Después de cenar la acompañó a su piso y tomaron una copa de brandy de su bar recién provisto. Ahora estaba preparada para recibir a un hombre, aunque no volviera a ver a este nunca más. Estaría preparada para la próxima vez, dentro de cinco o diez años. Zelda le había tomado el pelo. A causa de su cita tenía el bar abarrotado. Esto la inquietaba un poco con los niños en casa. Cerraría el armario con llave, para no tentar ni a sus hijos ni a los amigos de estos, después de lo ocurrido con Daphne.
Maxine dio las gracias a Charles por la deliciosa cena y la agradable velada. Tenía que reconocer que estaba bien ser una persona civilizada, arreglarse y pasar la noche hablando con un adulto. Era bastante más emocionante que ir al Kentucky Fried Chicken o al Burger King con media docena de críos, que era lo que hacía habitualmente. Viéndola tan elegante, Charles pensó que merecía ir a La Grenouille más a menudo, y esperaba tener ocasión de volver a invitarla. Era su restaurante favorito en la ciudad, aunque también le gustaba Le Cirque. Era muy aficionado a la buena comida francesa, y al ambiente que solía acompañarla. Le gustaban la pompa y la ceremonia mucho más que a ella, y las conversaciones entre adultos. Hablando con ella se preguntó si también sería divertido salir con los niños. Era posible, pero todavía no estaba convencido, aunque fueran unos chicos simpáticos. Prefería hablar con ella sin distracciones, o sin que Sam le vomitara sobre los pies. Antes de que él se marchara, se rieron con la anécdota y se quedaron charlando un rato en el pasillo, justo donde había sucedido.
– Me gustaría volver a verte, Maxine -dijo él.
Desde su punto de vista aquella velada había sido un éxito, y desde el de ella también, a pesar del desastroso comienzo. Esta noche había sido todo lo contrario. Perfecta de principio a fin.
– A mí también me gustaría -contestó sinceramente.
– Te llamaré -dijo, y no intentó besarla.
A ella le habría molestado que lo hiciera. No era el estilo de Charles. El era un hombre que avanzaba lenta y calculadamente cuando le gustaba una mujer; creaba el ambiente adecuado para que sucediera algo más adelante, si ambos lo querían. No tenía prisa, y prefería que las mujeres progresaran a su ritmo. Debía ser una decisión mutua, y sabía que Maxine estaba todavía muy lejos de ese punto. Llevaba demasiado tiempo sin salir y nunca lo había deseado realmente. Ni siquiera pensaba en iniciar una relación. Debería llevarla hasta él poco a poco, si decidía que eso era lo que quería. Todavía no estaba del todo seguro. Era agradable estar con ella y hablar; el resto ya se vería. Sus hijos seguían siendo un gran impedimento para él.
Antes de cerrar la puerta, Maxine le dio las gracias otra vez. Para entonces Jack ya dormía en su habitación, después de la fiesta a la que había asistido, y Zelda descansaba en la suya. La casa estaba en silencio, mientras Maxine se desnudaba, se cepillaba los dientes y se acostaba, pensando en Charles. Había sido agradable, era innegable. Pero le seguía pareciendo raro salir con un hombre. No le desagradaba, pero era todo tan serio, tan educado. Como él. No se imaginaba saliendo un domingo por la tarde con él y con sus hijos, como hacía con Blake cuando estaba en la ciudad. Pero Blake era su padre, y no dedicaba su vida a la familia. Solo era un turista de paso, por muy encantador que fuera. Blake era un cometa en su cielo.
Charles era fiable y tenían muchas cosas en común. Pero no era ni alegre, ni gracioso ni divertido. Por un momento, echó de menos estas cosas en su vida, pero se dio cuenta de que no se puede tener todo. Siempre había dicho que si algún día volvía a salir en serio con un hombre, quería a uno que fuera estable y en el que pudiera confiar. Sin duda Charles era ese tipo de hombre. Después pensó en sí misma con una sonrisa, y se rió de lo que deseaba. Blake era un loco divertido. Charles era responsable y maduro. Era una pena que no hubiera ningún hombre en el planeta que pudiera ser ambos a la vez: una especie de Peter Pan maduro, con valores sólidos.
Sería pedir demasiado, y probablemente esa era la razón de que todavía estuviera sola, y de que quizá lo estuviera siempre. No podía vivir con un hombre como Blake, y no quería vivir con uno como Charles. Tal vez daba igual, porque nadie le estaba pidiendo que escogiera. Al fin y al cabo solo había sido una cena, buena comida y buenos vinos con un hombre inteligente. No se trataba de casarse.
Capítulo 9
Blake estaba en Londres, reunido con sus asesores de inversiones, debatiendo sobre tres empresas que tenía intención de adquirir. También tenía pensado reunirse con dos arquitectos: uno para hacer reformas en la casa de Londres, y el otro para remodelar y redecorar el palacio que acababa de comprar en Marruecos. Había un total de seis decoradores trabajando en ambos proyectos y se divertía como un loco. Era lo que le gustaba. Pensaba quedarse un mes en Londres, y llevarse a los niños a Aspen después de Navidad. Había invitado a Maxine a acompañarlos, pero ella había decidido no ir, porque creía que Blake necesitaba estar a solas con los niños. A él le parecía una tontería. Con ella siempre se divertían.
En general, Maxine solo pasaba algún día con él y los niños cuando Blake les prestaba su barco o una de sus casas. Era muy generoso y le gustaba saber que ella disfrutaba con sus hijos. También prestaba sus casas a amigos. Era imposible que pudiera ocuparlas todo el año. No entendía por qué Maxine le había montado un escándalo por haber ofrecido a Daphne que utilizara su ático con sus amigos. Era lo bastante mayor para no hacer ningún estropicio en el piso, y si lo hacía había empleados que se encargarían de limpiarlo. Creía que Maxine se ponía paranoica pensando que si estaban solos harían todo tipo de travesuras. Sabía que su hija era una buena chica; además, tenía trece años. ¿En qué líos podías meterte a los trece? Tras cinco llamadas para hablar de ello, se había rendido a los deseos de Maxine, pero seguía pensando que era una pena. El ático de Nueva York estaba casi siempre vacío. Pasaba mucho más tiempo en Londres, porque le resultaba más cerca de todos los sitios donde le gustaba pasar una temporada. Tenía pensado ir a Gstaad a esquiar unos días antes de volver a Nueva York, para entrenarse con vistas a Aspen. No esquiaba desde un breve viaje que había hecho en mayo a Sudamérica.
Habían invitado a Blake a un concierto de los Rolling Stones cuando regresara a Londres, tras visitar a sus hijos en Acción de Gracias. Era uno de sus grupos preferidos, y él y Mick Jagger eran viejos amigos. Le había presentado a muchas estrellas del rock, y a varias mujeres extraordinarias. El breve idilio de Blake con una de las mayores divas de rock había salido en los titulares de todo el mundo, hasta que ella se cansó y se casó con otro. El no quería oír hablar de matrimonio y era sincero sobre este asunto. Nunca fingía que quería casarse o que al menos se lo plantearía. Ahora tenía demasiado dinero. El matrimonio era muy peligroso para él, a menos que se casara con una mujer que tuviera tanto dinero como él, y esas nunca eran las mujeres que le interesaban. Le gustaban jóvenes, llenas de vida y libres. Lo único que quería era divertirse. No hacía daño a nadie. Y cuando la aventura terminaba, ellas se marchaban con joyas, pieles, coches, regalos y los mejores recuerdos que tendrían en su vida. Entonces, él pasaba a la siguiente y empezaba de nuevo. Al volver a Londres, estaba libre. No tenía a nadie a quien llevar al concierto de los Rolling Stones, así que fue solo, y al terminar asistió a una fiesta fabulosa en Kensington Palace. Allí había mujeres de la familia real, modelos, actrices, mujeres de la alta sociedad, aristócratas y estrellas de rock. Era todo lo que le gustaba a Blake, era su mundo.
Aquella noche había hablado con media docena de mujeres y había conocido a algunos hombres interesantes; ya empezaba a pensar en marcharse cuando fue a pedir una bebida al bar y vio a una bonita pelirroja que le sonreía. Llevaba un diamante en la nariz e iba vestida con un sari, un bindi color rubí, los cabellos en punta y tatuajes en los brazos. Le miraba descaradamente. No parecía india, pero aquel bindi en la frente lo dejó perplejo, y el sari que llevaba era del color del cielo de verano, el mismo color que sus ojos. Nunca había visto a una india con tatuajes. Los que llevaba la chica eran flores que subían y bajaban por sus brazos, y tenía otro en el vientre liso y tirante que el sari dejaba al aire. Bebía champán y comía aceitunas de un cuenco de vidrio de la barra.
– Hola -dijo Blake, mirándola con sus deslumbrantes ojos azules.
La sonrisa de ella se iluminó más si cabe. Era la mujer más sexy que Blake había visto en su vida, y resultaba imposible adivinar su edad. Podía tener entre dieciocho y treinta años, aunque a él le daba lo mismo. Era una preciosidad.
– ¿De dónde eres? -preguntó, esperando que dijera de Bombay o de Nueva Delhi, aunque su pelo rojo también estaba fuera de contexto.
Ella se rió, mostrando unos dientes perfectamente blancos que no acababan nunca. Era la mujer más sublime que había visto en su vida.
– De Knightsbridge -dijo la chica, riendo.
Su risa sonaba como campanillas a los oídos de Blake, delicadas y tiernas.
– ¿A qué viene el bindi?
– Me gusta. Viví dos años en Jaipur. Me encantaron los saris y las joyas.
¿A quién no? Cinco minutos después de conocerla, Blake estaba loco por ella.
– ¿Has estado en la India? -preguntó la chica.
– Varias veces -contestó él con naturalidad-. El año pasado fui a un safari increíble y sacamos fotos de tigres. Fue mucho mejor de lo que había visto en Kenya.
Ella arqueó una ceja.
– Yo nací en Kenya. Antes mi familia vivía en Rodesia, pero después volvimos a casa. Aquí todo es bastante aburrido. Siempre que puedo, vuelvo allí.
Era británica y tenía el acento y la entonación de la clase alta, lo que hizo que Blake se preguntara quién sería ella, y quiénes debían de ser sus padres. Normalmente esto no le interesaba, pero en aquella mujer todo lo intrigaba, incluso los tatuajes.
– ¿Y tú quién eres? -preguntó la chica.
Probablemente era la única mujer de la sala que no sabía quién era Blake, y eso también le gustó. Era agradable. Concluyó con acierto que se habían sentido mutuamente atraídos al instante. E intensamente.
– Blake Williams.
No le dio más información y ella siguió bebiendo champán. Blake bebía vodka con hielo. Era su bebida preferida en ese tipo de eventos. El champán le daba dolor de cabeza al día siguiente, y el vodka no.
– Americano -comentó ella-. ¿Casado? -preguntó con interés, y a él le pareció una pregunta extraña.
– No. ¿Por qué?
– No salgo con hombres casados. Ni siquiera hablo con ellos. Salí con un francés horrible que estaba casado y me mintió. Gato escaldado del agua fría huye, o algo así. Los americanos suelen ser más sinceros con esto. En cambio, los franceses no lo son. Siempre tienen una mujer y una amante en alguna parte, y las engañan a las dos. ¿Tú engañas? -preguntó como si fuera un deporte, como el golf o el tenis.
El se echó a reír.
– En general, no. No, la verdad es que no. Creo que no lo he hecho nunca. No tengo por qué, no estoy casado, y si quiero acostarme con una mujer, rompo con la que estaba hasta entonces. Me parece más sencillo. No me gustan los dramas ni las complicaciones.
– A mí tampoco. A eso me refería sobre los americanos. Son simples y directos. Los europeos son mucho más complicados. Quieren que todo sea difícil. Mis padres llevan doce años intentando divorciarse. No dejan de volver y romper de nuevo. Es un lío para los demás. Yo nunca me he casado, ni tengo intención de hacerlo. Me parece un embrollo terrible.
Lo dijo con sencillez, como si hablara del tiempo o de un viaje, y a Blake le hizo gracia. Era una chica muy divertida, muy bonita; lo que los ingleses llaman una «hechicera». Era una especie de ninfa o hada con su sari, su bindi y sus tatuajes. Se fijó en que llevaba un brazalete enorme de esmeraldas, que pasaba inadvertido entre los tatuajes, y un anillo de rubíes enorme. Fuera quien fuese, tenía muchas joyas.
– Estoy de acuerdo contigo en que la gente arma mucho lío. Por mi parte, mantengo una buena amistad con mi ex mujer. Nos apreciamos incluso más que cuando estábamos casados.
Para él, era cierto, y estaba convencido de que Maxine pensaba lo mismo.
– ¿Tienes hijos? -preguntó ella, ofreciéndole aceitunas.
Blake se echó dos en la copa.
– Sí, tres. Una niña y dos niños. Trece, doce y seis años.
– ¡Qué bonito! Yo no quiero tener hijos, pero creo que la gente que los tiene es muy valiente. A mí me da miedo. Tanta responsabilidad. Se ponen enfermos, tienes que procurar que estudien, que sean bien educados. Es más difícil que adiestrar a un caballo o a un perro, y ambas cosas se me dan fatal. Una vez tuve un perro que hacía sus necesidades por toda la casa. Seguro que sería peor con los niños.
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