– ¿Cómo estás, cariño? ¿Tan ocupada como siempre? -preguntó Marguerite.
Ella y Maxine hablaban varias veces por semana, pero casi nunca de cuestiones importantes. Si Maxine necesitara hablar, probablemente lo haría con su padre, que tenía una visión más realista del mundo. Su madre había vivido tan protegida durante casi cincuenta años de matrimonio que era poco probable que pudiera serle útil en aspectos prácticos. Además, Maxine no deseaba preocuparla.
– ¿Estás trabajando en algún libro nuevo?
– Todavía no. Mi consulta suele desquiciarse un poco antes de las fiestas. Siempre hay algún tarado que intenta poner en peligro o traumatizar a los chicos, y mis pacientes adolescentes se angustian con las festividades, como todo el mundo. Parece que estos días nos enloquecen un poco a todos -dijo Maxine mientras ayudaba a su madre a llenar un cesto con panecillos recién horneados.
La cena tenía un aspecto delicioso y olía de maravilla.
Aunque tuviera una asistenta durante la semana, su madre era una gran cocinera y se enorgullecía de preparar personalmente las comidas festivas. También se ocupaba siempre de la cena de Navidad, lo que era un enorme alivio para Maxine, que nunca había sido tan buena cocinera como ella; en muchos sentidos era más parecida a su padre. Ella también tenía una visión más realista y práctica del mundo. Era más científica que artística, y como sustento de su familia, tenía los pies más en el suelo. Todavía hoy, su padre seguía extendiendo los cheques y pagando las facturas. Maxine era consciente de que si algo le sucedía a su padre, su madre estaría completamente perdida en el mundo real.
– Para nosotros las fiestas también son una locura -dijo Marguerite mientras sacaba el pavo del horno. Tenía un aspecto magnífico, como si fueran a hacerle una fotografía para una revista-. Todo el mundo se rompe algún hueso durante la temporada de esquí y, en cuanto empieza el frío, la gente resbala en el hielo y se rompe la cadera. -Le había sucedido a ella hacía tres años, y habían tenido que ponerle una prótesis. Se había recuperado muy bien-. Ya sabes lo ocupado que está tu padre en estas fechas.
Maxine sonrió y la ayudó a sacar los boniatos del horno y a dejarlos en la isla del centro de la cocina. La nube de merengue que los cubría tenía un tono parduzco dorado perfecto.
– Papá siempre está ocupado, mamá.
– Como tú -dijo su madre rebosante de orgullo, y fue a buscar a su marido para que trinchara el pavo.
Cuando Maxine la siguió al salón vio que el hombre seguía jugando a las cartas con Sam y que los otros dos niños miraban un partido de fútbol en la televisión. Su padre era un gran amante del deporte, y había sido cirujano ortopédico de los New York Jets durante años. Algunos todavía eran pacientes suyos en la consulta.
– El pavo -anunció Marguerite, mientras su marido se levantaba para trincharlo.
Se disculpó con Sam y miró a su hija con una sonrisa. Se lo estaba pasando estupendamente.
– Creo que hace trampas -comentó el abuelo refiriéndose a su nieto.
– Sin duda -confirmó Maxine, mientras su padre se metía en la cocina para cumplir su cometido.
Diez minutos después el pavo estaba trinchado y el abuelo lo llevaba a la mesa del comedor. Su esposa los llamó a todos para que se sentaran. Maxine disfrutaba enormemente con el ritual familiar, y estaba encantada de que estuvieran todos juntos y de que sus padres gozaran de buena salud. Su madre tenía setenta y ocho años, y su padre setenta y nueve, pero ambos se mantenían en buena forma. Costaba creer que fueran ya tan mayores.
Su madre bendijo la mesa, como hacía cada año, y después su padre les pasó la bandeja del pavo. Había relleno, compota de arándanos, boniatos, arroz salvaje, guisantes, espinacas, puré de castañas y panecillos hechos por su madre. Era un auténtico festín.
– ¡Ñam! -exclamó Sam, mientras amontonaba boniatos con merengue en su plato.
Se sirvió varias cucharadas de compota de arándanos, una considerable porción de relleno, una tajada de pavo y ni una sola verdura. Maxine no le dijo nada y dejó que disfrutara de la comida.
Como siempre que se reunían, la conversación fue animada. Su abuelo les preguntó uno a uno cómo les iba en la escuela, y se interesó especialmente por los partidos de fútbol de Jack. Cuando terminaron de comer estaban tan saciados que apenas podían moverse. El almuerzo había acabado con pasteles de manzana, calabaza y tartaletas de fruta, con helado de vainilla o crema perfectamente batida. Sam se levantó de la mesa con los faldones de la camisa por fuera, el cuello abierto y la corbata torcida. Jack mantenía la compostura, pero también se había quitado la corbata. Solo Daphne parecía una perfecta dama, exactamente igual que cuando habían llegado. Los tres niños volvieron al salón a mirar el partido, mientras Maxine se quedaba tomando café con sus padres.
– Ha sido una comida deliciosa, mamá -dijo Maxine sinceramente. Le encantaba cómo cocinaba su madre, y le habría gustado aprender de ella. Pero no tenía ni interés ni aptitudes-. Siempre es maravilloso cuando cocinas tú -añadió.
Su madre rebosaba satisfacción.
– Tu madre es una mujer sorprendente -añadió su padre.
Maxine sonrió mientras intercambiaban una mirada. Eran encantadores. Después de tantos años seguían enamorados. Al año siguiente celebrarían sus bodas de oro. Maxine ya estaba pensando en dar una fiesta para ellos. Era su única hija y era su responsabilidad.
– Los niños están estupendos -comentó su padre mientras Maxine cogía una chocolatina de una bandeja de plata que su madre había dejado delante de ella, para desesperación de su hija. Costaba creer que alguien pudiera tragar algo más después de un almuerzo tan copioso, pero no podía evitarlo.
– Gracias, papá. Sí, están bien.
– Es una lástima que su padre no los vea más a menudo. -Era un comentario que hacía siempre. Aunque a veces apreciara mucho la compañía de Blake, como padre creía que su ex yerno era un desastre.
– Vendrá esta noche -comentó Maxine sin amargura. Sabía lo que pensaba su padre y estaba bastante de acuerdo con él.
– ¿Por cuánto tiempo? -preguntó Marguerite.
Coincidía con su marido en que Blake había resultado decepcionante como marido y como padre, a pesar de que le cayera bien.
– Seguramente el fin de semana.
O tal vez ni siquiera tanto. Con Blake nunca se podía estar seguro. Pero al menos vería a sus hijos en Acción de Gracias. Y aquello era algo que no podía darse por descontado con él, así que los niños tendrían que conformarse con el tiempo que les dedicara, por breve que fuera.
– ¿Cuánto hace que no los ve? -preguntó su padre en tono claramente desaprobador.
– Desde julio. En Grecia, en el barco. Se lo pasaron en grande.
– Esa no es la cuestión -replicó su padre-. Los chicos necesitan un padre. El no está nunca.
– Nunca estuvo -dijo Maxine sinceramente.
Ya no tenía que defenderle, aunque no quería ser antipática o angustiar a los niños con comentarios negativos sobre él y jamás los hacía.
– Por eso nos divorciamos. Los quiere, pero se olvida de ir a verlos. Como diría Sam, es un asco. Pero parece que se han adaptado bien. Más adelante puede que les fastidie, pero por ahora lo llevan bien. Lo aceptan tal como es, un tipo encantador que los adora y en el que no pueden confiar, y se lo pasan fenomenal con él.
Era una definición perfecta de Blake. El padre de Maxine frunció el ceño y sacudió la cabeza.
– ¿Y tú qué? -preguntó, siempre preocupado por su hija.
Al igual que la madre de Maxine, creía que su hija trabajaba demasiado, pero estaba muy orgulloso de ella y lamentaba que estuviera sola. No le parecía justo; estaba resentido con Blake por cómo habían acabado las cosas, incluso bastante más que la propia Maxine. Ella había aceptado la situación hacía mucho tiempo. Sus padres no.
– Estoy bien -dijo Maxine tranquilamente, en respuesta a la pregunta de su padre.
Sabía a qué se refería. Siempre se lo preguntaban.
– ¿Algún buen hombre en el horizonte? -Parecía esperanzado.
– No -dijo ella con una sonrisa-. Todavía duermo con Sam.
Sus padres sonrieron.
– Espero que eso cambie pronto -dijo Arthur Connors con expresión preocupada-. Algún día esos niños se harán mayores, antes de lo que crees, y te quedarás sola.
– Creo que me quedan algunos años antes de dejarme llevar por el pánico.
– Crecen con una rapidez espantosa -dijo él, pensando en ella-. Pestañeé y ya estabas en la facultad de medicina. Y ahora ya ves. Eres una autoridad en el campo de los traumas infantiles y el suicidio adolescente. Cuando pienso en ti, Max, todavía me parece que tienes quince años.
Le sonrió cariñosamente y la madre de Maxine asintió.
– Sí, a mí también me ocurre, papá. Miro a Daphne, con mi ropa y esos tacones, y me pregunto cómo ha sucedido. La última vez que la miré, tenía tres años. De repente, Jack es tan alto como yo, de la noche a la mañana, y hace cinco minutos, Sam tenía dos meses. Es raro, ¿verdad?
– Más raro será cuando tus «niños» tengan la edad que tú tienes ahora. Para mí siempre serás una niña.
A Maxine le gustaba precisamente esto de su relación. Debía haber un lugar en el mundo, y personas en él, donde todavía pudiera ser una cría. Era demasiado pesado ser un adulto constantemente. Por eso se alegraba de tener padres todavía: la sensación de seguridad que daba no ser la más mayor de la familia.
A veces se preguntaba si el comportamiento alocado de Blake procedía del miedo a envejecer. Si era así, no podía culparle del todo. En muchos sentidos, la responsabilidad le apabullaba; sin embargo había sido un fuera de serie en los negocios. Pero eso era distinto. Había querido ser el eterno adolescente, y ahora se había convertido en un hombre de mediana edad. Maxine sabía que hacerse mayor era lo que más miedo le daba, y no podía correr lo bastante rápido para evitar enfrentarse consigo mismo. En cierto modo era triste, y se había perdido muchas cosas. Mientras corría a la velocidad del sonido sus hijos crecían, y la había perdido a ella. Parecía un precio muy alto para ser Peter Pan.
– Bueno, no creas que eres una vieja -dijo entonces su padre-. Aún eres una mujer joven, y cualquier hombre sería afortunado de tenerte. Con cuarenta y dos años, todavía eres una niña. No te encierres, y no olvides que hay que salir y divertirse.
Ellos sabían que no salía a menudo. A veces su padre temía que siguiera enamorada de Blake y suspirara por él, pero su madre insistía en que no era así. Sencillamente aún no había conocido a otro hombre. Ambos deseaban que esta vez encontrara la persona adecuada. Al principio, su padre había intentado emparejarla con algunos médicos, pero no había funcionado, así que Maxine acabó diciéndoles que prefería buscarse ella misma las citas.
Ayudó a su madre a despejar la mesa y a ordenar la cocina, pero Marguerite le dijo que la asistenta volvía al día siguiente, de modo que se unieron a los demás en el salón donde estaban mirando ávidamente un partido en la tele. Muy a su pesar, a las cinco Maxine se llevó a los niños. No le apetecía marcharse, pero no quería que llegaran tarde a casa de Blake. Todos los momentos que pasaban con él eran valiosos. Sus padres lamentaron que tuvieran que irse. Les abrazaron y besaron, y ella y los niños les dieron las gracias por aquella maravillosa comida. Así era como debería ser el día de Acción de Gracias para todo el mundo, y Maxine estaba agradecida de que su familia lo tuviera. Sabía que era afortunada.
Caminaron lentamente por Park Avenue hacia su casa. Ya eran las cinco y media. Los chicos se cambiaron de ropa y, de forma insólitamente puntual, Blake llamó a las seis. Acababa de aterrizar. Estaba a punto de llegar y quería que se reunieran con él a las siete. Dijo que todo estaba preparado para recibirlos. Un restaurante les serviría la cena, pero sabiendo que habrían comido pavo en casa de sus abuelos, había pedido algo diferente. Cenarían a las nueve y hasta entonces pasarían juntos el rato. Los chicos se emocionaron con aquel plan.
– ¿Seguro que quieres que vaya? -preguntó Maxine cautelosamente.
No le gustaba entrometerse cuando estaban con él, aunque sabía que Sam se sentiría más cómodo con ella cerca. Aun así, algún día tendría que acostumbrarse a estar con Blake. El problema era que nunca pasaba con él el tiempo suficiente para superar este malestar. A Blake no le importaba. Le gustaba ver a Maxine, y siempre hacía que se sintiera bien recibida. Cinco años después del divorcio, seguían llevándose de maravilla, como amigos.
– Me gustaría mucho -dijo Blake en respuesta a su pregunta-. Nos pondremos al día mientras los chicos se divierten.
Los niños siempre lo pasaban en grande en casa de su padre, jugando con los videojuegos y viendo películas. Les encantaba la sala de proyección, con sus asientos enormes y cómodos. Tenía todos los aparatos de alta tecnología que existían, porque él también era un crío. Blake siempre le recordaba a Tom Hanks en la película Big, un niño encantador haciéndose pasar por un hombre.
"Truhan" отзывы
Отзывы читателей о книге "Truhan". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Truhan" друзьям в соцсетях.