– Siempre tan crédula.
Isabel se recordó que eran amantes, que ella no era su terapeuta, y que no era responsabilidad suya arreglar sus problemas, entre otras cosas porque ni siquiera había sabido arreglar los suyos propios. Empezó a retroceder, pero él la retuvo por el brazo y dijo:
– Vamos.
Ella apreció en su expresión algo muy parecido a la desesperación. La condujo hasta la casa de abajo, hasta el dormitorio. Ella sabía que algo no estaba bien, pero se dejó llevar igualmente y se quitó la ropa con la misma urgencia con que le ayudó a él a quitarse la suya.
Cuando cayeron sobre el lecho, se colocó encima de él. Deseaba librarse de la premonición que decía que todo estaba tocando a su fin tan rápidamente que ninguno de los dos podría detenerlo. Él le aferró las corvas para abrirle las piernas. El orgasmo de Isabel fue estremecedor pero no lo disfrutó; una sombra había cubierto el sol.
Ren se ciñó una toalla a la cintura y bajó a la cocina. Había esperado diversas reacciones por parte de Isabel tras la lectura del guión, pero la aceptación -por no hablar de los ánimos que le había dado- no entraba en esa lista. Sólo una vez le había gustado que ella actuase del modo en que esperaba que lo hiciese, pero el hecho de que el resto de ocasiones no fuese así era otra razón para que no se cansase de ella.
Había empezado a sentir algo parecido a… La palabra «pánico» surgió en su mente, pero la apartó. No sentía pánico, ni siquiera cuando la película estaba a punto de acabar y sabía que le esperaba una muerte violenta. Lo que sentía era… intranquilidad, eso.
Oyó correr el agua en el piso de arriba. Isabel llenaba la bañera. Esperaba que ella frotase con fuerza las marcas invisibles que había dejado en su piel, aquellas que no podían verse pero estaban allí.
Palpó su bolsillo en busca de cigarrillos, pero sólo para recordar que únicamente llevaba encima una toalla. Cuando se acercó al fregadero para beber un poco de agua, le llamó la atención una pila de cartas que yacían sobre la encimera. Junto a ellas, un sobre acolchado con la dirección del remitente, el editor de Isabel en Nueva York. Le echó un vistazo a la carta que estaba encima.
Querida doctora Favor:
Nunca antes le he escrito a una persona famosa, pero asistí a la conferencia que usted dio en Knoxville, y desde entonces cambió mi actitud respecto a la vida. Me quedé ciega a los siete años…
Acabó la lectura y cogió otra carta.
Querida Isabel:
Espero que no te importe que te tutee, pero es que siento que eres mi amiga. He estado escribiendo esta carta mentalmente desde hace mucho tiempo, cuando leí en los periódicos que tenías problemas. Pero he decidido que tenía que escribirte de verdad. Hace cuatro años, cuando mi marido nos dejó a mí y a mis dos hijos, caí en una depresión tan fuerte que no podía levantarme de la cama. Entonces, mi mejor amiga me trajo una cinta de una de tus conferencias que había encontrado en la biblioteca. Eso me ayudó a creer en mí misma y cambió mi vida. Ahora he retomado mis estudios…
Ren se frotó el vientre, pero la sensación de mareo que sentía no se debía a no haber comido nada.
Querida señorita Favor:
Tengo dieciséis años y hace dos meses intenté suicidarme porque creía que era homosexual. Pero entonces leí un libro suyo, y creo que probablemente esa lectura me salvó la vida.
Cuando Ren se sentó se dio cuenta de que había empezado a sudar.
Querida Isabel Favor:
¿Podría enviarme una foto suya autografiada? Para mí significaría mucho. Cuando me despidieron del trabajo…
Doctora Favor:
Mi esposa y yo le debemos a usted nuestro matrimonio. Estábamos pasando por problemas económicos y…
Querida señora Favor:
Nunca le he escrito antes a una persona famosa, pero de no ser por usted…
Todas las cartas habían sido escritas después de que Isabel cayera en desgracia, pero a los remitentes no parecía importarles. Lo único que les importaba era lo que ella había hecho por ellos.
– Patético, ¿verdad? -Isabel estaba en el umbral de la puerta, con el albornoz anudado en la cintura.
El nudo del estómago había ascendido hasta la garganta de Ren.
– ¿Por qué lo dices?
– Dos meses. Doce cartas. -Metió las manos en los bolsillos con aspecto triste-. En mis buenos tiempos llegaban en una saca de correos. Las cartas cayeron al suelo cuando él se levantó de la mesa.
– Salvar almas se basa en la cantidad, no en la calidad, ¿no es eso?
Ella le miró con extrañeza.
– Sólo quería decir que tenía mucho y que ahora ha desaparecido.
– ¡No ha desaparecido nada! Lee estas cartas. Sólo lee lo que dicen y deja de sentirte hundida.
Se estaba comportando como un bastardo, y cualquier otra mujer se lo habría echado en cara. Pero no Isabel. No la Mujer Sagrada. Ella ni siquiera hizo una mueca. Sólo parecía triste, y él lo sintió en el alma.
– Tal vez tengas razón -dijo, y se dio la vuelta despacio.
Él iba a pedirle disculpas cuando vio que ella cerraba los ojos. Maldita sea. Sabía cómo tratar a mujeres que lloraban, a mujeres que chillaban, pero ¿cómo se suponía que tenía que tratar a una mujer que rezaba? Era el momento de volver a pensar como un héroe, sin importar que fuese contra su naturaleza.
– Tengo que regresar. Te veré por la mañana en la vendemmia.
Ella no abrió los ojos, no contestó. ¿Quién podía culparla? ¿Para qué hablar con el demonio cuando Dios es tu compañero elegido?
21
Sólo Massimo estaba en el viñedo cuando Ren llegó por la mañana, y no porque Ren se hubiese levantado más temprano que nadie, sino porque no se había ido a dormir. Había pasado la noche escuchando música y pensando en Isabel.
Ella apareció como si él mismo la hubiese conjurado, saliendo a la niebla de la mañana como un ángel terrenal. Llevaba unos vaqueros nuevos, una camisa de franela de Ren y también su gorra de los Lakers. Aun así, se las había ingeniado para parecer pulcra. Él recordó las cartas de sus admiradores, y algo ardió en su pecho, pero afortunadamente sólo tuvieron ocasión de cruzar un breve saludo porque en ese momento llegó Giancarlo, y poco después los demás. Massimo empezó a dar órdenes. La vendemmia había empezado.
Isabel comprobó que la recogida de la uva era un asunto bastante sucio. Cuando colocaba los pesados racimos en las cestas, o paniere, que era como las llamaban, el jugo amenazaba con colarse por sus mangas, y sus tijeras de podar estaban tan pegajosas que podrían haberse quedado adheridas a sus manos. Eran además tan traicioneras que confundían la carne con los tallos de los racimos. Isabel no tardó en tener un dedo cubierto de tiritas.
Ren y Giancarlo recorrían las hileras para volcar las cestas en los cajones de plástico colocados en el pequeño remolque del tractor. Luego los descargaban en el viejo cobertizo de piedra junto al viñedo, donde otro grupo empezaba a exprimir la uva y vertía el mosto en las cubas de fermentación.
Era un día nublado y frío, pero Ren llevaba una camiseta con el logotipo de una de sus películas. Se acercó para recoger la cesta que Isabel acababa de llenar.
– No tienes por qué hacer esto, sabes -le recordó.
En la siguiente fila, una de las mujeres se colocó dos racimos de uvas en sus pechos y los balanceó, haciendo reír a todo el mundo. Isabel ahuyentó una abeja que no dejaba de incordiarla.
– ¿Cuántas oportunidades tendré de participar en una vendimia en la Toscana? -respondió.
– Sí, el romance está a punto de acabar.
Parecía como si ya hubiese acabado, pensó ella cuando él se enjugó la frente y se fue.
Observó la abeja que se había detenido en el reverso de su mano. Ren no había ido a verla la noche anterior. En lugar de eso, la telefoneó desde la villa y le dijo que tenía trabajo. Ella también lo tenía, pero lo que hizo fue dejarse llevar por la melancolía. El lado oscuro del pasado de Ren colgaba sobre él como una telaraña, interponiéndose en la realización de cualquier esperanza de un futuro juntos. O quizás había decidido que ella era demasiado para él.
Se sintió agradecida cuando una joven se colocó a su lado para trabajar. Dado que el inglés de la chica era tan limitado como el italiano de Isabel, su conversación requirió de toda su atención.
Al llegar la tarde, recogido ya medio viñedo, Isabel se fue a casa. No habló con Ren, que había ido a compartir una botella de vino con algunos hombres. Cuando Tracy la llamó para invitarla a cenar, rechazó la invitación. Estaba demasiado cansada para comer algo más que un bocadillo de queso e irse a la cama.
La mañana llegó antes de lo que le hubiese gustado, y sus músculos protestaron mientras se volvía en la cama. Barajó la posibilidad de quedarse acostada, pero había disfrutado de la camaradería el día anterior, así como de la sensación del trabajo bien hecho. Era algo que hacía tiempo que no experimentaba.
El trabajo fue más rápido el segundo día. Vittorio acudió para echar una mano. Llegó Tracy con Connor para contarle a Isabel cómo había ido el primer día de colegio de los niños, así como que Harry la había llamado desde Zurich la noche anterior. Fabiola hizo uso de su limitado inglés para contarle a Isabel sus dificultades a la hora de quedarse embarazada. Pero Ren apenas habló con ella. Isabel se preguntó si trabajaba más duro que nadie porque era el dueño del viñedo o porque quería evitarla.
El sol se acercaba a la línea del horizonte. Cuando faltaban sólo unas pocas hileras, por podar, Isabel se acercó a la mesa para tomar un vaso de agua. En ese momento un estallido de risas le hizo alzar la vista. Un grupo de tres hombres y dos mujeres descendía desde la villa.
Ren se sentó sobre un cajón de plástico recién descargado e hizo un gesto con la mano hacia ellos.
– ¡Ya era hora de que llegaseis! -gritó.
Dos de los tres hombres eran del tipo Adonis, y ambos tenían acento americano.
– Cuando el gran hombre llama, la caballería acude a rescatarle.
– ¿Dónde está la cerveza?
Una pelirroja bien vestida se colocó las gafas de sol encima de la cabeza y besó a Ren.
– Tío, te hemos echado de menos.
– Me alegra. -La besó en la mejilla y después hizo lo mismo con la otra mujer, que parecía una réplica de Pamela Anderson.
– Me muero por una coca-cola light -dijo-. Tu despiadado agente no para nunca.
El tercer hombre era más pequeño y delgado, y debía de andar por la cuarentena. Sus gafas de sol colgaban de su cuello, y estaba hablando por su teléfono móvil. Le dio a entender a Ren con un gesto que su interlocutor era un idiota y que acabaría en un minuto.
La pelirroja soltó una carcajada y recorrió con el índice el pecho desnudo de Ren.
– Oh, Dios mío, cariño, mírate. ¿Estás «realmente» sucio?
Isabel sintió crecer la indignación. Era el pecho de Ren el que aquella mujer estaba toqueteando. Isabel se fijó en los pantalones de la pelirroja, sus zapatos asesinos, sus inacabables piernas y su perfectamente visible ombligo. ¿Por qué no le había dicho Ren que había invitado a aquellas personas?
Estaba lo bastante lejos como para que él la ignorase, pero aun así la llamó.
– Isabel, ven, quiero presentarte a unos amigos.
Tracy había alabado la capacidad de Isabel de parecer siempre pulcra, pero no se sentía pulcra en ese momento. Mientras caminaba hacia ellos, deseó poder congelar el tiempo lo suficiente para darse un baño, peinarse, maquillarse y ponerse algo elegante, además de tener una copa de martini en la mano.
– Perdonad que no os dé la mano. Estoy un poco sucia.
– Son unos amigos míos de Los Ángeles -dijo Ren-. Tad Keating y Ben Gearhart. El tipo del móvil es mi agente, Larry Green. -Señaló a la pelirroja-. Ella es Savannah Sims. -Y a la réplica de Pamela Anderson-. Y ésta es Pamela.
Isabel parpadeó.
– Sólo me parezco a ella -dijo Pamela-. No somos familia.
– Ella es Isabel Favor -dijo Ren-. Se aloja en esa casa de ahí.
– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Pamela-. ¡En nuestro club del libro hablamos de dos de tus libros!
El hecho de que alguien que se pareciese a Pamela Anderson fuese también lo bastante inteligente para pertenecer a un club del libro podría haberle proporcionado otra razón a Isabel para detestarla, pero produjo el efecto contrario.
– Qué amables.
– ¿Eres escritora? -preguntó Savannah alargando las palabras-. Qué guay.
De acuerdo, a ella sí podría detestarla.
– Bien, chicos -dijo Ren-, estoy preparado para una noche de marcha. Isabel, ¿por qué no vienes a la villa después de ducharte? A menos que estés muy cansada.
Aborrecía que alguien por encima de los veintiún años utilizase la palabra «marcha» en lugar de «fiesta». Es más, aborrecía el modo en que él la estaba haciendo sentir fuera de lugar.
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