Él la llevó hasta el final del pasillo y apoyó en su brazo una mano firme, quizás una señal de que era el momento de pagar.

Oh, Dios… ¿Qué estaba haciendo?

«El buen sexo, el mejor sexo, tiene que tener lugar tanto en la mente como en el cuerpo.»

La doctora Isabel Favor estaba en lo cierto. Pero esto no tenía que ver con el buen sexo. Tenía que ver con el sexo prohibido y peligroso en una ciudad extranjera con un desconocido. Sexo para librar su mente del miedo. Sexo para asegurarse de que seguía siendo una mujer. Sexo para remendar las roturas y poder seguir adelante.

Abrió la puerta y encendió la luz. Era un gigoló caro. No era una simple habitación de hotel sino una elegante suite, aunque pequeña, con la ropa brotando de la maleta abierta y los zapatos esparcidos por el suelo.

– Vuoi un poco di vino?

Isabel reconoció la palabra «vino» y quiso asentir, pero se sintió confusa y negó con la cabeza. El gesto fue demasiado rápido, y a punto estuvo de perder el equilibrio.

– Va bene. -Un leve y cortés movimiento de la cabeza antes de dirigirse al dormitorio. Se movía como una criatura de la oscuridad, morosa y hechizada.

O quizás era ella la hechizada por no marcharse de allí. Le siguió hasta la puerta y le vio acercarse a la ventana e inclinarse para abrir las contraventanas. La brisa hizo ondear su largo y sedoso pelo, en tanto la luz de la luna le sacó destellos plateados. Él hizo un gesto hacia el exterior.

– Veni vedere. Il giardino è bellísimo di notte.

Ella sintió como si tuviese los pies hundidos en barro mientras cruzaba el dormitorio. Bajó la vista y vio una docena de mesas en un jardín atestado de flores, con las sombrillas cerradas durante la noche. Más allá de los muros podía oírse el tráfico, y ella creyó apreciar incluso un atisbo del aroma del Arno.

Él le pasó la mano por el pelo. Había realizado su primer movimiento.

Isabel todavía podía marcharse. Podía hacerle comprender que había sido un gran error, la madre de todos los errores. ¿Cuánto tienes que pagarle a un gigoló que no ha finalizado su trabajo? ¿Hay que dejarle propina? Si se iba…

Pero él la estaba acercando hacia sí. La abrazaba, y eso no era malo. Hacía mucho tiempo que nadie la abrazaba. Era muy diferente a cuando Michael lo hacía. Su altura resultaba un tanto desagradable, sin duda, pero no su musculatura.

Él inclinó la cabeza y ella se apartó un poco, pues no estaba preparada para empezar con un beso. Entonces se recordó que se trataba de una especie de cura.

Sus labios tocaron los de Isabel justo en el ángulo adecuado. El deslizamiento de su lengua fue perfecto, ni muy tímida ni demasiado avasalladora. Fue un buen beso, ejecutado con elegancia, sin ruiditos. Muy halagador. Demasiado halagador. Pero a pesar de su confusión, Isabel sabía que no había nada de él en aquel beso, sólo era el trabajo de un experto. Lo cual no estaba mal. Era justamente lo que hubiese esperado… en caso de haber tenido tiempo para esperar algo.

¿Qué estaba haciendo ella allí?

Cállate y deja que este hombre haga su trabajo. Piensa en él como un sustitutivo sexual. Las más reputadas terapeutas los recomiendan, ¿no es así?

Él se estaba tomando su tiempo, Isabel empezó a excitarse. Su caballerosidad le daba muchos puntos a su favor.

Deslizó la mano bajo el jersey antes de que ella estuviese preparada, pero no intentó detenerlo. Michael estaba equivocado. Ella no necesitaba tenerlo todo bajo control. Por otra parte, el tacto de Dante era agradable, así que estaba claro que ella no era un bicho raro. ¿O sí? Él le desabrochó el sujetador y ella se tensó. Relájate y deja que este hombre haga su trabajo. Esto es completamente natural, a pesar de que él sea un extraño.

Bien, ella iba a permitir que le acariciase los pezones. Sí, tal como estaba haciendo ahora. Era muy habilidoso… se tomaba su tiempo. Quizás ella y Michael se apresuraban demasiado en llegar al final, pero ¿qué otra cosa podía esperarse de dos adictos a los resultados?

Dante parecía disfrutar acariciándole los pechos, lo cual no estaba nada mal. Michael había disfrutado de ellos, pero Dante parecía todo un experto en la materia.

La apartó de la ventana, la llevó hacia la cama y le alzó el jersey. Antes de eso, sólo había podido tocarle los pechos. Ahora también podía verlos, y a ella le pareció una especie de intrusión en su intimidad, pero no se bajó el jersey, pues eso hubiese confirmado la opinión de Michael.

Él le acarició los pechos, y después inclinó la cabeza y se introdujo un pezón en la boca. El cuerpo de Isabel empezó a soltar amarras.

Sintió que los pantalones se deslizaban por sus caderas. Ella era de las que colaboran, por lo que se sacó los zapatos. Él dio un paso atrás para quitarle el jersey y también el sujetador. Era un mago en lo que a ropa femenina se refería. Nada de movimientos torpes o inútiles, todo perfecto y acompañado por los incomprensibles comentarios en italiano susurrados al oído.

Isabel estaba de pie frente a él, con sus braguitas de encaje beige y el brazalete de oro en una muñeca. Él se quitó los zapatos y los calcetines – de un modo armónico- y desabotonó su camisa de seda negra con lentos y expertos movimientos, propios de un stripper masculino, dejando a la vista una bonita musculatura. Aquel hombre trabajaba duro para mantener en forma su herramienta de trabajo.

Posó los pulgares en los pezones de Isabel, aún húmedos. Los apretó entre sus dedos y ella sintió que se salía de su propio cuerpo, que no dejaba de ser una sensación agradable: cuanto más se alejase mejor.

– Bella -susurró él con un ronroneo profundamente masculino.

Alcanzó las bragas de encaje beige, posó la mano en la entrepierna y frotó, pero ella no estaba preparada para algo así. Dante tendría que volver a la escuela de gigolós.

Pronto dejó de pensar, en cuanto un dedo empezó a trazar lentos círculos sobre la tela. Se agarró a sus brazos cuando notó que le fallaban las rodillas. ¿Por qué siempre había creído que era capaz de hacer mejor el trabajo de los otros? Aquello no era sino otra prueba de que ella no era experta en nada, o en casi nada; aunque ya no necesitaba muchas más pruebas al respecto.

Él apartó la braguita con un experto movimiento de su muñeca, tumbó a Isabel sobre la cama y después se colocó a su lado; el movimiento en su conjunto resultó tan exquisito que parecía coreografiado. Él podría escribir un libro: Los secretos sexuales de un gigoló italiano de primera. Ambos podrían escribir un libro. El suyo se titularía: Cómo demostré que era toda una mujer y me hice con las riendas de mi vida. Su editor podría venderlos juntos.

Estaba pagando por eso, y él la tocaba, así que era el momento de tocarle también, a pesar de que pareciese vulgar.

¡No te precipites!

Así pues, empezó su exploración por el pecho, y luego pasó a la espalda. Michael también hacía ejercicio, pero no como aquel hombre. Llegó hasta el abdomen, tan tenso y firme como el de un atleta. Se había sacado los pantalones -¿cuándo lo había hecho?-, y lucía ahora unos calzoncillos bóxer de seda negra.

¡Hazlo ahora!

Le tocó por encima de la fina tela y advirtió que él daba un respingo. Si era algo real o fingido, ella no tenía modo de saberlo. Había algo, sin embargo, que no era una ilusión. Aquel hombre estaba dotado de un don natural para su trabajo.

Él le bajó las bragas (¿acaso querías dejártelas puestas?), cambió de postura y le besó la cara interna del muslo. Una alarma se disparó. La tensión creció al tiempo que apretaba los dientes. Le agarró por los hombros y le apartó de sí. Había cosas que no podía permitir, ni siquiera para librarse de su pasado.

Él alzó la vista. Bajo la tenue luz ella apreció un signo de interrogación en su mirada. Negó con la cabeza. Él se encogió de hombros y se estiró hacia la mesita de noche.

Ella no había pensado en los preservativos. Al parecer, se había puesto como una moto por los efectos del vino. Él se lo colocó con tanta delicadeza como lo había hecho todo hasta entonces. La atrajo hacia su cuerpo, pero ella echó mano de la poca cordura que le quedaba y alzó dos dedos.

– Due?

– Deux, s'il vous plaît.

Con una mirada que parecía dar a entender «extranjera chiflada», él alargó el brazo en busca de otro condón. En esta ocasión, sus movimientos fueron más forzados. No le resultaba fácil colocar látex sobre látex. Ella apartó la mirada, porque aquello le hacía parecer humano, y no era lo que ella deseaba.

Él le acarició la cadera y los muslos. Le abrió las piernas de nuevo, dispuesto a llevar a la práctica más refinamientos, pero aquella intimidad era excesiva para ella. Afloraron lágrimas en sus ojos. Volvió la cabeza y hundió la cara en la almohada antes de que él pudiese darse cuenta. Quería tener un orgasmo, no echarse a llorar con lágrimas de ebria conmiseración. Un orgasmo exquisito que aclarase su mente para poder dedicar todo el tiempo necesario a reinventarse.

Tiró de él para ponérselo encima. Al ver que vacilaba, tiró con más fuerza, y finalmente él cedió. Su pelo rozaba la mejilla de Isabel, que notó su jadeo cuando él introdujo un dedo en su interior. Le gustó, pero él estaba demasiado cerca y el vino se removía incómodamente en su estómago. Tenía que tumbarlo de espaldas para ponerse encima.

Los movimientos de Dante se ralentizaron, haciéndose más intensos, pero ella quería hacer lo que tenían que hacer, y tiró de su cintura para urgirlo a penetrarla. Él movió las piernas y cambió de posición.

Ella comprendió que no iba a ser fácil, no como con Michael. Apretó los dientes y se restregó contra él hasta lograr que la penetrase. Aun así, él no se movía demasiado, así que tiró de su cintura, exigiéndole rapidez, que la llevase donde quería llegar, que acabara antes de que los lloriqueos invadiesen su ebrio cerebro convirtiéndose en llanto y tuviese que enfrentarse al hecho de que estaba infringiendo todo aquello en lo que creía… y ¡eso estaba mal!

Él se echó hacia atrás y la miró con aquellos ojos ardientemente gélidos. Ella cerró los ojos para no mirarle, pues resultaba impresionante. Él deslizó la mano entre sus cuerpos y la acarició, pero su morosidad sólo empeoraba las cosas. El vino se agitaba en su estómago. Ella apartó su mano y movió las caderas. Finalmente, él captó la indirecta y empezó a embestirla de forma lenta y profunda. Ella se mordió el labio inferior y empezó a sentir las arremetidas, le apartó las manos otra vez e intentó combatir aquella cruda sensación de traición hacia sí misma.

Pasaron eones antes de que él alcanzase el clímax. Ella resistió sus embestidas esperando el momento de que se dejase caer a un lado. Cuando lo hizo, ella se levantó de la cama con un brinco.

– Annette?

Ella le ignoró y se puso su ropa.

– Annette? Che problema c'è?

Ella hurgó en su bolso, arrojó un puñado de billetes sobre la cama y salió de la habitación.

4

Dieciocho horas más tarde, el terrible dolor de cabeza aún no había remitido. Se encontraba en algún lugar al suroeste de Florencia, en plena noche, conduciendo un Fiat Panda por una carretera desconocida con indicaciones en un idioma que desconocía. Su vestido de punto estaba hecho un ovillo bajo el cinturón de seguridad, y se había sentido demasiado mareada como para peinarse.

Se odiaba a sí misma por sentirse tan desorganizada, alterada y deprimida. Se preguntó cuántos errores podía cometer una mujer hasta dejar de poder llevar la cabeza bien alta. Teniendo en cuenta el actual estado de su cabeza, demasiados.

Una señal quedó atrás antes de que pudiese descifrarla. Disminuyó la velocidad, se detuvo en el arcén y dio marcha atrás. No temió que alguien pudiese chocar por detrás, porque no había visto un solo coche en muchos kilómetros.