Maxine le había regalado una corbata de Hermès y un pañuelo de bolsillo a juego. El se los puso para salir a cenar aquella noche. Era una relación cómoda para ambos, no demasiado seria, con mucho espacio para que los dos siguieran dedicándose a sus carreras y a sus vidas. Maxine no sabía hasta qué punto cambiaría su vida si se acostaba con él. No podía imaginárselo quedándose a dormir en la casa, con los niños, pero Charles ya le había asegurado que no lo haría. Le daba demasiado miedo que Daphne lo matara mientras dormía. Además, no le parecía adecuado dormir con ella con los chicos en la casa. Maxine estaba de acuerdo.
Salió de la ciudad a mediodía con la intención de no volver hasta el uno de enero. Esperaba llegar a Vermont a las seis de la tarde. Charles la llamó dos veces por el camino, para asegurarse de que estaba bien. Al norte de Boston estaba nevando, pero las carreteras se mantenían despejadas. Se encontraba en New Hampshire, donde la nevada era aún más copiosa, cuando tuvo noticias de los niños. Daphne la llamó en cuanto aterrizaron en Aspen, y parecía desquiciada.
– ¡La odio, mamá! -susurró. Maxine escuchó y puso cara de exasperación-. ¡Es horrible!
– ¿Horrible en qué?
Maxine intentó mantenerse objetiva, aunque debía admitir que algunas de las mujeres de Blake eran bastante especiales. En los últimos cinco años, Maxine había aprendido a tomárselo con filosofía. De todos modos, nunca duraban, así que no merecía la pena enfadarse, a menos que hicieran algo peligroso para sus hijos. Aun así, ya eran demasiado mayores, no eran unos bebés.
– ¡Tiene los brazos tatuados!
Maxine sonrió solo de pensarlo.
– La última, además de los brazos, tenía tatuadas las piernas, y no te molestaba. ¿Es simpática?
Quizá estaba siendo desagradable con los niños. Maxine esperaba que no, pero no creía que Blake dejara que eso pasara. Adoraba a sus hijos, por mucho que le gustaran las mujeres.
– No lo sé. No hablaré con ella -dijo Daphne orgullosamente.
– No seas grosera, Daff. No me gusta, y lo único que conseguirás es que tu padre se enfade. ¿Se porta bien con los chicos?
– Le ha hecho un montón de retratos estúpidos a Sam. Es pintora o yo qué sé. Y lleva una cosa ridícula entre los ojos.
– ¿Qué cosa?
– Como las mujeres indias. ¡Es una pretenciosa!
Maxine se la imaginó con una flecha pegada en la frente con una ventosa.
– ¿Te refieres a un bindi? Vamos, Daff, no seas mala con ella. Es un poco rara, de acuerdo. Pero dale una oportunidad.
– La odio.
Maxine sabía que Daphne también odiaba a Charles.
Últimamente odiaba a mucha gente; a los padres de Maxine también. Eran cosas de la edad.
– Probablemente no volverás a verla después de estas vacaciones, así que no malgastes energías. Ya sabes lo que ocurre siempre.
– Esta es diferente -dijo Daphne, y parecía deprimida-. Creo que papá está enamorado de ella.
– Lo dudo mucho. Tu padre solo hace unas semanas que la conoce.
– Ya sabes cómo es. Se pone como loco con todas al principio.
– Sí, y después todo se convierte en humo y se olvida de ellas. Tú tranquila.
Pero, después de colgar, se preguntó si Daphne tendría razón y esta sería la excepción. Todo era posible. No se imaginaba a Blake casándose de nuevo y viviendo con la misma mujer mucho tiempo, pero nunca se sabía. Tal vez algún día lo haría. Maxine se preguntó cómo se sentiría cuando eso ocurriera. Tal vez no muy bien. Al igual que sus hijos, le gustaba la situación tal como estaba. Los cambios nunca eran fáciles, pero tal vez algún día tendría que afrontarlos. En la vida de Blake, y en la suya. Charles era eso. Un cambio. Ella también estaba asustada.
El viaje fue más largo de lo que esperaba por culpa de la nieve, así que llegó a casa de Charles a las ocho. Era una casita pulcra de Nueva Inglaterra con el tejado a dos aguas y una verja rústica alrededor. Parecía sacada de una postal. Charles salió a recibirla en cuanto oyó el coche, y le cogió las maletas. Tenía un porche delantero con un columpio y dos mecedoras; dentro había un gran dormitorio, un salón con chimenea y una alfombra a sus pies, y una cocina rústica y acogedora. La decepcionó ver que no había sitio para sus hijos, si llegaban a ese punto. Ni siquiera una habitación de invitados donde pudieran dormir los tres en una cama. Era una casa pensada para un soltero, o una pareja, a lo sumo, y nada más, porque así era como vivía él. Y así era como le gustaba. Lo había dejado claro.
La casa era acogedora y estaba caldeada cuando ella entró. Dejaron las maletas en el dormitorio y Charles le mostró el armario donde podía colgar sus cosas. Era una sensación curiosa estar a solas con él. Le abrumaba un poco que hubiera solo una habitación, porque todavía no se había acostado con él. Pero era demasiado tarde, ya estaba allí. De repente le pareció muy valiente haber llegado tan lejos y se sentía tímida mientras él le mostraba dónde estaba todo. Toallas, sábanas, lavadora, baño… solo uno. Todo en la cocina estaba inmaculado y pulcro. Tenía pollo frío y sopa para ella, pero después de tantas horas conduciendo estaba demasiado cansada para comer. Se sentía a gusto sentada junto al fuego con él y tomando una taza de té.
– ¿Los niños han llegado bien? -preguntó educadamente.
– Están estupendamente. Daphne me ha llamado en cuanto han llegado a Aspen. Está un poco molesta porque su padre ha llevado a su novia. Le había prometido que esta vez no lo haría, pero acaba de conocer a una mujer, así que la ha llevado. Al principio siempre se entusiasma mucho.
– Parece un tipo muy ocupado -dijo Charles, en tono desaprobador.
Cuando se mencionaba a Blake, siempre se sentía incómodo.
– Los niños se adaptarán. Siempre lo hacen.
– No estoy seguro de que Daphne se adapte a mí.
Todavía estaba preocupado por ello, y no estaba acostumbrado a la furia descontrolada de las adolescentes. Maxine parecía mucho menos impresionada.
– Se adaptará. Solo necesita más tiempo.
Se sentaron y charlaron junto al fuego un buen rato. El paisaje era de una belleza impactante, así que salieron al porche y contemplaron la nevada reciente que lo cubría todo a su alrededor. Charles la abrazó y la besó en la magia del momento. Justo entonces, sonó el móvil de Maxine. Era Sam, que llamaba para darle las buenas noches. Maxine le mandó un beso, se despidió y se volvió hacia Charles, que parecía desconcertado.
– Ni siquiera aquí te dejan en paz -comentó secamente-. ¿Nunca tienes tiempo libre?
– No lo quiero -dijo ella con calma-. Son mis hijos. Son todo lo que tengo. Son mi vida.
Era precisamente lo que a él le daba miedo, y el motivo de que los niños lo asustaran tanto. No se imaginaba cómo podía apartarlos de ella.
– Necesitas algo más en tu vida que ellos -dijo.
Parecía que se presentara voluntario, y Maxine se conmovió. La besó de nuevo y esta vez no llamó nadie, ni hubo interrupciones. Ella le siguió dentro y entraron en el baño por turno preparándose para acostarse. Maxine se reía mientras se metía en la cama, porque era un poco incómodo y también gracioso. Se había puesto un camisón largo de cachemir con una bata a juego y calcetines. No era precisamente romántico, pero no se podía imaginar llevando otra cosa. Él llevaba un pijama de rayas. Por un momento, Maxine se vio como sus padres, en aquella gran cama, el uno al lado del otro.
– Esto es un poco raro -reconoció en un cuchicheo.
Él la besó y ya no hubo nada raro. Las manos de él se deslizaron bajo el camisón y poco a poco le quitaron la ropa entre las sábanas y la tiraron al suelo.
Hacía tanto tiempo que Maxine no se acostaba con nadie que temía sentirse asustada y fuera de lugar. En cambio, él se comportaba como un amante cariñoso y considerado, y todo parecía lo más natural del mundo. Después se abrazaron con fuerza y él le dijo que era maravillosa y que la quería. A ella la impactó oír aquellas palabras. Se preguntó si se había sentido obligado a decirlas porque se habían acostado, pero él le aseguró que se había enamorado de ella desde el día que se conocieron. Ella le dijo con toda la delicadeza que pudo que necesitaba más tiempo para saber si sentía lo mismo. Le gustaban muchas cosas de él, y esperaba sentir algo más a medida que lo fuera conociendo. Se sentía a salvo con él, lo que era importante para ella. Cuchicheó en la oscuridad que confiaba en él. Él le hizo el amor otra vez. Después, feliz, cómoda, relajada y totalmente en paz, Maxine se durmió entre sus brazos.
Capítulo 12
A la mañana siguiente, Maxine y Charles se abrigaron bien y fueron a pasear por la nieve. Él le preparó el desayuno: panqueques con jarabe de arce de Vermont, con tiras crujientes de beicon. Maxine le miró con ternura y él la besó por encima de la mesa. Era lo que Charles soñaba desde que se conocieron. En la vida de Maxine era difícil incluir momentos como ese. Sus hijos ya la habían llamado dos veces antes de desayunar. Daphne había declarado la guerra abiertamente al nuevo amor de su padre. Charles escuchó la conversación telefónica con el ceño fruncido. Maxine se quedó de piedra con lo que Charles le dijo al colgar.
– Sé que te parecerá una locura, Maxine, pero ¿no son demasiado mayores para vivir en casa?
– ¿Estás pensando que deberían alistarse en los marines o presentar una solicitud para la universidad? Caramba, Jack y Daphne solo tienen doce y trece años.
– A su edad yo estaba en un internado. Fue la mejor experiencia de mi vida. Me encantaba y me preparó para el futuro.
Solo de oírlo, Maxine se quedó horrorizada.
– Jamás -dijo con firmeza-. Jamás les haría algo así a mis hijos. Prácticamente, ya han perdido a Blake. Yo no los abandonaré también. ¿Para qué? ¿Para tener más vida social?
¿A quién le importa? Es en estos años cuando los hijos necesitan más a sus padres, deben aprender sus valores, bombardearlos con sus problemas y aprender cómo afrontar cuestiones como el sexo y las drogas. No quiero que un profesor de internado enseñe estas cosas a mis hijos. Quiero que las aprendan de mí. -Estaba estupefacta.
– Pero ¿y tú qué? ¿Estás dispuesta a aparcar tu vida hasta que vayan a la universidad? Esto es lo que sucederá si los tienes siempre cerca.
– Es a lo que me comprometí cuando los tuve -dijo ella suavemente-. Para eso están los padres. Veo cada día en mi consulta la consecuencia de que los padres no estén suficientemente atentos a sus hijos. Incluso cuando lo están, las cosas pueden torcerse. Si te rindes y los metes en un internado a esta edad, estás jugando con fuego.
– Yo salí bien -dijo él a la defensiva.
– Sí, pero decidiste no tener hijos -dijo ella sin tapujos-. Esto también indica algo. Quizá sí echabas algo de menos en tu infancia. Fíjate en los ingleses, ellos mandan a sus hijos a un internado a los seis o a los ocho años, y muchos de ellos se echan a perder por esto; al menos, así lo reconocen cuando son mayores. A esta edad no puedes alejar a un niño de sus padres y esperar que no haya consecuencias. Más adelante, esas personas tienen problemas de apego. Tampoco me fiaría de dejar a unos adolescentes solos en una escuela. Quiero estar cerca para ver qué hacen, y que compartan mis valores.
– A mí me parece un sacrificio enorme -dijo Charles severamente.
– No lo es -contestó Maxine, preguntándose si lo conocía realmente.
Sin duda a Charles le faltaba algo cuando se trataba de niños, y era una pena, en opinión de Maxine. Tal vez era esa pieza la que hacía que ahora ella dudara de él. Quería amarlo, pero necesitaba saber que él también podía querer a sus hijos, y sin duda no presionarla para que los mandara a un internado. Solo de pensarlo, se estremeció. El se dio cuenta y recogió velas. No quería que se enfadara, por mucho que le pareciera una idea interesante y deseara que ella la aceptara. Pero no lo haría; había quedado claro.
Aquella tarde fueron a esquiar a Sugarbush, y deslizarse por las pistas con él fue fácil y divertido. Maxine nunca había esquiado tan bien como Blake, pero era buena; además ella y Charles tenían el mismo nivel así que coincidían en las mismas pistas. Después ambos se quedaron relajados y felices, y ella olvidó la pequeña discusión de la mañana por el internado. Tenía derecho a defender sus puntos de vista, siempre que no pretendiera imponerlos. Aquella noche, Maxine no supo nada de sus hijos y Charles se sintió aliviado. Era agradable estar con ella sin que los interrumpieran. La llevó a cenar fuera y, cuando volvieron, hicieron el amor frente al fuego. Maxine estaba atónita por lo cómoda y tranquila que se encontraba con él. Era como si hubieran dormido juntos toda la vida, acurrucados en la cama. Fuera nevaba y Maxine se sentía como si el tiempo se hubiera detenido y estuvieran solos en un mundo mágico.
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