– Huele. ¿No te parece un aroma indescriptible?
Isabel inhaló la acre esencia terrestre del funghi y pensó de inmediato en sexo. Pero en ese momento cualquier cosa la hacía pensar en sexo. Estaba deseando regresar a casa y ver otra vez a Ren. La gente del pueblo iba a reunirse a las diez para acabar de desmontar el muro, y él estaría allí para echar una mano.
Ella recordó el mal humor de Ren justo antes de irse la noche anterior. En un principio había pensado que se debía al hecho de que ella le echase, pero no era eso. Ella le preguntó qué estaba mal, pero él dijo que simplemente estaba cansado. Sin embargo, parecía más que eso. Tal vez era una reacción tardía al haber encontrado a Steffie. Una cosa estaba clara: Ren era un maestro de la ocultación, y si quería que ella no supiese qué pasaba en su interior, Isabel tenía muy pocas oportunidades de descubrirlo.
Se pusieron en marcha otra vez, con ojo avizor, utilizando los bastones que Giulia había traído consigo para apartar los matojos que crecían entre las raíces de los árboles y junto a los troncos. La lluvia había revitalizado el reseco paisaje, y el aire llevaba el aroma del romero, la lavanda y la salvia. Isabel encontró un grupo de aterciopelados porcini bajo una pila de hojas y los añadió a la cesta.
– Eres buena en esto. -Giulia habló en un susurro, como había estado haciendo toda la mañana. Los porcini eran un material precioso, y buscar setas era una operación secreta. Su cesta tenía incluso una tapa para esconder su tesoro por si acaso pasaba alguien por el bosque. Bostezó por cuarta vez en pocos minutos.
– ¿Es demasiado temprano para ti? -preguntó Isabel.
– Tuve que reunirme con Vittorio en Montepulciano anoche, y en Pienza anteanoche. Volví muy tarde.
– ¿Te reúnes con él siempre que está fuera?
Giulia arrancó unos hierbajos.
– A veces. Algunas noches.
Significara lo que significase.
Después regresaron a la casa, llevando por turnos la cesta. La gente del pueblo había empezado a aparecer, y Ren estaba en el jardín estudiando el muro. Llevaba unas botas sucias, vaqueros y una gastada camiseta que le daban cierto aire moderno. Cuando la vio, su sonrisa derritió los últimos restos del frío de la mañana, y se hizo más amplia cuando vio la cesta.
– Déjame que ponga eso a buen recaudo.
– Oh, no, tú no.
Pero ya era tarde. Ren ya había cogido la cesta de manos de Giulia y se había metido en la casa.
– Deprisa. -Isabel agarró a Giulia por el brazo y la hizo entrar en la cocina, pisándole los talones-. Devuélvele la cesta inmediatamente. No eres de fiar.
– Hieres mis sentimientos. -Su mirada reflejaba la inocencia de un monaguillo-. Justo cuando iba a ofrecerme para preparar una cena para los cuatro esta noche. Nada muy complicado. Podemos empezar con porcini sautée sobre pan tostado. Después, tal vez unos espaguetis con una suave salsa, muy sencilla. Saltearé las setas con aceite de oliva, ajo y un poco de perejil. Podemos asar los más grandes y hacer con ellos una ensalada de arugula. Por supuesto, si no os apetece…
– ¡Sí! -exclamó Giulia como una niña-. Vittorio estará en casa esta noche. Sé que nos toca a nosotros invitaros, pero tú eres mejor cocinero, y acepto por los dos.
– Os veremos a las ocho. -Los porcini desaparecieron dentro de un armario.
Satisfecha, Giulia volvió al jardín para unirse a algunos de sus amigos. Ren le echó un vistazo a su reloj, alzó una ceja de forma significativa y señaló con el pulgar hacia el techo con arrogancia.
– Tú. Arriba. Ahora. Y date prisa.
Pero él no era el único que sabía fanfarronear. Ella bostezó con displicencia.
– No lo creo.
– Al parecer, tendré que ponerme duro.
– Sabía que iba a ser un buen día.
Él soltó una carcajada, la llevó hasta el salón, la apretó contra la pared y le dio un beso que le puso la piel de gallina. Pero entonces Giulia les llamó desde la cocina, y se vieron obligados a dejarlo.
Mientras trabajaban, la gente del pueblo hablaba con emoción y dramáticos gestos de lo aliviados que se sentirían cuando encontrasen el dinero secreto de Paolo y dejasen de tener miedo. Isabel se preguntó si todo un pueblo podía ganar un Oscar.
Tracy bajó desde la villa con Marta y Connor. Harry apareció media hora más tarde con Jeremy y Steffie. Parecía agotado y deprimido, e Isabel se sorprendió al ver cómo Ren salía a su encuentro para hablar con él.
Steffie permanecía al lado de su padre, pero en cierto momento se apartaba con Ren, que parecía disfrutar de su compañía, toda una sorpresa tras las quejas que él había expresado de tener los niños alrededor. Tal vez el incidente del día anterior le había hecho cambiar de opinión. Incluso se acuclilló para hablar con Brittany, a pesar de que ella se había quitado la camiseta.
Cuando Jeremy vio cuánta atención recibían sus hermanas empezó a comportarse mal, algo de lo que sus padres no parecían conscientes. Ren le alabó la musculatura y le dejó que cargase piedras.
Isabel decidió que prefería dedicarse al servicio de comida que a los trabajos manuales, así que ayudó en la elaboración de bocadillos y llenando los cántaros de agua. Marta la reprendió en italiano, aunque no con malas maneras, por cortar las rebanadas de pan demasiado finas. Una tras otra, todas las personas que le habían causado problemas se las apañaron para acercarse y pedirle disculpas. Giancarlo le pidió perdón por el episodio del fantasma, y Bernardo, liberado de las obligaciones de la mañana, le presentó a su esposa, una mujer de ojos tristes llamada Fabiola.
A eso de la una apareció un guapo italiano de pelo rizado. Giulia le llevó a conocer a Isabel.
– Éste es Andrea, el hermano de Vittorio. Es nuestro médico local, un médico excelente. Ha cerrado la consulta a mediodía para ayudar en la búsqueda.
– Piacere, signora. Encantado de conocerla. -Tiró el cigarrillo-. Un mal hábito, lo sé, para un médico.
Andrea tenía una pequeña cicatriz en la mejilla y unos ojos de mirada pícara. Mientras conversaban, Isabel sabía que Ren miraba desde el muro, e intentó convencerse de que se sentía celoso. Era poco probable, pero era una bonita fantasía.
Tracy iba de un lado para otro. Isabel le presentó a Andrea, y ella le pidió que le recomendase un obstetra local.
– Yo traigo al mundo a los niños de Casalleone -respondió el doctor.
– Qué madres tan afortunadas. -La réplica de Tracy tenía su picante, pero sólo, supuso Isabel, porque Harry estaba lo bastante cerca para oírla.
A media tarde, el muro había sido desmontado piedra a piedra, y el aire festivo que había presidido el trabajo desapareció. No encontraron nada más interesante que unos cuantos ratones muertos y algunos pedazos de porcelana rota. Giulia estaba en lo alto de la escarpada cuesta, cabizbaja. Bernardo parecía estar compitiendo con los tristes ojos de su esposa. Una mujer llamada Teresa, al parecer familiar de Anna, unió los brazos con su madre. Andrea Chiara se alejó para hablar con uno de los hombres más jóvenes, que estaba fumando con cara de pocos amigos.
Justo en ese momento llegó Vittorio. Se percató del ánimo del grupo y, de inmediato, se dirigió hacia Giulia. Isabel observó cómo la llevaba bajo las sombras de la pérgola, donde la abrazó.
Ren se acercó a Isabel por uno de los senderos de grava.
– Esto parece un funeral -comentó.
– Hay en juego algo más que un objeto perdido.
– Te aseguro que me gustaría saber de qué se trata.
En ese momento, Giulia se apartó de Vittorio y se aproximó a ellos, parecía haber llorado.
– No os importa que no cenemos juntos esta noche, ¿verdad? No me encuentro muy bien. Os dejaré todos los porcini.
Isabel recordó la excitación matinal de Giulia respecto a la comida.
– Lo siento. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?
– ¿Puedes hacer milagros?
– No, pero puedo rezar para que se produzcan.
Giulia le dedicó una lánguida sonrisa.
– Entonces tendrás que rezar con mucha fuerza.
– Sería más fácil si ella supiese el motivo de su plegaria -dijo Ren.
Vittorio se había quedado bajo la pérgola, y Giulia volvió la cabeza lo justo para mirarle de forma suplicante. Él negó con la cabeza. Isabel apreció algo de rencor en Giulia y decidió que era el momento de aumentar la presión.
– No podremos ayudaros si no confiáis en nosotros.
Giulia se frotó las manos.
– No creo que podáis ayudar en ningún caso.
– ¿Tienes algún problema?
Giulia gesticuló con los brazos.
– ¿Ves algún niño entre mis brazos? Sí, tengo un problema.
Vittorio se dirigió hacia ellos.
– Ya basta, Giulia.
Dio la impresión de que Ren le leía la mente a Isabel, que en ese momento parecía estar diciéndole que tenían que dividir sus fuerzas. Isabel le pasó a Giulia el brazo por los hombros y se adentraron en el sendero para alejarse de Vittorio.
– Vamos a dar una vuelta y hablamos -le propuso, llevándola con rapidez hacia el coche rodeando la casa.
Giulia subió al Panda sin protestar, Isabel se puso al volante y salieron en busca de la carretera. Esperó unos minutos antes de hablar.
– Supongo que tienes una buena razón para no decirnos la verdad.
Giulia se frotó los ojos.
– ¿Cómo sabes que no he contado la verdad?
– Porque tu historia suena al guión de una de las películas de Ren. Además, no creo que no encontrar el dinero pudiese ponerte tan triste.
– Eres una mujer muy inteligente. -Se mesó el pelo, colocándolo tras las orejas-. Nadie quiere parecer tonto.
– ¿Eso te asusta, que la verdad pueda hacerte parecer tonta? ¿O es que Vittorio te ha prohibido hablar?
– ¿Crees que guardo silencio porque Vittorio me obliga a ello? -Rió cansinamente-. No. Esto no se debe a él.
– Entonces ¿qué te ocurre? Es obvio que necesitas ayuda. Tal vez Ren y yo podamos aportar una perspectiva diferente.
– O tal vez no. -Cruzó las piernas-. Habéis sido muy amables conmigo.
– Para eso están los amigos.
– Tú has sido mejor amiga para mí que yo para ti.
Dejaron atrás una casa de campo con una mujer trabajando en el jardín. Isabel sintió el peso de la batalla interior de Giulia.
– No es sólo mi historia -dijo Giulia finalmente-. Es la historia de todo el pueblo, y se enfadarán conmigo. -Sacó un pañuelo de papel del paquete que Isabel había dejado en el asiento y se sonó la nariz-. Pero igual voy a contártelo. Y si crees que es una tontería… Bueno, entonces no podré culparte.
Isabel esperó. El pecho de Giulia se elevó para dejar escapar un suspiro de resignación.
– Estamos buscando la Ombra della Mattina.
A Isabel le costó unos segundos recordar la estatua votiva del chico etrusco que se exhibía en el museo Guarnacci, Ombra della Sera. Pisó el acelerador para adelantar a un tractor.
– ¿Qué significa Ombra della Mattina?
– «La sombra de la mañana.»
– La estatua que hay en Volterra se llama La sombra del atardecer. No se trata de una coincidencia, ¿verdad?
– Ombra della Mattina es su pareja. Una estatua femenina. Hace treinta años, el cura de nuestro pueblo la encontró cuando estaba plantando unos rosales en la puerta del cementerio.
Tal como Ren había supuesto.
– Y la gente del pueblo no quiso entregársela al gobierno.
– No creas que se trataba de un caso corriente de codicia, de gente ocultando un objeto valioso. Si fuese tan sencillo…
– Pero es un objeto muy valioso.
– Sí, pero no sólo en el sentido que tú piensas.
– No entiendo.
Giulia tiró de uno de sus pendientes con perlas. Parecía hundida y exhausta.
– Ombra della Mattina tiene poderes especiales. Por eso no se lo contamos a los forasteros.
– ¿Qué clase de poderes?
– A menos que hayas nacido en Casalleone, no puedes entenderlo. Incluso los que hemos nacido aquí no lo creíamos. -Hizo uno de sus graciosos gestos-. Nos reíamos cuando nuestros padres nos contaban historias sobre la estatua, pero ahora ya no reímos. -Se volvió para mirar a Isabel-. Hace tres años, Ombra della Mattina desapareció, y desde entonces ninguna mujer, en treinta kilómetros a la redonda de este pueblo, ha podido concebir.
– ¿Ninguna mujer se ha quedado embarazada en tres años?
– Sólo aquellas que han concebido lejos del pueblo.
– ¿Y realmente crees que la desaparición de la estatua es la causa?
– Vittorio y yo fuimos a la universidad. ¿Deberíamos creer en una superstición? Claro que no. Pero los hechos están ahí… La única manera en que las parejas han sido capaces de concebir ha sido alejándose de los límites de Casalleone, y eso no siempre es fácil.
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