– No la envidio. Debe de tratar casos muy duros.

– Sí -admitió ella, echando un vistazo al reloj. Su próximo paciente entraría dentro de cinco minutos-. Gracias por llamar -repitió intentando terminar la conversación, pero lo decía sinceramente. Muchos médicos no se habrían tomado la molestia.

– Ahora ya sé a quién derivar mis pacientes con hijos problemáticos.

– Gran parte de mi trabajo se centra en los traumas infantiles. Como terapeuta es menos deprimente que trabajar solo con adolescentes suicidas. Trato los efectos a largo plazo de traumas y situacionales graves, como el Once de Septiembre.

– He leído su entrevista en The New York Times en internet. Debe de ser fascinante.

– Lo fue. -Su segundo libro trataba sobre sucesos nacionales y públicos que habían traumatizado a grandes grupos de niños. Participó en varios estudios y proyectos de investigación, y testificó varias veces ante el Congreso.

– Si cree que necesito saber algo más de Helen o de Jason, llágamelo saber. La gente no siempre me cuenta lo que ocurre. Helen es bastante comunicativa, aunque a veces también se muestra reservada. Así que si sucede algo importante, llámeme.

– Lo haré. -Sonó el intercomunicador. Su paciente de las cinco y media había llegado, puntual. Una anoréxica de catorce años que estaba mucho mejor que el año anterior tras haber pasado seis meses hospitalizada en Yale-. Gracias otra vez por llamar. Se lo agradezco -dijo Maxine amablemente.

Al fin y al cabo no era tan mala persona. Llamarla para reconocer su error había sido un detalle digno de elogio.

– Ha sido un placer -dijo él y colgaron.

Maxine se levantó e hizo entrar a una bonita chica en su consulta. Todavía estaba exageradamente delgada y parecía más joven de lo que era. Aparentaba once o doce años, a pesar de que estaba a punto de cumplir quince. Pero el año anterior había estado al borde de la muerte a causa de la anorexia, de modo que estaba en el buen camino. Todavía tenía poco cabello y había perdido varios dientes durante la hospitalización; además, durante años, quedaría afectada su capacidad de tener hijos. Era una enfermedad grave.

– Hola, Josephine, pasa -dijo Maxine afectuosamente, indicándole el sillón de siempre. La adolescente se acurrucó como un gatito, mirando a Maxine con sus enormes ojos.

A los pocos minutos, confesó ella misma que había robado laxantes a su madre aquella semana, pero que, tras pensarlo detenidamente, no los había utilizado. Maxine asintió y hablaron de ello, entre otras cosas. Josephine había conocido a un chico que le gustaba, ahora que había vuelto a la escuela, y se sentía mejor consigo misma. Aquel era un largo y lento camino de regreso del lugar aterrador donde había estado; apenas pesaba veintisiete kilos a los trece años. Ahora pesaba treinta y nueve y, aunque seguía siendo poco para su altura, al menos ya no estaba tan demacrada. Su objetivo era alcanzar los cuarenta y cinco. De momento seguía engordando medio kilo a la semana, sin interrupciones.

Después de Josephine, Maxine esperaba un paciente más, una chica de dieciséis años que se autoinfligía heridas y tenía los brazos llenos de cicatrices, que disimulaba; había intentado suicidarse a los quince años. El médico de la familia la había derivado a Maxine y estaban haciendo progresos, lentos pero constantes. Antes de dejar la consulta Maxine llamó a Silver Pines; le dijeron que Jason se había puesto unos vaqueros y había ido a cenar con los demás residentes. No había hablado mucho y había vuelto a su habitación inmediatamente después, pero era un comienzo. Seguía bajo vigilancia, y lo estaría durante un tiempo, hasta que su médico y Maxine lo consideraran oportuno. Seguía muy deprimido y representaba un gran riesgo, pero al menos en Silver Pines se encontraba a salvo, motivo por el cual ella le había ingresado.

Maxine estaba en el ascensor de su casa a las siete y media, agotada. Cuando entró en el piso, Sam pasó corriendo a su lado a toda velocidad, disfrazado de pavo e imitando el sonido del animal. Ella sonrió. Era agradable estar en casa. Había sido un día muy largo y todavía estaba triste por Jason. Sus pacientes le importaban mucho.

– ¡Halloween ya pasó! -gritó a su hijo. El se paro, sonrió y fue hacia ella para abrazarla por la cintura.

Casi la derribó al hacerlo. Era un niño fuerte.

– Lo sé. Soy el pavo en la función de la escuela -dijo orgulloso.

– Eso ha quedado claro -comentó Jack mientras entraba vestido con los pantalones cortos y las zapatillas de fútbol y dejando marcas y suciedad en la alfombra sin inmutarse lo más mínimo.

Llevaba consigo un montón de videojuegos que le había prestado un amigo.

– A Zelda le va a dar algo -advirtió su madre, mirando la alfombra. En cuanto lo dijo, apareció la niñera con cara de pocos amigos.

– Voy a tirar esas zapatillas por la ventana si no aprendes a dejarlas en la puerta, Jack Williams. ¡Echarás a perder las alfombras y el suelo! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

– Rezongó enfadada y volvió ruidosamente a la cocina, mientras el chico se sentaba en el suelo y se descalzaba.

– Lo siento -murmuró, y después sonrió a su madre-. Hoy hemos ganado al equipo de Collegiate. Son unos gallinas. Dos de ellos han llorado al perder el partido.

A veces, Maxine también había visto llorar a algunos niños del equipo de Jack. Los chicos se tomaban los deportes muy en serio, y no solían ser ni ganadores elegantes ni buenos perdedores, por lo que ella había comprobado.

– Me alegro de que ganarais. El jueves iré al partido. -Había organizado su agenda para poder asistir. Después preguntó a Sam, que la miraba feliz debajo de su disfraz de pavo-: ¿Cuándo es tu función?

– El día antes de Acción de Gracias -contestó a punto de reventar de emoción.

– ¿Tienes que aprenderte alguna frase?

El niño glugluteó con fuerza a modo de respuesta, mientras Jack se tapaba los oídos y huía y Zelda gritaba desde la cocina.

– ¡Cinco minutos para la cena!

Salió otra vez para ver a Maxine y dijo en voz baja:

– La esperábamos.

Los días que Maxine trabajaba hasta tarde Zelda intentaba retrasar la cena, excepto cuando era demasiado para los niños. Pero se las arreglaba para tratar de que Maxine cenara con sus hijos. Zelda sabía lo importante que era para ella. Era una de las muchas cosas que Maxine le agradecía. Nunca la traicionaba ni intentaba alejar a Maxine de los niños, ni le ponía las cosas difíciles, como hacían algunas de las niñeras de sus amigas. Zelda se dedicaba enteramente a ellos, en todos los sentidos y desde hacía doce años. No tenía ningún deseo de usurpar el papel materno de Maxine con los niños.

– Gracias, Zellie -dijo Maxine, y echó un vistazo alrededor. Todavía no había visto a su hija, solo a los chicos-. ¿Dónde está Daff? ¿En su habitación?

Probablemente, y de pésimo humor tras el castigo que le habían impuesto el día anterior.

– Ha cogido su móvil y estaba llamando -dijo Sam antes de que Zelda pudiera contestar. La niñera le miró con el ceño fruncido.

Pensaba decírselo a Maxine cuando fuera el momento. Siempre se lo contaba todo y Maxine sabía que podía confiar en ella.

– No está bien chivarte de tu hermana -le riñó Zelda.

Maxine arqueó una ceja y fue a la habitación de Daphne. Tal como había dicho Sam, la encontró en la cama, charlando animadamente por el móvil. Al ver a su madre pegó un salto. Maxine avanzó hacia ella con la mano extendida. Nerviosa, Daphne le entregó el móvil, después de colgar rápidamente sin despedirse.

– ¿Todavía queda un poco de sentido del honor por aquí debo cerrarlo bajo llave? -Las cosas estaban cambiando demasiado deprisa con Daphne.

Hubo un tiempo, no hacía mucho, en que la niña habría respetado el castigo y no habría cogido su teléfono sin permiso. Los trece años lo estaban cambiando todo, y a Maxine no le gustaba.

– Lo siento, mamá -dijo sin mirar directamente a su madre.

Zelda llamó para que fueran a cenar, y todos acudieron,1 la cocina. Jack, descalzo y con pantalones cortos de fútbol, Daphne con la ropa que había llevado a la escuela, y Sam todavía con su disfraz de pavo. Maxine se quitó la chaqueta del traje y se calzó unos zapatos planos. Había llevado tacones lodo el día. Siempre tenía un aspecto muy profesional en el trabajo, pero se ponía cómoda al llegar a casa. De haber tenido tiempo, se habría enfundado unos vaqueros, pero ya era tarde para cenar y se moría de hambre, como los niños.

Fue una cena agradable y relajada; Zelda se sentó con ellos, como solía hacer. A Maxine le parecía mezquino que cenara sola, y desde que no había un padre a la mesa, siempre la invitaba a unirse a ellos. Los niños comentaron lo que habían hecho durante el día, excepto Daphne, que habló poco, porque todavía estaba castigada. Además se sentía avergonzada por el incidente con el teléfono. Supuso que Sam la había delatado, así que le miró enfadada y le dijo en voz baja que ajustarían cuentas más tarde. Jack habló de su partido y prometió a su madre que la ayudaría a instalar un nuevo programa en el ordenador. Todos estaban de buen humor cuando regresaron a sus respectivas habitaciones después de cenar, incluida Maxine, que estaba agotada después de aquel día tan largo. Zelda se quedó en la cocina limpiando. Y Maxine fue a la habitación de Daphne para hablar.

– Hola, ¿puedo pasar? -preguntó a su hija desde el umbral. Aunque normalmente pedía permiso, ahora lo hacía con más motivo.

– Como quieras -contestó Daphne. Maxine sabía que era lo máximo que lograría sacar de ella, dado el castigo y el incidente con el móvil.

Entró en la habitación y se sentó en la cama donde Daphne estaba tumbada mirando la tele. Había hecho los deberes antes de que su madre volviera a casa. Era una buena estudiante, y sacaba buenas notas. Jack era un poco más voluble, debido a los tentadores videojuegos y Sam todavía no tenía deberes.

– Sé que estás enfadada conmigo por el castigo, Daff. Pero no me gustó tu fiesta de la cerveza. Quiero poder confiar en ti y en tus amigas, sobre todo si tengo que salir.

Daphne no contestó, solo apartó la mirada. Finalmente miró a su madre con resentimiento.

– No fue idea mía. Y la cerveza la trajo otra.

– Pero tú dejaste que ocurriera. E imagino que tú también bebiste. Nuestra casa es sagrada, Daffy. Al igual que mi confianza en ti. No quiero que nada lo eche a perder.

Sabía con certeza que tarde o temprano eso sucedería. Era de esperar a la edad de Daphne, y Maxine lo comprendía, pero debía hacer su papel de madre. No podía fingir que no había ocurrido nada y no reaccionar. Y Daphne también lo sabía. Solo lamentaba que las hubieran pillado.

– Sí, lo sé.

– Tus amigas tienen que respetarnos cuando vengan. Y no creo que las fiestas con cerveza sean una gran idea.

– Otras niñas hacen cosas peores -replicó su hija alzando la barbilla.

Maxine era consciente de ello. Cosas mucho peores. Fumaban hierba o incluso tomaban drogas duras, o alcohol; además, muchas niñas ya habían tenido relaciones sexuales a la edad de Daphne. Maxine lo oía continuamente en su consulta. Una de sus pacientes hacía felaciones de forma habitual desde sexto curso.

– ¿Por qué es tan terrible que tomáramos un poco de cerveza? -insistió Daphne.

– Porque va en contra de nuestras normas. Y si empiezas a romper reglas, ¿cómo pararás? Tenemos ciertos acuerdos, expresos o no, y debemos respetarlos, o renegociarlos si es necesario, pero no ahora. Las normas son las normas. Yo no traigo hombres a casa ni organizo orgías sexuales aquí. Vosotros esperáis que me comporte de determinada forma y así lo hago. No me encierro en mi habitación a beber cerveza y a dormir la borrachera. ¿Qué te parecería si lo hiciera?

Daphne sonrió sin querer ante aquella inverosímil imagen de su madre.

– De todos modos nunca sales con nadie. Muchas de las madres de mis amigas llevan novios a casa. Tú no tienes.

Sus palabras pretendían hacer daño y lo consiguieron, un poco.

– Aunque lo hiciera, no me emborracharía en mi habitación. Cuando seas un poco mayor podrás beber conmigo o delante de mí. Pero no tienes la edad legal para beber, y tus amigas tampoco, así que no quiero que lo hagas aquí. Y menos a los trece años.

– Ya, ya. -Y entonces añadió-: Papá nos dejó probar el vino el año pasado en Grecia. Incluso le dio un poco a Sam. Y no hizo tantos aspavientos.

– Eso es distinto. Estabais con él. El os lo dio, y no estabais bebiendo a escondidas, aunque debo reconocer que tampoco me hace mucha gracia. Eres demasiado pequeña para beber. No tienes que empezar tan pronto.

Pero así era Blake. Sus ideas eran muy diferentes de las de ella, y las normas para los niños o incluso para él eran prácticamente inexistentes. El sí llevaba mujeres a casa, si se podía llamarlas así. La mayoría eran chicas jóvenes; y algún día, cuando los niños fueran mayores, esas mujeres con las que salía tendrían la misma edad que sus hijos. Maxine creía que era demasiado abierto y despreocupado delante de ellos, aunque nunca la escuchaba cuando se lo decía. Se lo había comentado muchas veces, pero él solo se reía y volvía a las andadas otra vez.