– Ojalá pudiera ir a verlos -dijo él en tono de disculpa-. Esta noche me marcho a Londres. Mañana tengo una reunión con un arquitecto. Estoy redecorando la casa. -Y entonces, como si fuera un niño travieso, añadió-: Acabo de comprarme una casa fantástica en Marrakech. Me voy allí la semana que viene. Es una preciosidad, un palacio en ruinas.

– Justo lo que necesitabas -dijo Maxine, meneando la cabeza. Blake era imposible. Compraba casas por todas partes. Las reformaba con arquitectos y diseñadores famosos, las convertía en lugares de interés turístico y entonces se compraba otra. A Blake le atraía más el proyecto que el resultado final.

Tenía una propiedad en Londres, una en Saint-Bart, otra en Aspen, la mitad superior de un palazzo en Venecia, un ático en Nueva York y, por lo visto, ahora una especie de palacio en Marrakech. Maxine no pudo evitar preguntarse qué iba a hacer con él. Pero hiciera lo que hiciese, sabía que el resultado sería tan asombroso como todo lo que tocaba. Tenía un gusto increíble e ideas atrevidas sobre diseño. Todas las casas de Blake eran exquisitas. También poseía uno de los veleros más grandes del mundo, aunque solo lo utilizara unas pocas semanas al año. Por otra parte, lo prestaba a sus amigos siempre que podía. El resto del tiempo lo pasaba viajando, en safaris en África o buscando obras de arte en Asia. Había estado dos veces en la Antártida y había vuelto con fotografías impresionantes de icebergs y pingüinos. Hacía tiempo que el universo de Maxine se le había quedado pequeño. Ella se sentía satisfecha con su vida previsible y bien organizada en Nueva York, a caballo entre su consulta y el confortable piso donde vivía con sus tres hijos, en Park Avenue con la Ochenta y cuatro Este. Cada noche volvía caminando a casa de la consulta, incluso en días como aquel. El paseo la reconfortaba después de todo lo que escuchaba durante el día y de los chicos trastornados que trataba. Otros psiquiatras le derivaban a menudo sus suicidas en potencia. Tratar casos difíciles era su forma de aportar algo al mundo y le encantaba su trabajo.

– ¿Y qué, Max? ¿A ti cómo te va? ¿Cómo están los niños? -preguntó Blake, relajado.

– Están muy bien. Jack vuelve a jugar al fútbol este año, y lo hace fenomenal -dijo Maxine orgullosa. Era como hablar a Blake de los hijos de otro. Parecía más un tío simpático que su padre. El problema era que también se había comportado así como marido: irresistible en todos los sentidos pero siempre ausente cuando había que hacer algo poco agradable.

Al principio Blake tenía que trabajar duro para levantar su negocio y, tras su golpe de suerte, simplemente no estaba nunca. Siempre se hallaba en cualquier otra parte divirtiéndose. Quiso que Maxine dejara la consulta, pero ella no pudo. Había trabajado demasiado para llegar donde estaba. No se veía sin trabajar y no le apetecía hacerlo, por muy rico que fuera su marido de repente. Ni siquiera era capaz de imaginar el dinero que había ganado. Finalmente, aunque le quería mucho, le resultó imposible seguir. Eran polos opuestos en todos los sentidos. La meticulosidad de ella contrastaba demasiado con el caos que creaba él. Allí donde estaba él había una avalancha de revistas, libros, papeles, sobras de comida, bebidas derramadas, cáscaras de cacahuete, pieles de plátano, refrescos a medio beber y bolsas de comida rápida que había olvidado tirar. Siempre llevaba encima planos de su última casa y sus bolsillos estaban llenos de notas sobre llamadas que tenía que hacer y no hacía nunca. Al final las notas se perdían. La gente llamaba preguntando dónde estaba Blake. Era brillante en los negocios, pero en todo lo demás su vida era un desastre. Maxine se cansó de ser la única adulta, sobre todo cuando nacieron los niños. Por culpa del estreno de una película a la que quiso asistir en Los Ángeles se había perdido el nacimiento de Sam. Cuando ocho meses después a una canguro se le cayó Sam del cambiador y el bebé se rompió la clavícula y un brazo y sufrió una contusión fuerte en la cabeza, Blake estaba ilocalizable. Sin decírselo a nadie, había volado a Cabo San Lucas para ver una casa en venta diseñada por un lamoso arquitecto mexicano al que admiraba. Había perdido el móvil por el camino y tardaron dos días en localizarle. Sam se recuperó, pero, cuando Blake regresó a Nueva York, Maxine le pidió el divorcio.

En cuanto Blake ganó su fortuna el matrimonio dejó de funcionar. Max necesitaba a un hombre más accesible y que estuviera cerca, al menos de vez en cuando. Blake no estaba nunca. Maxine decidió que estaría mejor sola, sin tener que pegarle la bronca cada vez que llamaba ni pasarse horas intentando localizarlo cuando a alguno de los niños le ocurriera algo. Cuando le dijo que quería el divorcio, él se quedó petrificado. Ambos habían llorado. El intentó disuadirla, pero Maxine había tomado una decisión. Se amaban, pero Maxine insistió en que para ella su matrimonio era inviable. Ya no deseaban las mismas cosas. Él solo quería jugar; a ella le gustaba estar con los niños y su trabajo. Eran muy diferentes en demasiados sentidos. Fue divertido cuando eran jóvenes, pero ella había madurado y él no.

– Cuando vuelva iré a uno de los partidos de Jake -prometió Blake, mientras Maxine contemplaba la lluvia torrencial que golpeaba las ventanas de su consulta. ¿Y cuándo sería eso?, pensó ella, pero no dijo una palabra.

Él respondió a su pregunta no verbalizada. La conocía bien, mejor que ninguna otra persona del planeta. Esta había sido la peor parte de separarse de él. Estaban muy a gusto juntos y se querían muchísimo. En cierto modo, eso no había cambiado. Blake formaba parte de su familia, siempre lo sería, y era el padre de sus hijos. Esto era sagrado para ella.

– Estaré allí para Acción de Gracias, en un par de semanas -dijo.

Maxine suspiró.

– ¿Se lo digo ya a los niños o espero?

No quería desilusionarlos otra vez. Blake cambiaba de planes de un día para otro y los dejaba plantados, tal como había hecho con ella. Se distraía con demasiada facilidad. Era lo que más detestaba de él, sobre todo cuando hacía sufrir a sus hijos. Blake nunca veía la expresión de sus caras cuando Maxine les decía que al final su padre no iba a ir.

Sam no recordaba a sus padres viviendo juntos, pero quería a Blake de todos modos. Tenía un año cuando ellos se divorciaron. Estaba acostumbrado a la vida tal como era ahora, dependiendo de su madre para todo. Jack y Daffy conocían mejor a su padre, aunque los recuerdos de los viejos tiempos también se habían desdibujado.

– Puedes decirles que estaré allí, Max. No me lo perderé -prometió él, cariñosamente-. ¿Cómo estás tú? ¿Estás bien? ¿Ya ha aparecido el príncipe azul?

Ella sonrió. Siempre le hacía la misma pregunta. En la vida de Blake había muchas mujeres, ninguna de ellas permanente y la mayoría muy jóvenes. Pero no había absolutamente ningún hombre en la vida de Maxine. No tenía ni tiempo ni interés por ello.

– Hace un año que no salgo con nadie -dijo con sinceridad.

Nunca le ocultaba nada. Tras el divorcio lo consideraba como un hermano. No tenía secretos con Blake. Y él no los tenía con nadie, en parte porque prácticamente todo lo que hacía acababa en la prensa. Su nombre solía aparecer en las columnas de cotilleos junto con el de modelos, actrices, estrellas de rock, herederas y cualquier otra que estuviera a mano. Durante un tiempo salió con una princesa famosa, lo que solo confirmó aquello que Max pensaba desde hacía años. Blake estaba muy lejos de su mundo y vivía en un planeta completamente distinto. Ella era tierra; él, fuego.

– Así no llegarás a ninguna parte -la regañó-. Trabajas demasiado. Como siempre.

– Me encanta lo que hago -dijo ella sencillamente.

Esto no era nuevo para él. Siempre había sido así. En los viejos tiempos le costaba mucho que Maxine se tomara un día libre y ahora poco había cambiado, aunque pasaba los fines de semana con los niños y tenía un servicio de llamadas para cuando no estaba en la consulta. Al menos suponía una mejora. Ella y los chicos solían ir a la casa de Southampton que tenían cuando estaban casados. El se la había dejado con el divorcio. Era preciosa, pero demasiado vulgar para él ahora. Sin embargo, era perfecta para Maxine y los críos. Era una casona vieja y laberíntica, cerca de la playa.

– ¿Puedo tener a los niños para la cena de Acción de Gradas? -preguntó Blake con cautela. Siempre era respetuoso con los planes de Maxine; nunca se presentaba y desaparecía sin más con sus hijos. Sabía el esfuerzo que hacía ella para crear una vida estable para ellos. Y a Maxine le gustaba planear las cosas con tiempo.

– Perfecto. Los llevaré a almorzar a casa de mis padres. -El padre de Maxine también se dedicaba a la medicina, a la cirugía ortopédica, y era tan preciso y meticuloso como ella. Maxine lo había conseguido todo con esfuerzo; él había sido un estupendo ejemplo para ella y estaba muy orgulloso de la labor de su hija. Maxine era hija única y su madre no había trabajado nunca. Su infancia había transcurrido de forma muy diferente de la de Blake. La vida de él era el resultado de una sucesión de golpes de suerte desde el principio.

Al nacer, Blake fue adoptado por un matrimonio mayor. Su madre biológica, por lo que había averiguado él más tarde, era una chica de quince años de Iowa. Cuando la conoció, estaba casada con un policía y había tenido cuatro hijos. La mujer se llevó un buen sobresalto al conocer a Blake. No tenían nada en común, y él sintió pena por ella. Había tenido una vida difícil, sin dinero y con un hombre que bebía. Ella le explicó que su padre biológico había sido un joven alocado, guapo y encantador, que tenía diecisiete años cuando nació Blake. Le dijo que su padre había muerto en un accidente de coche dos meses después de la graduación, aunque nunca había tenido intención de casarse con ella. Los abuelos de Blake eran muy católicos y habían obligado a su madre a dar a su hijo en adopción después de pasar el embarazo en otro pueblo. Sus padres adoptivos habían sido buenos y formales. Su padre era un abogado de Wall Street especializado en impuestos y había enseñado a Blake los principios para realizar buenas inversiones. Se aseguró de que Blake fuera a Princeton y después a Harvard para hacer un máster en administración de empresas. Su madre hacía trabajos de voluntariado y le había enseñado la importancia de «aportar algo» al mundo. Blake había aprendido bien ambas lecciones y su fundación subvencionaba muchas obras de beneficencia. El extendía los cheques, aunque no conociera la mayoría de las asociaciones a las que iban destinados.

Sus padres le habían apoyado incondicionalmente, pero murieron poco después de que él se casara con Maxine. A Blake le apenaba que no hubieran conocido a sus hijos. Eran unas personas maravillosas y unos padres cariñosos y leales. Tampoco habían vivido para ver su meteórico ascenso. A veces se preguntaba cómo habrían reaccionado ante su forma de vida actual y, de vez en cuando, a altas horas de la noche, le preocupaba que no lo aprobaran. Era muy consciente de la suerte que había tenido y de su tren de vida de excesos, pero lo pasaba tan bien con todo lo que hacía que a aquellas alturas le habría resultado difícil rebobinar la película y volver atrás. Había adoptado un modo de vivir que le proporcionaba un inmenso placer y diversión, y no perjudicaba a nadie. Le habría gustado ver más a menudo a sus hijos, pero nunca parecía haber tiempo suficiente. Sin embargo, lo compensaba cuando estaba con ellos. A su manera, era el padre de sus sueños hecho realidad. Hacían todo lo que deseaban y él podía concederles todos los caprichos y mimarlos como nadie. Maxine era la solidez y el orden en el que se apoyaban, y él la magia y la diversión. En muchos sentidos, él había significado lo mismo para Maxine, cuando eran jóvenes. Todo cambió cuando maduraron. O cuando ella maduró y él no.

Blake se interesó por los padres de Max. Siempre le había tenido afecto a su suegro. Era un hombre trabajador y serio, con valores y un gran sentido de la moral, aunque le faltara imaginación. En cierto modo, era una versión más severa y más seria de Maxine. Pero, a pesar de sus distintos estilos y filosofías de vida, él y Blake se llevaban bien. En broma, el padre de Maxine siempre llamaba «truhán» a Blake. A él le encantaba. Le parecía sexy y emocionante. Últimamente el padre de Max estaba decepcionado con Blake por lo poco que veía a los niños. Era consciente de que su hija compensaba lo que su ex marido era incapaz de hacer, pero lamentaba que ella tuviera que cargar con todo sola.

– Entonces nos vemos la noche de Acción de Gracias – dijo Blake al final de la conversación-. Te llamaré por la mañana para decirte a qué hora llego. Contrataré un servicio de catering para que nos prepare la cena. Estás invitada -dijo generosamente, con la esperanza de que aceptara. Todavía disfrutaba de su compañía. Para él no había cambiado nada, seguía pensando que era una mujer fantástica. Solo habría querido que se relajara y se divirtiera más. Creía que se tomaba demasiado a pecho la ética de trabajo puritana.