Lo mejor era regresar al hotel y dormir hasta el mediodía, pero se sentía inquieto. Si sus colegas hubiesen estado por allí, tal vez podrían haber ido a un club; aunque tal vez no. Los clubes habían perdido todo su atractivo. Por desgracia, Gage era un ave nocturna, por lo que no imaginaba qué podría hacer al respecto.
Pasó frente al escaparate de una carnicería. La cabeza disecada de un jabalí le miró a través del cristal y él apartó la vista. Los últimos dos días habían sido un desastre. Karli Swenson, de la que había sido novio hacía un tiempo, una de las actrices preferidas de Hollywood, se había suicidado la semana anterior en su casa de Malibú, junto a la playa. Karli tenía un largo historial de consumo de cocaína, así que Ren supuso que el suicidio estaba relacionado con las drogas, lo cual le fastidiaba tanto que ni siquiera podía llorar su pérdida. De una cosa estaba seguro: Karli no se había matado por su culpa.
Incluso cuando estaban juntos, Karli se preocupaba más de lo que se metía por la nariz que de él, pero el público la adoraba, y los periódicos sensacionalistas querían historias más suculentas que las cuestiones relacionadas con drogas. No hubo sorpresas: decidieron que había sido culpa de Ren. La crueldad y el desapego que el chico malo de Hollywood manifestaba hacia las mujeres habían llevado a Karli a la tumba.
Todas esas historias en torno al chico malo le habían ayudado a consolidar su carrera, por lo que no podía culpar a los medios, aunque seguía sin gustarle el modo en que lo habían expuesto. Por eso había decidido poner tierra de por medio durante unas seis semanas, hasta que diese comienzo el rodaje de su siguiente película.
En un principio había planeado llamar a una antigua novia, irse al Caribe y reanudar su relación sexual en el punto en que la habían dejado unos meses atrás, antes de iniciar el rodaje de su última película. Pero el alboroto que se había organizado en torno a la muerte de Karli le llevó a querer poner algo más de distancia respecto de Estados Unidos, y acabó decidiéndose por Italia. No sólo era la tierra de sus ancestros, sino también el lugar donde se rodaría su siguiente película. Tendría así la oportunidad de empaparse de la atmósfera, para meterse mejor en la piel de su nuevo personaje. Y de que, ninguna de sus antiguas novias, ansiosas de publicidad, se interpondrían en su camino.
Qué demonios. Podría soportar el estar solo durante unas semanas, hasta que se extinguiera el fuego provocado por el suicidio de Karli, y luego volver a la palestra. De momento, la idea de ir de incógnito suponía suficiente novedad como para tenerle entretenido.
Alzó la vista y se percató de que estaba caminando sin rumbo por el centro de Florencia, en medio de la Piazza della Signoria. No recordaba la última vez que había estado solo. Caminó por los adoquines en dirección al Rivoire y consiguió una mesa bajo el toldo. Un camarero se dispuso a tomar nota de su pedido. Habida cuenta de su resaca, tendría que haber pedido soda, pero él rara vez hacía lo que se suponía que tenía que hacer, así que pidió una botella del mejor Brunello. El camarero tardó demasiado en traerla, por lo que Ren le increpó cuando por fin lo hizo. Su mal humor era fruto de la falta de sueño, de haber bebido y del hecho de que estaba completamente agotado. Era consecuencia de la triste muerte de Karli, y de un sentimiento general respecto a que su dinero y su fama no eran suficientes. Se sentía hastiado, inquieto, y quería más. Más fama. Más dinero. Más… lo que fuese.
Se recordó que su siguiente película le proporcionaría todo eso. Cualquier actor desearía interpretar el papel del villano Kaspar Street, pero se lo habían ofrecido a Ren Gage. Era el papel capaz de darle lustre a toda una carrera, la oportunidad de convertirse en uno de los grandes.
Lentamente, sus músculos se fueron destensando. Asesinato en la noche requeriría meses de duro trabajo. Hasta que diese comienzo el rodaje intentaría disfrutar de Italia. Se relajaría, comería bien y haría aquello que mejor se le daba. Se repantigó en la silla, bebió un sorbo de vino y esperó a que la vida le entretuviese.
Cuando Isabel observó la cúpula rosa y verde del Duomo recortada contra el cielo nocturno, se dijo que la imagen más famosa de Florencia parecía más chillona que imponente. No le gustaba la ciudad. Incluso por la noche estaba atestada de gente y era bulliciosa. Italia tal vez gozase de una merecida tradición como lugar al que acudían para curarse mujeres aquejadas de cuitas sentimentales, pero, para ella, salir de Nueva York había sido un terrible error.
Se dijo que tenía que tener paciencia. Había llegado el día anterior, y Florencia no era su meta final. El destino, y el cambio de opinión de su amiga Denise, así lo habían dispuesto. Denise había soñado durante años con viajar a Italia. Finalmente se había decidido a pedir una excedencia en su trabajo de Wall Street y había alquilado una casa en la campiña de la Toscana para septiembre y octubre. Había pensado aprovechar ese tiempo para empezar a escribir un libro acerca de estrategias de inversión para mujeres solteras. «Italia es el lugar perfecto para encontrar la inspiración -le había dicho Denise a Isabel por encima de una pera glaseada y una ensalada de endibias en Jo Jo's, el restaurante favorito de ambas-. Escribiré todo el día, después degustaré platos exquisitos y beberé buen vino por la noche.»
Pero poco después de firmar el contrato de alquiler de la casa de sus sueños en la Toscana, Denise encontró al hombre de sus sueños y declaró que le era imposible marcharse de Nueva York. Así fue como Isabel acabó aceptando hacerse cargo durante esos dos meses del razonable alquiler por una casa en la Toscana.
No podría haber sucedido en mejor momento. Vivir en Nueva York se había convertido en algo insoportable. La empresa de Isabel Favor había dejado de existir. Había cerrado su oficina. No tenía contrato editorial alguno, ni gira de conferencias, y disponía de poco dinero. Su casa de ladrillo rojo, así como casi todas sus posesiones, habían caído bajo el mazo implacable del auditor, porque no podía hacerse cargo de las deudas. Incluso había perdido el jarrón de cristal Lalique grabado con su logotipo. Lo único que le quedaba era su ropa, una vida partida por la mitad y dos meses en Italia para concebir cómo empezar de nuevo.
Alguien la empujó y ella trastabilló. Se hizo un claro en la multitud, y la neoyorquina que llevaba dentro dejó de sentirse segura, así que se encaminó por la Via dei Calzaiuoli hacia la Piazza della Signoria. Mientras caminaba, se dijo que había tomado la decisión adecuada. Sólo romper de forma clara con lo conocido podía aclarar su mente lo suficiente como para poder controlar los sentimientos que le llevaban a desear llorar desconsoladamente. Después de un tiempo, estaría en disposición de seguir adelante.
Había trazado un plan muy concreto de cómo daría comienzo a la reinvención de su propia vida. Soledad. Descanso. Contemplación. Acción. Cuatro partes, como las Cuatro Piedras Angulares.
«¿Has actuado alguna vez de forma impulsiva? -le había dicho Michael-. ¿Tienes que planificarlo todo?»
Habían pasado poco más de tres meses desde que Michael la había dejado por otra mujer, pero su voz resonaba en su conciencia tan a menudo que a duras penas podía pensar. Hacía un mes lo había visto fugazmente en Central Park con el brazo por encima del hombro de una mujer embarazada de aspecto desaliñado, e incluso a veinte metros de distancia Isabel había oído sus risas, un poco ridículas, casi estúpidas. Durante todo el tiempo que habían pasado juntos, nunca se comportaron de forma estúpida. Isabel temía ahora haber olvidado cómo hacerlo.
La Piazza della Signoria estaba tan abarrotada de gente como el resto de Florencia. Los turistas se arremolinaban alrededor de las estatuas, y un par de músicos rasgueaban sus guitarras cerca de la fuente de Neptuno. El intimidante Palazzo Vecchio, con su almenada torre del reloj y los estandartes medievales, se alzaba sobre el bullicio nocturno tal como venía haciéndolo desde el siglo XIV.
Aquellos zapatos de piel, por los que había pagado trescientos dólares el año anterior, la estaban matando, pero la idea de regresar al hotel le resultaba demasiado deprimente. Vio los toldos de color beige y marrón del Rivoire, un café incluido en su guía de viaje, y se abrió paso entre un grupo de turistas alemanes para hacerse con una mesa.
– Buona sera, signora… -El camarero debía de tener sesenta años, por lo menos, pero eso no le impidió flirtear con ella mientras tomaba nota de la copa de vino que pidió. Le habría encantado comerse un buen risotto, pero los precios eran tan altos como las calorías que contenían los platos. ¿Cuánto tiempo hacía que no se preocupaba por los precios de los menús?
Cuando el camarero se fue, colocó el salero y el pimentero en el centro exacto de la mesa y después desplazó el cenicero hasta el borde. Michael parecía muy feliz con su nueva vida. «Eres demasiado -le había dicho-. Demasiado en todo.» Entonces por qué se sentía tan poca cosa?
Se bebió la primera copa de vino más deprisa de lo que debería haberlo hecho y pidió otra. La larguísima relación con los excesos personales de sus padres le había llevado a recelar del alcohol, pero se hallaba en el extranjero, y el vacío que había estado creciendo en su interior durante meses se había vuelto insoportable.
«No es un problema mío, Isabel. Es tu problema.»
Se había prometido a sí misma no darle más vuelta al asunto esa noche, pero al parecer no lo conseguía.
«Necesitas controlarlo todo. Quizás ése sea el motivo de que apenas te guste el sexo.» Ese comentario había sido muy injusto. Le gustaba el sexo. Incluso había empezado a juguetear con la idea de tener un amante para probar qué se sentía, pero se oponía a mantener relaciones sexuales sin un compromiso afectivo. Era otro detalle del legado que había supuesto presenciar los errores de sus padres. Limpió el rastro de carmín que había dejado en la copa de vino. El sexo suponía complicidad, pero Michael parecía haberlo olvidado. Si no estaba satisfecho, tendría que haberlo hablado con ella.
Sus pensamientos estaban haciendo que se sintiese peor de lo que se sentía cuando llegó a la piazza, así que se acabó su segunda copa de vino y pidió otra. Una noche de exceso difícilmente la convertiría en una alcohólica.
En la mesa de al lado, dos mujeres fumaban, gesticulaban y elevaban los ojos al cielo ante la absurdidad de la vida. Un grupo de estudiantes americanos, justo a su espalda, se atiborraban de pizza y helado, mientras una pareja de viejos se miraban mientras tomaban sus aperitivos.
«Quiero pasión», había dicho Michael.
Las implicaciones eran demasiado dolorosas como para tenerlas en cuenta, así que observó las estatuas al otro lado de la piazza, las copias de El rapto de las Sabinas, el Perseo de Cellini y el David de Miguel Ángel. Después sus ojos se posaron en el hombre más increíble que había visto jamás, sentado tres mesas más allá. Era un retrato de decadencia italiana enfundado en una arrugada camisa de seda negra con una oscura sombra de barba en su mandíbula, el pelo largo y unos ojos sensuales. Dos largos y elegantes dedos rodeaban la copa de vino que pendía indolente de su mano. Parecía un hombre rico, arruinado y aburrido: Marcello Mastroianni sin su cara de comediante y esculpido como la belleza masculina perfecta propia de un nuevo milenio presidido por la avaricia. Había algo vagamente familiar en él. Su cara podría haber sido pintada por uno de los maestros del Renacimiento, Miguel Ángel, Botticelli, Rafael. Tal vez por eso tenía la sensación de haberlo visto antes.
Se dispuso a estudiarlo con detenimiento, sólo para comprobar que él también la estudiaba…
3
Ren la había estado observando desde su llegada. Había pasado por dos mesas vacías antes de encontrar la que le satisfacía. Había colocado bien la sal y la pimienta en cuanto se sentó. Una persona refinada. La marca de su inteligencia resultaba tan visible como sus zapatos de diseño italiano, e incluso a aquella distancia irradiaba una seriedad y una determinación que él encontró tan sexy como sus labios carnosos.
Aparentaba poco más de treinta años, su maquillaje era discreto y su vestuario sencillo, del tipo que tan bien sentaba a las mujeres europeas. Su cara era más intrigante que hermosa. No era una de esas delgaduchas actrices de Hollywood, pero le gustaba su cuerpo: pechos en proporción a sus caderas, cintura fina y la promesa de unas largas piernas bajo aquellos pantalones negros. El pelo rubio de aquella mujer tenía unas mechas con las que sin duda no había nacido, pero él habría apostado a que era lo único artificial en ella. No tenía uñas ni pestañas postizas. Y en caso de haberse implantado silicona en los pechos, los habría mostrado en lugar de esconderlos bajo aquel bonito jersey negro.
"Toscana Para Dos" отзывы
Отзывы читателей о книге "Toscana Para Dos". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Toscana Para Dos" друзьям в соцсетях.