul plateado y llevaba el pelo suelto; todavía largo y lustroso debido a la película cuyo rodaje en Australia había finalizado dos días atrás. Tampoco se había afeitado, esperando que de ese modo pasasen desapercibidas las líneas de su mandíbula, marca de sus ancestros, los Médicis. Aunque prefería llevar vaqueros, se vistió según los cánones de un italiano acomodado: camisa negra de seda, pantalones oscuros y unos exquisitos mocasines con un rasguño en uno de los talones, debido a que era tan poco cuidadoso con la ropa como con las personas. Tratar de pasar inadvertido era una experiencia relativamente nueva. Por lo general, si había algún foco por los alrededores, le gustaba ponerse al alcance de su luz. Pero no en ese momento.
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