– Siempre eres tan amable con ella -le dijo Giulia en voz baja a Isabel a pesar de que Tracy, que estaba en el otro extremo de la mesa, no podía oírla-. Si fuese la ex mujer de Vittorio, la odiaría.

– No si Vittorio hubiese intentado deshacerse de ella con tanto ahínco como lo ha hecho Ren -replicó Isabel.

– Aun así… -Giulia hizo un gesto con la mano-. Ah, no puedo engañarte, lo sé. Son los celos lo que hace que ella no me guste. Algunas mujeres se quedan embarazadas con sólo mirar a un hombre. Incluso la nieta de Paolo vuelve a estar embarazada.

– Estaba con los niños cuando le dijiste a Ren que habías hablado con ella. ¿Qué te dijo?

Giulia cogió una rebanada de pan.

– Que está embarazada. Su segundo. -Miró a Isabel con los ojos húmedos-. A veces pienso que todas las mujeres del mundo están embarazadas. Me da pena por mí, lo que no es bueno.

– ¿No sabía nada de la estatua?

– Muy poco. Para Josie no era fácil hablar con Paolo después de la muerte de su madre, porque su italiano no es muy bueno. Pero siguieron manteniendo el contacto, y el abuelo siempre le enviaba regalos.

– ¿Regalos? ¿Crees que…?

– Nada de estatuas. Se lo pregunté, especialmente después de que me dijese que le había costado quedarse embarazada la primera vez.

– Tal vez estaría bien tener una lista de todo lo que le envió. Podríamos encontrar alguna pista. Un mapa oculto en un libro, una clave… Algo.

– No había pensado en eso. Volveré a llamarla esta noche.

– ¡Orinal! -chilló Connor desde su trona en un extremo de la mesa justo cuando trajeron la tarta de manzana.

Harry y Tracy se pusieron en pie a la vez.

– ¡Quiero ése! -Apuntó con el dedo a Ren, que no pudo evitar sonreír.

– Dame un respiro, chaval. Ve con tu papá.

– ¡Quiero ti!

Tracy movió las manos como una gallina frenética.

– No discutas con él. ¡Va a tener un accidente!

– No se atreverá. -Ren le dedicó al bebé una de sus miradas mortíferas.

Connor se metió el dedo en la boca y empezó a chuparlo.

Ren suspiró y afrontó lo inevitable.

– Ren le enseñó lo del orinal en un día -le explicó Tracy a Fabiola mientras Ren se llevaba a Connor de la mesa-. ¡Y yo, después de haber tenido cuatro hijos, no lo había conseguido! -sonrió.

Ren gruñó en la habitación de al lado.

La velada transcurría distendidamente. En cierto momento apareció una botella de grappa y también una de vinsanto dulce para acompañar al cantucci de avellanas. La brisa que entraba por las puertas abiertas se hizo más fresca. Isabel se había dejado su suéter en la casa cuando por la mañana había llevado sus cosas. Se puso en pie y le tocó el hombro a Ren, que estaba hablando con Vittorio sobre política italiana.

– Voy a la planta de arriba para robarte uno de tus jerséis -le dijo.

Él asintió con aire ausente y retomó la conversación.

El dormitorio principal de la villa estaba sumido en la penumbra. Apenas podían verse los pesados muebles, incluido el armario con tallas de madera, los espejos de marcos dorados y la cama de cuatro columnas. La tarde del día anterior, ella y Ren habían pasado una hora entre esas columnas mientras la familia Briggs se dedicaba a hacer un poco de turismo. Al sentir un leve escalofrío se preguntó si estaría convirtiéndose en una adicta al sexo. Pero sabía que más bien se trataba de una adicción a Lorenzo Gage.

Se dirigió al vestidor, pero se detuvo al ver algo sobre la cama. Se acercó para ver de qué se trataba.


Ren había bebido ya bastante vino, así que se pasó a la grappa. Intentaría estar sobrio para la noche, cuando estuviese a solas con Isabel. Sentía como si un gigantesco reloj hubiese empezado a dar las horas por encima de su cabeza, marcando la cuenta atrás del momento en que tendrían que separarse. En menos de una semana, él se iría a Roma, y no mucho después empezaría el rodaje. Miró alrededor, buscándola, y de pronto recordó que había subido a su habitación a buscar un jersey. Una alarma se encendió en su cabeza y echó a correr hacia las escaleras.


Isabel reconoció el sonido de sus pasos en el pasillo. Su manera de caminar era inconfundible, con pasos medidos, ligeros y gráciles para tratarse de un hombre tan alto. Apareció por la puerta con las manos en los bolsillos.

– ¿Has encontrado el jersey?

– Aún no.

– Hay uno gris en la cómoda. -Se acercó al mueble-. Es el más pequeño que tengo.

Ella estaba sentada en el borde de la cama con el guión en las manos.

– ¿Cuándo lo recibiste?

– Tal vez prefieras mi jersey azul. ¿Eso? Hace un par de días. El azul está limpio, pero el gris me lo he puesto un par de veces.

– No me habías dicho nada.

– Creo que sí. -Rebuscó en un cajón.

– No me dijiste que habías recibido el guión.

– Todo ha estado un poco revuelto por aquí últimamente, no sé si lo has notado.

– No tan revuelto.

Él se encogió de hombros, sacó un jersey y se puso a buscar otro. Ella pasó el pulgar por las tapas del guión.

– ¿Por qué no me lo has dicho?

– Han pasado muchas cosas.

– No dejamos de hablar, pero no me has dicho ni una palabra de esto.

– Supongo que no le di importancia.

– Me cuesta creerlo, porque sé lo importante que es para ti.

Aunque el movimiento fue sutil, su cuerpo pareció desenroscarse, casi como una serpiente dispuesta a atacar.

– Esto empieza a parecerse a un interrogatorio.

– Me dijiste que estabas deseando leer la versión definitiva del guión. Me resulta un poco extraño que no mencionases que ya lo tenías.

– Pues a mí no me resulta extraño. Mi trabajo es privado.

– Ya veo. -Momentos antes había estado rememorando con placer las veces que habían hecho el amor, pero en ese instante se sintió triste y un poco menospreciada. Era la mujer que se acostaba con… No era su amigo, ni siquiera un verdadero amante, porque los verdaderos amantes comparten algo más que sus cuerpos.

Ni siquiera la miró a los ojos.

– En cualquier caso, no te gustan mis películas. ¿Por qué te preocupas?

– Porque a ti te preocupa. Porque me has hablado de ello. Porque yo te hablo de mi trabajo. Por eso. -Lanzó el guión encima de la cama y se puso en pie.

– Estás haciendo una montaña de un grano de arena. Yo sólo… Jenks ha cambiado un poco el enfoque de la historia, eso es todo. Todavía sigo dándole vueltas. Pero sí, tienes razón, tendría que habértelo dicho. Supongo que no me apetecía discutir otra vez contigo. A decir verdad, Isabel, estoy un poco cansado de tener que defender lo que hago para ganarme la vida.

Primero su rabia, después su sentido de culpa y ahora pasaba al ataque. «Típico», pensó Isabel. Quiso replicar, pero las relaciones sanas no funcionaban de esa manera, y ella necesitaba que aquella relación fuera sana tanto como necesitaba respirar.

– De acuerdo. Es justo. -Tocó el brazalete con los dedos y respiró hondo-. No he dejado de juzgarte y tengo que dejar de hacerlo. Pero no me gusta que me dejen de lado.

Él cerró el cajón de la cómoda con la rodilla.

– Dios, haces que suene como si tuviésemos… como si tuviésemos… Mierda.

– ¿Una relación? -repuso con las palmas vueltas hacia arriba-. ¿Es eso lo que intentas decir? ¿Hago que suene como si tuviésemos una relación?

– No. Tenemos una relación. Una estupenda relación. Me gusta. Pero…

– Sólo es sexo, ¿verdad?

– Fuiste tú quien dictó las reglas, o sea que no me culpes de ello.

– ¿Eso crees que estoy haciendo?

– Lo que creo es que estás tratándome como uno de tus malditos pacientes.

Isabel no podía resistirlo más. No podía escucharle y mantener la calma. No podía escuchar lo que le estaba diciendo, procesarlo y usar los principios en que tan profundamente creía. Él tenía razón. Ella había establecido las reglas y ahora las estaba violando. Pero aquellas reglas habían surgido de otro tipo de emocionalidad.

Cruzó los brazos y se abrazó a sí misma.

– Lo siento. Al parecer, me he excedido.

– Esperas demasiado. Yo no soy un santo como tú, y nunca he pretendido serlo, o sea que olvídalo.

– Por supuesto. -Se dirigió a la puerta, pero él la llamó.

– Isabel…

Una santa se habría dado la vuelta, pero ella no era una santa, así que siguió caminando.


Ren estaba en la puerta, a oscuras, observando las estatuas de mármol ala tenue luz de la luna que bañaba el jardín. La villa estaba en silencio, a excepción del conmovedor saxofón de Dexter Gordon que sonaba a su espalda. Harry y Tracy se habían mudado esa misma noche, por lo que Isabel disponía otra vez de la casa para ella sola. Hacía horas que todos se habían ido a la cama. Ren se frotó los ojos. La doctora Isabel Favor, acérrima defensora del diálogo, le había dado la espalda y se había ido. No la culpaba. Él se había comportado como un estúpido.

Su amazona tenía muchos puntos tiernos, y él había empezado a alcanzar cada uno de ellos. Pero se trataba de herir o ser herido, ¿verdad? Y él no podía volver a dejarle escarbar en su psique, revolver todos esos rincones oscuros que acarreaba consigo desde que tenía memoria. Ella había establecido las condiciones de su relación. «Es sólo cuestión de sexo -había dicho-. Un compromiso físico a corto plazo.»

Encendió un cigarrillo. ¿Por qué tenía que ser tan jodidamente prepotente? Se pondría hecha una fiera cuando supiese que él iba a interpretar a un pederasta. Y no sólo eso. Sabía que había pasado mucho tiempo con las niñas. Uniría ambas cosas y llegaría a la conclusión de que jugaba con ellas para practicar su personaje. Entonces todo se iría al infierno, perdiendo de ese modo el poco respeto que le merecía a Isabel. La historia de su vida…

Dio una profunda calada. Era su castigo por relacionarse con una mujer tan recta. Todos sus chiflados actos de bondad le habían importado bien poco, y ahora sufría por ello. La comida no le parecía tan sabrosa cuando no estaban juntos; la música no sonaba de un modo tan dulce. Tendría que haberse aburrido de ella. En cambio, se aburría cuando no estaba con ella.

Podría recuperar su favor simplemente pidiéndole disculpas. «Lamento no habértelo dicho.» Ella no se dejaría llevar por el resentimiento pues, al contrario que Ren, no sabía enfadarse. Merecía una disculpa, pero ¿después qué? Que Dios la ayudase, se había enamorado de él. Él no había querido reconocerlo, ni siquiera para sí mismo, pero ella le había telegrafiado sus emociones. Lo había visto en sus ojos, apreciado en su tono de voz. Era la mujer más inteligente que conocía, y se había enamorado del hombre que dejaba marcas invisibles sobre su piel en cuanto la tocaba. Y lo peor aquello por lo cual no podía perdonarse a sí mismo- era ser consciente de lo bien que le hacía recibir el amor de una mujer honesta.

Su rabia, incluso estando fuera de lugar, volvió a salir a la superficie. En muchos sentidos, ella le conocía mejor que nadie, así que ¿por qué no se había protegido de él? Se merecía un hombre mejor. Un boy scout, un antiguo delegado de clase, alguien que pasase las vacaciones construyendo casas para los pobres en lugar de arrasándolas.

Le dio una última calada al cigarrillo. Sintió la punzada de la acidez en el estómago. Cualquier malvado que se preciase se habría aprovechado de la situación. Habría tomado todo lo que pudiese y se habría largado sin lamentarse. Resultaba sencillo conocer a un malvado. Pero ¿qué habría hecho el héroe?

El héroe se habría largado antes de que la heroína resultase herida. El héroe habría cortado la relación limpiamente para que la heroína pudiese escapar del desastre.

– Oí música.

Miró alrededor y vio a Steffie caminando por el suelo de mármol hacia él. Era su última noche en la villa. Cuando los niños se fuesen, por fin podría disfrutar de un poco de calma y silencio, aunque les había dicho que podían bañarse en la piscina todos los días.

Llevaba un gastado camisón amarillo con personajes de dibujos animados estampados. Su pelo oscuro, cortado como el de un duendecillo, se le había subido formando una cresta, y un mechón le caía sobre la mejilla. Cuando ella llegó a su lado, Ren supo que tendría que echar mano de todas las técnicas de actuación necesarias para interpretar a Kaspar Street, porque él nunca sería capaz de entender cómo alguien podía herir a un niño.

– ¿Qué haces levantada?

Se recogió el camisón para enseñarle un pequeño rasguño en la pantorrilla.

– Brittany me ha dado una patada mientras dormía y me ha rasguñado con la uña del pie.

Necesitaba un trago. No quería que niñas pequeñas con aspecto de duendecillo acudiesen en su busca en mitad de la noche para que las consolase. Él podía separar y observar. Pero no durante la noche, cuando sentía que tenía mil años de edad.