– Es incluso mejor.
Ella sonrió, se encogió de hombros y el chal cayó al suelo.
Cuando finalmente tomaron el café, estaba frío como el hielo.
– Me encanta San Gimignano -dijo ella cuando iban de regreso a casa bajo la lluvia-. Podría haberme quedado para siempre.
Él sonrió y puso en marcha el limpiaparabrisas.
– Me pagarás, ¿verdad?
– Lo dudo. Si alguien tiene que pagar por atenciones sexuales, ése eres tú, porque soy condenadamente buena. Admítelo.
Parecía tan contenta consigo misma que él ni siquiera se planteó la posibilidad de contradecirla.
– Eres de primera clase.
– Yo también lo creo.
Ren rió y sintió deseos de besarla de nuevo, pero ella le habría endilgado toda una conferencia sobre sensatez si él hubiese soltado el volante.
Isabel dejó que una de las sandalias se balancease en su pie cuando cruzó las piernas.
– Si tuvieses que ponerme nota, ¿cuál me pondrías?
– ¿Nota?
– Sí, en un ránking.
– ¿Quieres que te puntúe? -Justo cuando creía que ya no podría sorprenderle, le desconcertaba con su tablero de valoración personal.
– Sí.
– ¿No crees que es un poco denigrante?
– No, si soy yo la que te lo pide.
Ren no era tonto y sabía reconocer un nido de víboras cuando lo veía.
– ¿Por qué quieres que te puntúe?
– No se debe a que quiera competir con tus anteriores víctimas… No te sientas halagado. Simplemente quiero conocer mi nivel de competencia desde el punto de vista de una autoridad reconocida en la materia. Hasta dónde he llegado. Y, en interés de posibles mejoras, hasta dónde debería llegar.
– Eso suena a «próximas ocasiones»…
– Responde a mi pregunta.
– De acuerdo. -Se relajó contra el respaldo-. Para ser sincero, no eres la número uno. ¿Te parece bien?
– Sigue.
Tomó una curva cerrada.
– La número uno fue una cortesana francesa muy solícita.
– Ah, bien, una mujer francesa.
– La número dos pasó sus años de formación en un harén de Oriente Medio. No esperarás competir con eso ¿verdad?
– Supongo que no. Aunque tal vez…
– Y en el número tres hay un empate. Por un lado una contorsionista bisexual del Cirque du Soleil y un par de gemelas pelirrojas con un interesante fetichismo. La número cuatro…
– Ve al grano.
– La cincuenta y ocho.
– Muy bien. ¿Te has divertido?
– Oh, sí.
Isabel le dedicó una sonrisa de satisfacción y se repantigó en el asiento.
– En cualquier caso, no preguntaba en serio. Confío demasiado en mí misma para que me importe el lugar en que me colocas. Sólo pretendía hacerte sufrir.
– Me parece que no soy el único que sufre. Tal vez eres un poco más insegura de lo que dejas entrever.
– Es por la liga. -La palpó por debajo del vestido-. Un complemento para mujeres realmente desesperadas.
– A mí me gusta.
– Me he dado cuenta. Entenderás, supongo, que ahora tendrás que mudarte a la villa otra vez.
De nuevo le había sorprendido.
– ¿De qué estás hablando?
– Estaba preparada para tener una aventura contigo, pero no estoy preparada para que vivamos juntos.
– Hasta ayer vivíamos juntos.
– Eso fue antes de anoche.
– No voy a regresar a la villa a trompicones a las cinco de la madrugada. -Pisó el acelerador más de lo necesario-. Y si crees que no podemos dormir juntos de nuevo, entonces es que tienes muy poca memoria.
– No he dicho que no puedas pasar la noche de vez en cuando. Lo que he dicho es que no puedes seguir viviendo en la casa.
– Una sutil distinción.
– Una importante distinción. -Isabel entendía la diferencia, y suponía que él también. Se tocó el brazalete. No podría centrarse a menos que dispusiese de todo el tiempo para sí misma y su respiración-. Nuestra aventura sólo ha sido sexo. -Ren apartó la vista de la carretera lo justo para dedicarle una de sus miradas asesinas, pero ella le ignoró-. Vivir juntos lo complicaría.
– No sé por qué.
– Cuando dos personas viven juntas, establecen un compromiso emocional.
– Espera un seg…
– Eh, deja de mirarme así, pareces aterrorizado. Eso sólo confirma lo que estoy diciendo. Nosotros mantenemos una relación física a corto plazo, sin componentes emocionales. Todo lo que obtienes de mí es mi cuerpo. ¿No te basta?
La expresión de Ren se hizo sombría, algo que ella no pudo entender, pues había descrito una relación perfecta. Debería estar contento de que ella lo hubiese propuesto en esos términos. El predecible comportamiento de género. Pero no podía dar nada por supuesto en lo tocante a ese hombre.
– Por cierto -añadió-, mientras mantengamos relaciones sexuales, ambos seremos fieles.
– Deja de decir «relación sexual». Haces que suene como si se tratase de la gripe. Y no quiero ningún tipo de monserga sobre la fidelidad.
– No te voy a soltar ninguna monserga.
Eso hizo reír a Ren.
– De acuerdo -aceptó Isabel-. Tal vez sí. Adelante. Te toca a ti.
– ¿Me toca?
– Sin duda debes de tener ciertas condiciones.
– Claro, maldita sea.
Ella le observó intentando imaginar sus condiciones y resistiéndose al deseo de hacer algunas sugerencias.
– De acuerdo -dijo Ren-. Me llevaré mis cosas en cuanto lleguemos. Pero si «practicamos sexo», pasaré la noche contigo.
– De acuerdo.
– Y si no «practicamos sexo» y me veo obligado a pasar la noche en la villa con esos gamberros, no esperes que esté de buen humor al día siguiente. Si quiero discutir, lo haré.
– Bien. -Ella descruzó las piernas-. Pero no podrás decir «cállate».
– Cállate.
– Una cosa más…
– No hay nada más.
– Anoche cruzaste un límite. Y sólo porque me haya equivocado al establecerlo no significa que quiera que sigas haciéndolo.
La mirada de Ren se hizo más afilada.
– Dime qué límite crucé.
– Ya sabes a qué me refiero.
– Dime «marranadas». Fue cuando intentabas cerrar las rodillas…
– Podría ser.
– Cariño, cuando te equivocas, te equivocas. -Sonrió de un modo diabólico-. Y eso me lleva a preguntarme…
– No lo sé. Estoy pensando en ello.
– ¿Cómo sabes lo que iba a preguntar?
– Soy extremadamente perceptiva. Eres un hombre, y te gusta la reciprocidad.
– No es gran cosa. Estoy más que contento con el modo en que se han desarrollado las cosas.
– Me alegra saberlo.
– Y no quiero que te sientas presionada.
– Gracias. No lo estoy.
– La única razón por la que he sacado el tema es para tranquilizarte. Quiero que sepas que si decides… aventurarte, prometo que me comportaré como un perfecto caballero.
– ¿Acaso podrías comportarte de otro modo?
– Sabes a qué me refiero.
La lluvia les dejó atrapados en la villa durante toda la mañana y parte de la tarde. Harry dio vueltas de una habitación a otra con su teléfono móvil apretado contra la oreja, evitando entrar en las habitaciones donde estaba Tracy. Ésta jugó con las muñecas Barbie hasta que le dieron ganas de arrancarle la cabeza a aquella zorrita anoréxica. Intentó entretener a Jeremy con juegos de cartas que él no quería jugar. Los niños se pelearon, a Connor le tiraron de la oreja y a Tracy los tobillos empezaron a fallarle, lo que significaba que necesitaba tomar sal, ¿y qué era la vida sin sal? El mero hecho de pensarlo le hizo sentir ganas de comerse una bolsa de patatas fritas.
Finalmente, se llevó a Connor abajo para hacer la siesta, dejó de llover, y los otros niños pudieron salir a jugar. Le habría dado gracias a Dios por ello, pero ver a Harry haciendo otra llamada con su móvil la sumió en el desaliento. Había pensado en lo que Isabel le había dicho -la pregunta que, en teoría, tenía que formular-: ¿qué tres cosas podía hacer ella para hacerle feliz? Pero ¿qué pasaba con las cosas que podía hacer él para hacerla feliz a ella? En ese momento, odió a Isabel Favor casi tanto como a Harry.
Él cometió el error de pasar a su lado justo cuando ella tropezaba con el maletín del ordenador portátil que Connor había estado arrastrando de un lado a otro. Ella lo recogió y se lo lanzó. El no gritó, pero nunca lo hacía. Ella era la gritona de la familia. El se limitó a acabar la llamada y a mirarla con ceño, del mismo modo en que miraba a los niños cuando se comportaban mal.
– Estoy seguro de que has tenido una razón para hacerlo.
– Lo único que lamento es que no fuese una silla. Ha estado lloviendo toda la mañana y no me has ayudado con los niños.
– Tenía que hacer varias llamadas urgentes de larga distancia. Te lo dije. He cancelado todas mis reuniones y he buscado nuevas fechas para dos presentaciones, tenía que hacerme cargo.
Ella sabía que se encontraba en un momento crítico del proyecto, y ya se había quedado mucho más tiempo del que habría imaginado. También había pasado muchas más horas que ella con los niños desde que había llegado, pero se sentía demasiado herida para ser justa. Sólo le preocupaba ser hiriente.
– Ojalá pudiese permitirme el lujo de llamar por teléfono cada vez que quisiese.
¿Cuándo se había convertido en semejante arpía?
Cuando su marido dejó de quererla.
– Cálmate, ¿de acuerdo? ¿Podrías, por una vez en tu vida, fingir ser razonable?
Cuando se distanció de ella… Siempre se distanciaba. Fingiendo que ella no tenía sentimientos para, de ese modo, no tener que lidiar con ellos.
– ¿Qué pasa, Harry? ¿Por qué tenemos que fingir nada? Estoy embarazada otra vez, no puedes estar conmigo, ni siquiera te gusto. Dios, me das pena.
– Deja ya el melodrama. Me gustará tener otro hijo. Sacas las cosas de quicio porque estás aburrida y quieres entretenerte.
Lo único que sabía era menospreciarla. No podía tolerar un minuto más su fría indiferencia, el saber lo poco que significaba para él su amor.
– Tus excesos interpretativos se deben al embarazo -dijo Harry-. Tus hormonas te han convertido en alguien completamente irracional.
– No estaba embarazada hace un ano. ¿Me comporté de modo irracional cuando fuimos a Newport y te pasaste todo el tiempo pegado al teléfono?
– Eso fue una emergencia.
– ¡Siempre hay emergencias!
– ¿Qué quieres que haga? Dime, Tracy, ¿qué puedo hacer para que seas feliz?
– ¡Demuéstramelo!
La expresión de Harry era de fría neutralidad.
– Intenta controlarte, ¿de acuerdo?
– ¿Para convertirme en un robot como tú? No, gracias.
Él meneó la cabeza.
– Esto es una pérdida de tiempo. Quedarme aquí ha sido una pérdida de tiempo.
– ¡Pues vete! De todas formas, es lo que quieres hacer. Vete para que no tengas que tratar con la gorda histérica de tu mujer.
– Tal vez lo haga.
– ¡Vamos, lárgate!
– ¡Muy bien! En cuanto me despida de los niños, me marcho. -Dejó a un lado el maletín del ordenador y echó a andar.
Tracy se dejó caer en una silla y rompió a llorar. Finalmente, lo había logrado. Había acabado sacándole de sus casillas.
Dime, Tracy, ¿qué puedo hacer para que seas feliz?
Por unos segundos se preguntó si Isabel también habría hablado con él. Pero no, su pregunta había sido como un latigazo. Aun así, le habría gustado poder decirle la verdad.
Ámame, Harry. Sólo ámame como me amabas antes.
Harry encontró a su hijo mayor y a la más pequeña frente a la villa. Al bajar a Brittany de una de las estatuas que Jeremy le había animado a escalar, se dio cuenta de que estaba sudando. No podía permitir que sus hijos fuesen testigos de su ansiedad, por lo que se forzó a sonreír.
– ¿Dónde está Steffie?
– Ni idea -respondió Jeremy.
– Sentaos, chicos. Tengo que deciros una cosa.
– Te vas otra vez, ¿verdad? -Los brillantes ojos de Jeremy, del mismo color azul que los de su madre, le miraron de forma acusadora-. Vuelves a Zurich, y mamá y tú os vais a divorciar.
– No vamos a divorciarnos. -Pero ése era el siguiente paso lógico, y a Harry le dolía tanto el pecho que apenas podía respirar-. Tengo que volver al trabajo, eso es todo.
Jeremy le miró como si su padre hubiese apagado el sol.
– No es nada importante. En serio.
Harry los tomó en brazos a los dos y les llevó hasta un banco, donde les explicó todo, a excepción de lo que no les había dicho cuando los tenía cerca, tanto allí como en Zurich. Que no podía hacer planes ni pensar. Que no dormía bien desde hacía meses. Que las dos noches anteriores, con los niños arremolinados a su alrededor, había podido dormir un poco, pero sin llegar a ser el reposo profundo y reparador que experimentaba cuando Tracy le ponía el brazo sobre el pecho, trayéndole en sueños la suave y exótica esencia de su oscuro y vibrante cabello.
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