El pintalabios no era el más adecuado, y los zapatos no casaban con el vestido, pero Isabel ardía con una resolución avasalladora. Ren había actuado un año en la serie de televisión The Young and the Restless. Había estudiado los guiones y sabía exactamente qué estaba sucediendo.

Había llegado la malvada hermana gemela de Isabel.

23

Isabel pilló a Ren mirándola. Él iba vestido de negro. Bajo el toldo, a su espalda, manteles de lino azul cubrían las mesas, cada una de ellas con un geranio rosa en un tiesto de terracota. La música sonaba por los altavoces que Giancarlo había sacado de la casa, y las mesas para servir ya tenían encima las bandejas con antipasti, lonchas de queso y cuencos con fruta.

Isabel le sostuvo la mirada, con las llamas de la rabia bailando en sus ojos. Aquel hombre había sido su amante, pero no tenía ni idea de lo que ocurría más allá de sus ojos azul plateado, aunque tampoco le importaba. A pesar de toda su fuerza física, había demostrado ser un cobarde emocional. Le había mentido de mil maneras: con sus seductoras comidas y sus cautivadoras risas, con sus besos ardorosos y su arrebatadora manera de hacer el amor. Ya fuese de forma intencionada o no, todas aquellas cosas habían supuesto una promesa. Si no de amor, sí de algo importante, y él había traicionado esa promesa.

Andrea Chiara se aproximó a ella desde el jardín. Isabel se alejó de Ren, con su atuendo negro e igualmente negro corazón, y fue a reunirse con el médico.

Ren quiso romper algo cuando vio a Isabel saludando al zalamero hermano de Vittorio. La oyó pronunciar su nombre con una voz tan sensual como una estrella de los años cincuenta. Chiara le dedicó una mirada insinuante, alzó la mano de Isabel y la besó. Capullo.

– Isabel, cara.

Cara. Y una mierda. Ren observó al doctor Gilipollas tomarla del brazo y llevarla de un grupo a otro. ¿De verdad creía Isabel que podía ganar a Ren jugando en su terreno? No estaba más interesada en Andrea Chiara de lo que había estado él en Savannah. ¿Por qué al menos no le miraba para ver si su veneno estaba causando efecto?

Deseaba que ella lo mirase para poder bostezar, que era todo lo que necesitaba para convertirse en un estúpido certificado. Quería cortar con ella, ¿no era eso? Tendría que sentirse aliviado de que flirtease con otro, aunque sólo lo hiciese para provocar celos. En cambio, sentía unos horribles deseos de matar a aquel cabrón.

Apareció Tracy y lo arrastró a un aparte para poder increparle.

– ¿Qué tal sienta probar un poco de tu propia medicina? Esa mujer es lo mejor que te ha pasado en la vida, y tú lo estás mandando todo a freír espárragos.

– Bueno, yo no soy lo mejor que le ha pasado a ella, y lo sabes, maldita sea. Ahora, déjame en paz.

En cuanto se libró de ella, apareció Harry.

– ¿Estás seguro de saber lo que estás haciendo?

– Mejor que nadie.

Había perdido la pasión de Isabel, su cariño, su infinito sentido de la certidumbre. Había perdido el modo en que casi le había hecho creer que era mejor persona de lo que él creía ser. Le echó un vistazo a su preciosa y desordenada doppelgänger y deseó que el orden y la paciencia de Isabel volviesen a él, con la misma intensidad con que había intentado apartarla de sí.

Cuando Chiara puso una mano en el hombro de Isabel, Ren se obligó a tragarse los celos. Esa tarde tenía una misión, una misión con la que esperaba alcanzar una agridulce redención. Quería hacerle saber a Isabel que la inversión emocional que había realizado en él al menos había merecido la pena. Esperaba merecer siquiera una de sus sonrisas, aunque cada vez parecía más improbable.

En principio, había planeado esperar hasta después de la comida para hacer su declaración, pero no iba a tener la paciencia necesaria. Necesitaba hacerlo en ese preciso instante. Le pidió a Giancarlo que apagase la música.

– Amigos, ¿podéis prestarme atención?

Uno a uno, los presentes se volvieron hacia él: Giulia y Vittorio, Tracy y Harry, Anna y Massimo, todos los que habían colaborado en la vendimia. Los adultos hicieron callar a los niños. Ren se desplazó hacia una zona bañada por el sol junto al toldo, en tanto que Isabel permaneció al lado de Andrea.

Primero habló en italiano y después en inglés, porque quería asegurarse de que ella no se perdiese una sola palabra.

– Como sabéis, pronto me iré de Casalleone. Pero no podía hacerlo sin encontrar el modo de demostrarle a mis amigos lo mucho que les aprecio.

Cuando todo el mundo le miraba, cambió al inglés. Isabel le estaba escuchando, y Ren podía sentir su rabia llegándole en oleadas sucesivas. Notaba la resaca en sus piernas, amenazando con hacerle perder el equilibrio.

Sacó la caja que había escondido bajo la mesa y la puso encima.

– Espero haber encontrado el regalo adecuado. -Había planeado crear un poco de suspense dando un largo discurso, hacerles sufrir un poco, pero no tuvo ánimo para tanto. En lugar de eso, abrió la tapa.

Todo el mundo se acercó cuando apartó los materiales de seguridad que rodeaban el objeto. Metió las manos en la caja y sacó La sombra de la mañana para que todos pudiesen verla.

Tras unos segundos de asombrado silencio, Anna lanzó un grito:

– ¿Es la auténtica? ¿Has encontrado nuestra estatua?

– Es la auténtica -dijo.

Giulia, boquiabierta, se lanzó en brazos de Vittorio. Bernardo alzó en volandas a Fabiola. Massimo hizo un gesto de gratitud hacia el cielo y Marta empezó a sollozar. Todo el mundo se acercó, impidiéndole observar a la persona cuya reacción más le interesaba.

Alzó bien alto Ombra della Mattina para que todos pudiesen verla. Poco importaba ahora el hecho de que no creyese en los poderes mágicos de la estatua. Ellos sí creían, y eso era lo que contaba.

Al igual que Ombra della Sera, esa estatua era de unos sesenta centímetros de alto y unos pocos de ancho. Tenía el mismo rostro dulce que su pareja masculina, mas el pelo y un par de pechos diminutos indicaban su feminidad. Las preguntas acerca de cómo la había encontrado empezaron a surgir.

– Dove l'ha trovata?

– Com'è successo?

– Dove era?

Vittorio se colocó los dedos en la boca y silbó con fuerza para pedir silencio. Ren dejó la estatua sobre la mesa. Tracy se movió unos centímetros y Ren consiguió echarle un vistazo a Isabel. Tenía los ojos muy abiertos, y el puño apretado contra la boca. Estaba mirando la estatua, no a él.

– Cuéntanos -pidió Vittorio-. Dinos cómo la encontraste.

Ren empezó explicando la llamada de Giulia a Josie para la lista de regalos que Paolo le había enviado.

– En principio no aprecié nada extraño. Pero después me di cuenta de que le había enviado un juego de herramientas para chimenea.

Vittorio respiró hondo. Como guía turístico profesional, entendió la historia antes que los demás.

– Ombra della Sera -dijo-. Nunca pensé… -Se volvió hacia los otros-. El campesino que encontró la estatua masculina en el siglo XIX la utilizó como atizador de chimenea hasta que reconocieron su valor. Paolo conocía la historia. Se la oí contar.

Ren estudió la lista muchas veces antes de recordar cómo se había encontrado la otra estatua.

– Llamé a Josie y le pedí que describiese las herramientas. Dijo que eran antiguas y un tanto extrañas. Una pala, unas tenazas y un agitador con forma de cuerpo de mujer.

– Nuestra estatua -susurró Giulia-. Ombra della Mattina.

– Josie había intentado tener un hijo. Paolo lo sabía. Al ver que no podía quedarse embarazada, sacó la estatua de la iglesia y la empaquetó junto al resto de cosas para que su nieta no sospechase de qué se trataba. Le dijo que era un valioso y antiguo juego de herramientas, y que si las colocaba junto a la chimenea le traerían suerte.

– Y así fue -dijo Anna.

Ren asintió.

– Tres meses después de recibir la estatua, se quedó embarazada de su primer hijo. -Una coincidencia, aunque ninguno de los presentes lo entendería así.

– ¿Por qué Paolo se molestó en hacer que la estatua pareciese una herramienta? -preguntó Tracy-. ¿Por qué no se la mandó tal cual?

– Porque temía que se lo contase a Marta, y no quería que su hermana supiese lo que había hecho.

Marta se quitó el delantal y le explicó a todo el mundo lo mucho que su sobrina había deseado tener un hijo y cómo a Paolo le rompía el corazón su tristeza al no conseguirlo. A pesar de estar muerto, Marta seguía sintiendo la necesidad de defender a su hermano, e insistió en que Paolo habría devuelto la estatua al pueblo después de saber del embarazo de su nieta, pero murió justo después. La gente se sentía magnánima y asintió.

Giulia agarró la estatua y la sostuvo.

– Hace poco más de una semana que recibí la lista. ¿Cómo has podido recuperarla tan rápido?

– Le pedí a un amigo que fuese a su casa a recogerla. Me la envió al hotel de Roma y la recibí hace dos días. -Su amigo también disponía de medios eficientes para evitar las aduanas.

– ¿¿No le importó devolvérnosla?

– Ahora tiene dos hijos, y sabe lo importante que es la estatua.

Vittorio abrazó a Ren y le besó las mejillas.

– En nombre de todo Casalleone, nunca podremos agradecerte lo suficiente lo que has hecho por nosotros.

Desde ese momento, todo el mundo le rodeó. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes, todos le abrazaron y besaron. Todos menos Isabel.

La estatua fue pasando de mano en mano. Giulia y Vittorio resplandecían. Tracy chilló cuando Harry intentó acercarle la estatua. Anna y Massimo miraban con orgullo a sus hijos y con cariño a los demás.

Ren se sentía demasiado mal para disfrutar del momento. Siguió mirando a Isabel para ver si había entendido que, al menos en eso, no le había fallado. Pero ella no parecía haber captado el mensaje. A pesar de reír con los demás, Ren sentía presente aún su rabia hacia él.

Steffie le dio un golpecito en el brazo.

– Pareces triste.

– ¿Quién, yo? Nunca he estado más contento. Soy un héroe. -Le limpió a la niña restos de chocolate de la comisura de la boca.

– Creo que la doctora Isabel está enfadada contigo. Mamá dice… -Se le formaron unas arruguitas en la frente-. No importa. Mamá es un poco rara. Papi le dijo que tenía que tener paciencia contigo.

– Mira, un bastoncito de pan -dijo Ren, y se lo metió en la boca para que dejase de hablar.

Anna y la mujer mayor empezaron a conducir a todos hacia las mesas. Mientras la estatua pasaba de una familia a otra, propusieron un brindis en honor de Ren. Un infrecuente nudo se le formó en la garganta. Iba a echar de menos ese lugar y su gente. No lo había previsto en absoluto, pero de algún modo había echado raíces allí. Lo cual no dejaba de ser irónico, pues no podría regresar hasta dentro de mucho tiempo. Incluso aunque regresase siendo un anciano, sabía que seguiría viendo a Isabel en el jardín, con los ojos brillantes sólo para él.

Ella se sentó en el extremo opuesto de la mesa, lo más lejos posible de Ren. Andrea se le sentó a un lado y Giancarlo al otro. Ninguno de los dos le quitó ojo de encima a Ren. Isabel era como una película a cámara rápida. Los rizos se movían en lo alto de su cabeza cuando gesticulaba. Sus ojos centelleaban. Todo lo relacionado con ella estaba cargado de energía, pero sólo él parecía capacitado para apreciar la rabia que rugía tras todo ello.

La ilusión les había abierto el apetito y la sopa no tardó en desaparecer. El viento se hizo más frío y algunas mujeres echaron mano de sus suéteres; Isabel no. La rabia calentaba sus brazos desnudos.

Pasaban las nubes, y ráfagas de viento movían las ramas de los árboles. La energía de Isabel le impedía permanecer sentada, y cada vez que iba a recoger las bandejas de comida Ren esperaba ver cómo le temblaban las manos. Todos los presentes querían hablar con ella, como si su piel produjese un efecto magnético. Vertió vino en el mantel cuando volvió a llenar los vasos. Tiró al suelo el plato de la mantequilla. Pero no estaba ebria. Apenas había tocado su propio vaso.

El sol descendió y las nubes se oscurecieron, pero el pueblo había recuperado su estatua y el humor de los presentes se hizo más festivo. Giancarlo subió el volumen de la música y algunas parejas se animaron a bailar. Isabel se inclinó hacia Andrea, escuchándole como si las palabras que salían de su boca fuesen miel que ella desease probar. Ren hizo crujir sus nudillos.