Mientras cenaban, Daphne comentó que su padre le había dicho que podía utilizar su piso cuando quisiera, incluso si él no estaba. Maxine se quedó sorprendida. Nunca se lo había ofrecido, y se preguntó si Daphne lo habría malinterpretado.
– Ha dicho que podía llevar a mis amigos a ver películas en la sala de proyección -dijo ella, feliz.
– Tal vez para una fiesta de aniversario o algo especial -apuntó Maxine cautelosamente-, pero no creo que debas ir a menudo por allí.
No le gustaba en absoluto la idea de que un grupo de preadolescentes fueran al apartamento de Blake, y no se sentía cómoda yendo ella si él no estaba en la ciudad. Aquella cuestión nunca se había planteado. Daphne se enfadó por su respuesta.
– Es mi padre y ha dicho que podía. Además, es su piso -dijo Daphne mirando a su madre con indignación.
– Es verdad. Pero no creo que debas ir cuando él no está.
En aquel piso podía pasar de todo. Y le preocupaba que Blake fuera tan despreocupado e informal. De repente se dio cuenta de que tener adolescentes con un padre como Blake podría llegar a ser desesperante. No le apetecía nada. De momento no había sido un problema, pero podía llegar a serlo. Y Daphne parecía dispuesta a batallar por el privilegio que él le había ofrecido.
– Hablaré con él -se limitó a decir Maxine mientras Daphne se marchaba airadamente a su habitación.
Lo que Maxine pensaba decir a Blake era que no se dejara manipular por sus hijos y no provocara un desastre dándoles demasiada libertad ahora que entraban en la adolescencia. Solo esperaba que estuviera dispuesto a colaborar con ella. De lo contrario, los próximos años serían una pesadilla. Lo único que le faltaba era que Blake le diera a Daphne las llaves de su piso. Solo de pensar en las cosas que podían ocurrir allí sentía escalofríos. Sin duda tendría que hablar de ello con Blake. Y sin duda a Daphne no le haría ninguna gracia. Como siempre, Maxine tenía que ser la mala.
Terminó el artículo aquella noche mientras los niños veían la tele en sus habitaciones. Estaban cansados después de tres días de emociones sin freno con su padre. Estar con él era como acompañar a unos acróbatas por el cable más alto. Siempre tardaban un tiempo en calmarse.
A la mañana siguiente el desayuno fue un caos. Todos se levantaron tarde. Jack esparció los cereales por toda la mesa, Daphne no encontraba su móvil y se negaba a ir a la escuela sin él, Sam se echó a llorar cuando descubrió que había olvidado sus zapatos favoritos en casa de su padre, y Zelda tenía dolor de muelas. Daphne encontró su teléfono en el último momento, Maxine prometió a Sam que le compraría unos zapatos exactamente iguales durante el almuerzo -rezó por encontrarlos-, y se marchó a la consulta a visitar pacientes mientras Zelda llamaba al dentista. Fue una de aquellas mañanas en las que querrías arrancarte los pelos y dar marcha atrás para empezar el día de nuevo. Zelda acompañó a Sam a la escuela antes de ir al dentista. Y, para colmo, se puso a llover mientras Maxine iba caminando al trabajo. Llegó empapada, y su primer paciente ya la estaba esperando, algo que le sucedía muy pocas veces.
Consiguió recuperar el tiempo perdido, ver a todos los pacientes de la mañana y encontrar los zapatos de Sam en Niketown, lo que la obligó a saltarse el almuerzo. Zelda llamó para decir que tenían que hacerle un empaste aquel día. Maxine estaba intentando devolver algunas llamadas cuando su secretaria le dijo que Charles West estaba al teléfono. Max se preguntó por qué la llamaría y si quizá querría derivarle un paciente. Descolgó y habló en un tono ligeramente tenso y exasperado. Había sido un día de locos de principio a fin.
– Doctora Williams -dijo bruscamente.
– ¿Qué tal? -No era el saludo que Maxine esperaba de él, y no le apetecía ponerse a charlar. Estaba a punto de entrar un paciente y tenía apenas quince minutos para devolver algunas llamadas.
– Hola. ¿Qué se le ofrece? -preguntó sin más, sintiendo que era un poco grosera.
– Solo quería decirle que sentí mucho lo de su paciente cuando nos vimos el viernes.
– Ah -dijo ella, sorprendida-, es muy amable. Fue muy angustioso. Haces todo lo que puedes para evitarlo, y a veces los pierdes de todos modos. Me sentí muy mal por sus padres. ¿Cómo está de la cadera su paciente de noventa y dos años?
El médico se maravilló de que Maxine se acordara. No estaba seguro de que lo hiciera.
– Se va a casa mañana. Gracias por su interés. Es asombrosa. Tiene un novio de noventa y tres años.
– Pues le va mejor que a mí -dijo Maxine riendo, lo que a él le dio la posibilidad que quería.
– Sí, y que a mí. Cada año tiene un novio nuevo. Caen como moscas, y juraría que dentro de unas semanas tendrá otro. Todos deberíamos envejecer así. Me preocupé un poco cuando contrajo neumonía, pero salió adelante. La quiero mucho. Ojalá todos mis pacientes fueran como ella.
La descripción que hizo de la mujer hizo sonreír a Maxine, pero todavía no entendía por qué la había llamado.
– ¿Puedo ayudarle en algo, doctor? -dijo. Sonó un poco desalentador y formal, pero estaba ocupada.
– La verdad es que me gustaría saber si querría ir a almorzar conmigo algún día -dijo él, un poco nervioso-. Todavía siento que le debo una disculpa por los Wexler. -Era la única excusa que se le había ocurrido.
– No diga tonterías -dijo Maxine, mirando el reloj. Menudo día había elegido para llamarla. Iba contrarreloj desde buena mañana-. Fue un error comprensible. El suicidio adolescente no es su especialidad. Créame, yo no sabría qué hacer con una señora de noventa y dos años con problemas de cadera, neumonía y un novio.
– Es muy generoso por su parte. ¿Qué me dice del almuerzo? -insistió.
– No es necesario que lo haga.
– Lo sé, pero me gustaría. ¿Qué hace mañana?
Maxine se quedó en blanco. ¿Por qué la invitaba a almorzar ese hombre? Se sentía tonta. Nunca robaba tiempo de su horario profesional para salir a comer con otros médicos.
– No lo sé… es… es que tengo un paciente -dijo, buscando un pretexto para rechazar la invitación.
– Entonces, ¿pasado mañana? En algún momento tiene que comer.
– Sí, bueno, sí… cuando tengo tiempo. -Que no era a menudo. Se sintió como una idiota balbuceando que estaba libre el jueves. Echó un vistazo a la agenda-. Pero no es necesario.
– Lo recordaré -dijo él, riéndose.
Propuso un restaurante que estaba cerca de la consulta de Maxine, para que fuera más práctico para ella. Era pequeño y agradable y a veces Maxine había comido allí con su madre. Hacía años que no se tomaba un rato libre para almorzar con amigas. Prefería visitar pacientes, y por la noche se quedaba en casa con los niños. La mayoría de las mujeres que conocía estaban tan ocupadas como ella. Hacía años que apenas tenía vida social.
Quedaron el jueves a mediodía y Maxine colgó, estupefacta. No sabía con seguridad si era una cita o una simple cortesía profesional, pero en cualquier caso se sentía un poco tonta. Apenas recordaba cómo era él. El viernes por la mañana estaba tan angustiada por Hilary Anderson que lo único que recordaba era que le pareció alto y que tenía el cabello rubio y canoso. El resto de su aspecto era borroso, aunque tampoco importaba mucho. Lo apuntó en su agenda, realizó un par de llamadas rápidas e hizo pasar a su siguiente paciente.
Aquella noche tuvo que preparar la cena para los niños, porque Zelda estaba en la cama con analgésicos. El día acabó como había comenzado, tenso y con prisas. La cena se le quemó y tuvo que pedir unas pizzas.
Los dos días siguientes fueron igual de estresantes, y no fue hasta el jueves por la mañana cuando recordó de repente que tenía una cita para comer con Charles West. Se quedó mirando su agenda, como hipnotizada. No podía imaginar por qué había aceptado. Ni le conocía ni le apetecía hacerlo. Lo último que deseaba era almorzar con un desconocido. Miró el reloj y vio que ya llegaba cinco minutos tarde, así que cogió el abrigo y salió corriendo de la consulta. Ni siquiera tuvo tiempo de pintarse los labios o cepillarse el pelo, pero le daba igual.
Cuando Maxine llegó al restaurante, Charles West ya la estaba esperando sentado a una mesa. Se levantó al verla entrar, y ella le reconoció. Era alto, tal como recordaba, y guapo, parecía rondar los cincuenta. Le sonrió.
– Siento el retraso -dijo Maxine, un poco acalorada.
El se dio cuenta de su expresión reticente. Conocía lo suficiente a las mujeres para detectarlo. A diferencia de su paciente de noventa y dos años, esta mujer no buscaba novio. Maxine Williams parecía distante y en guardia.
– He tenido una semana de locos en la consulta -se excusó.
– Como yo -dijo él amablemente-. Creo que las vacaciones vuelven loca a la gente. Todos mis pacientes pillan una neumonía entre Acción de Gracias y Navidad, y estoy seguro de que a los suyos tampoco les va muy bien durante las vacaciones.
Parecía muy tranquilo y relajado cuando el camarero les preguntó si querían algo para beber. Maxine dijo que no y Charles pidió una copa de vino.
– Mi padre es cirujano ortopédico, y suele decir que la gente se rompe siempre la cadera entre Acción de Gracias y Año Nuevo.
Charles parecía intrigado, como si se preguntara quién sería su padre.
– Arthur Connors -añadió Maxine y Charles reconoció el nombre al instante.
– Le conozco. Es fantástico. Le he derivado varios pacientes.
En realidad Charles parecía el tipo de hombre que el padre de Maxine apreciaría.
– En Nueva York todo el mundo le manda los casos más difíciles. Tiene la consulta más concurrida de la ciudad.
– ¿Y qué la llevó a decidirse por la psiquiatría en lugar de trabajar en la consulta con él?
Charles la miró con interés mientras tomaba un sorbo de vino.
– La psiquiatría me fascina desde que era niña. Lo que hace mi padre siempre me ha parecido un trabajo de carpintería. Lo siento, sé que suena fatal. Pero me gusta más lo que hago. Y me encanta trabajar con adolescentes. Se tiene la impresión de que hay más posibilidades de obtener resultados. Cuando son mayores, todo está demasiado arraigado. No puedo imaginarme con una consulta psiquiátrica en Park Avenue escuchando a un puñado de amas de casa aburridas y neuróticas, o a corredores de bolsa alcohólicos que engañan a sus esposas. -Aquello era algo que solo podía decir a otro médico-. Lo siento. -De repente se sintió incómoda y él rió-. Sé que suena mal. Pero los chicos son más sinceros, y parece que valga más la pena salvarlos.
– Estoy de acuerdo. Pero no estoy seguro de que los agentes de bolsa que engañan a sus mujeres vayan al psiquiatra.
– Probablemente es verdad -reconoció Maxine-, pero sus esposas sí. Tener una consulta así me deprimiría:
– Ah, ¿y los suicidas adolescentes no? -dijo en tono desafiante.
Ella vaciló antes de contestar.
– Me entristecen, pero no me deprimen. En general, me siento útil. No creo que pudiera hacer mucho por los adultos normales que solo quieren que alguien les escuche. Los chicos que veo necesitan ayuda realmente.
– Es un buen argumento.
Le preguntó por su trabajo sobre los traumas y resultó que había comprado su último libro, lo que la impresionó. A medio almuerzo le dijo que estaba divorciado. Le contó que habían estado casados veintiún años, y que hacía dos años su mujer le había dejado por otro. A Maxine le asombró que lo dijera con tanta naturalidad. Él le confesó que no había sido una sorpresa, porque su matrimonio ya hacía años que no funcionaba.
– Qué lástima -dijo Maxine, mostrándose comprensiva-. ¿Tiene hijos?
El negó con la cabeza y dijo que su esposa no había querido tenerlos.
– De hecho, es lo único que lamento. Ella tuvo una infancia difícil y decidió que no se sentía capaz de criar hijos. Y para mí ya es un poco tarde para empezar. -No parecía demasiado afectado, más bien como si lamentara haberse perdido un viaje interesante-. ¿Usted tiene hijos? -preguntó, cuando llegaba la comida.
– Tengo tres -contestó ella con una sonrisa.
No se imaginaba la vida sin ellos.
– Eso debe de tenerla muy ocupada. ¿Tienen custodia compartida?
Por lo que sabía él, era lo que hacía la mayoría de la gente. Maxine rió.
– No. Su padre viaja mucho. Solo les ve unas pocas veces al año. Los tengo siempre conmigo, y estoy encantada.
– ¿Cuántos años tienen? -preguntó con interés. Había visto cómo se le iluminaba la cara cuando hablaba de sus hijos.
– Trece, doce y seis. La mayor es una chica, los otros dos son varones.
– No debe de ser fácil criarlos sola -dijo con admiración-. ¿Cuánto hace que está divorciada?
– Cinco años. Nos llevamos bien. Es una gran persona, pero como marido y como padre no sirve. El también es un niño. Me cansé de ser la única adulta. Es más como si fuese el tío simpático y alocado. No ha crecido y no creo que lo haga nunca. -Lo dijo con una sonrisa. Charles la miró intrigado. Era inteligente y simpática, y el trabajo que hacía le parecía extraordinario. Había disfrutado leyendo su libro.
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