– Intentaré llamarte -dijo Maxine para tranquilizarlo-. Le he dejado tus teléfonos a Zellie por si acaso.
Dio por hecho que se quedaría en la ciudad, ya que ella no estaba.
– La verdad es que pensaba irme a Vermont -contestó Charles.
Estaba precioso en junio. A Maxine le habría gustado que Charles tuviera una relación con sus hijos que le permitiera verlos sin ella; iba a ser su padrastro dentro de dos meses. Pero no la tenía. También sabía, que en su ausencia, sus hijos tampoco querrían verle a él. Era una lástima. Faltaba mucho trecho antes de que ambos bandos estuvieran cómodos el uno con el otro. La necesitaban a ella para hacer de puente.
– Sé prudente. Los escenarios de una catástrofe pueden ser peligrosos. Y se trata del norte de África, no de Ohio -la advirtió, antes de colgar.
– Lo haré, no te preocupes. -Sonrió-. Te quiero Charles. Estaré de vuelta el lunes.
Al colgar estaba triste. Aquello había abierto una brecha entre ellos. Esperaba que no fuera más que eso, y lamentaba no haberle visto antes de marcharse. Su negativa le parecía infantil y mezquina. Cuando fue a dar un beso de despedida a sus hijos pensó para sí misma que al final, por muy adultos que fingieran ser, todos los hombres eran unos niños.
Capítulo 17
El avión de Blake despegó del aeropuerto de Newark el jueves poco después de las ocho. Maxine se acomodó en uno de los confortables asientos, aunque pensaba usar uno de los dos dormitorios para aprovechar la noche y dormir. Las habitaciones tenían camas dobles, sábanas preciosas y edredones y mantas blandas además de mullidas almohadas. Uno de los dos ayudantes de vuelo le llevó un piscolabis y poco después una cena ligera compuesta de salmón ahumado y una tortilla. El sobrecargo le informó de la ruta de vuelo, que duraría siete horas y media. Llegarían a las siete de la mañana, hora local, y un coche con chófer la estaría esperando para llevarla al pueblo donde Blake y otros miembros de los equipos de rescate habían montado el campamento. La Cruz Roja también estaba instalada allí.
Maxine dio las gracias al sobrecargo por la información, tomó la cena y se fue a la cama a las nueve. Sabía que necesitaría acumular todo el descanso que pudiera antes de llegar, y eso era fácil en el lujoso avión de Blake. Estaba elegantemente decorado con telas y pieles beis y gris. Había mantas de cachemira en todos los asientos, sofás con fundas de moer y gruesas alfombras de lana gris en todo el avión. El dormitorio que escogió estaba decorado en suaves tonos amarillo claro y Maxine se quedó dormida en cuanto apoyó la cabeza en la almohada. Durmió como un bebé durante seis horas, y cuando se despertó, se quedó en la cama pensando en Charles. Todavía le preocupaba que estuviera tan enfadado con ella, aunque sabía que ir a Marruecos había sido la decisión correcta.
Se cepilló el pelo, se lavó los dientes, y se calzó unas botas gruesas. Hacía tiempo que no se las ponía, así que las había sacado del fondo del armario donde guardaba la ropa para situaciones como esta. Se había llevado el equipo de campaña porque sospechaba que dormiría con lo puesto los siguientes días. Estaba bastante ilusionada con la expectativa del trabajo y esperaba ser útil y poder echar una mano a Blake.
Cuando salió del dormitorio, sintiéndose fresca y descansada, el ayudante de vuelo le sirvió el desayuno. Había cruasanes y brioches recién hechos, yogur y una cesta de fruta. Después de comer leyó un poco, e iniciaron el descenso. Maxine se había puesto una insignia en la solapa que la identificaría como médico en el lugar del desastre. En cuanto aterrizara estaba dispuesta a entrar en acción, con los cabellos recogidos en una trenza y una vieja camisa caqui bajo un jersey grueso. También llevaba camisetas y un anorak. Jack había consultado el parte meteorológico en línea mientras hacía las maletas. Una cantimplora, que llenó con Evian antes de bajar del avión, unos guantes de trabajo sujetos al cinturón, y mascarillas y guantes de goma en los bolsillos completaban su equipo. Estaba preparada.
Tal y como había prometido Blake, un jeep y un conductor la esperaban cuando el avión aterrizó. Maxine llevaba encima una bolsa en bandolera con ropa interior de recambio, por si había alguna ducha donde asearse, y medicinas por si se encontraba mal. Llevaba mascarillas por si el hedor de los cadáveres era insoportable o si se detectaban enfermedades infecciosas. También había cogido toallitas impregnadas de alcohol. Había intentado pensar en todo antes de marcharse. Las situaciones como esa siempre parecían una operación militar, incluso cuando el caos era absoluto. No llevaba ninguna joya, solo un reloj. El anillo de compromiso lo había dejado en Nueva York. Al subir al jeep que la esperaba era la viva imagen de la profesionalidad. El francés de Maxine era rudimentario, pero pudo comunicarse con el chófer por el camino. Este la informó de que había muerto mucha gente, miles de personas, y que había muchos heridos. Le habló de cadáveres en la calle, esperando a ser enterrados, lo que para Maxine significaba enfermedades y epidemias en un futuro inmediato. No era necesario ser médico para imaginarlo, y su chófer también lo sabía.
Desde Marrakech, el trayecto hasta Imlil era de tres horas. Primero, dos horas hasta una ciudad llamada Asni, en las montañas del Atlas, y casi otra hora hasta Imlil por carreteras en mal estado. Cerca de Imlil hacía más frío que en Marrakech, y el paisaje era más verde. Se veían pueblecitos con casas de adobe, cabras, ovejas y gallinas en los caminos, hombres montados en muías, y mujeres y niños cargando leña sobre la cabeza. Algunas cabañas estaban dañadas y había señales del terremoto entre Asni e Imlil. La mayoría de los caminos entre los pueblos estaban destruidos. Camiones con las cajas al descubierto transportaban personas de un pueblo a otro.
En cuanto se acercaron a Imlil, Maxine pudo ver casas de adobe derrumbadas por todas partes, y hombres que excavaban entre los escombros buscando a sus seres queridos y a algún superviviente, a veces con las manos, por falta de herramientas con las que hacerlo; algunos de ellos lloraban. Maxine sintió que le escocían los ojos. Era difícil no identificarse con ellos. Sabía que buscaban a sus esposas, hijos, hermanos o padres. Le anticipaba lo que descubriría cuando por fin se encontrara con Blake.
En las afueras de Imlil, vio a empleados de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja marroquí atendiendo a personas cerca de las casas de adobe derribadas. Parecía que no quedaban estructuras en pie, y cientos de personas deambulaban por la carretera. Algunas muías interrumpían el tráfico en la carretera. Los últimos kilómetros avanzaron muy lentamente. También se veían bomberos y soldados. El gobierno marroquí y los de otros países habían desplegado todos los equipos de rescate disponibles. Los helicópteros zumbaban por encima de su cabeza. Era un espectáculo que Maxine había visto en otros escenarios de catástrofes.
En el mejor de los casos, no había ni electricidad ni agua corriente en la mayoría de los pueblos, pero las condiciones empeoraban en los pueblos de montaña, más allá de Imlil. El chófer le dio detalles de la región mientras sorteaban campesinos, refugiados y ganado en la carretera. Le contó que los habitantes de Ikkiss, Tacheddirt y Seti Chambarouch, en la montaña, habían bajado a Imlil para ayudar. Imlil era la puerta de entrada al alto Atlas central, y el valle de Tizane, dominado por Jebel Toubkal, la cima más alta del norte de África, a más de cuatro mil metros. Maxine podía ver las montañas delante de ellos, espolvoreadas de nieve. La población de la zona era musulmana y bereber, así que hablaban dialectos árabes y bereberes. Maxine sabía que solo unos pocos hablarían francés. Blake le había dicho por teléfono que se comunicaba con la gente del pueblo en francés y a través de intérpretes. Por ahora no había encontrado a nadie, aparte de los empleados de la Cruz Roja, que hablara inglés. Pero, tras tantos años de viajes, se desenvolvía bien en francés.
El chófer también le explicó que por encima de Imlil estaba la kasba de Toubkal, un antiguo palacio de verano del gobernador. Se encontraba a veinte minutos andando de Imlil. No había otro modo de llegar, excepto montado en muía. También le dijo que transportaban a los heridos de los pueblos del mismo modo.
Los hombres que veían llevaban chilabas, las largas túnicas con capucha que vestían los bereberes. Todos parecían exhaustos y cubiertos de polvo, tras los desplazamientos en muía, las horas de caminata, o los esfuerzos por sacar a personas de entre los escombros. A medida que se acercaban a Imlil, Maxine observó que incluso los edificios de ladrillo habían sido destruidos por el terremoto. No quedaba nada en pie y empezaban a verse las tiendas que la Cruz Roja había plantado como hospitales de campo y refugios para las innumerables víctimas. Las típicas cabañas de adobe estaban completamente derruidas. Aunque los edificios de hormigón no habían resistido mucho mejor que las casas de adobe y arcilla. Había flores silvestres junto a la carretera, cuya belleza contrastaba enormemente con la destrucción que Maxine veía por todas partes.
El chófer le explicó que la sede de Naciones Unidas en Ginebra había mandado un equipo especializado para evaluar el desastre y asesorar a la Cruz Roja y a los muchos equipos de rescate internacional que se ofrecían a ayudar. Maxine había colaborado con Naciones Unidas en diversas ocasiones, y creía que si tuviera que trabajar con una agencia internacional durante un período largo, probablemente lo haría con ellos. Una de sus mayores preocupaciones en aquel momento era que los mosquitos extendieran la malaria en los pueblos destruidos, como solía suceder en la región; el cólera y el tifus también eran peligros reales, por la contaminación. Los cadáveres se enterraban rápidamente, conforme a la tradición de aquella zona, pero muchos no se habían recuperado todavía, así que la propagación de la enfermedad era un problema real.
Resultaba desalentador, incluso para Maxine, ver la magnitud del trabajo, sabiendo el poco tiempo de que disponía para asesorar a Blake. Tenía exactamente dos días y medio para hacer lo que pudiera. De repente, Maxine lamentó no poder quedarse unas semanas en lugar de unos días, pero era imposible. Tenía obligaciones, responsabilidades, sus hijos la esperaban en Nueva York y no quería tensar la situación con Charles más de lo que ya estaba. Pero Maxine sabía que los equipos de rescate y las organizaciones internacionales permanecerían meses allí. Se preguntaba si Blake también se quedaría.
Una vez en Imlil, vieron más cabañas derribadas, camiones volcados, grietas en el suelo y personas que lloraban a sus muertos. La escena empeoraba a medida que se adentraban en el pueblo donde Blake había dicho que la esperaría. Estaba trabajando en una de las tiendas de la Cruz Roja. Al acercarse a las tiendas de rescate, Maxine percibió el hedor repulsivo y fuerte de la muerte que ya conocía y que nunca olvidaría. Sacó una de las máscaras de la bolsa y se la puso. Era tan dramático como había temido, y no podía por menos que admirar a Blake por estar allí. Sabía que la experiencia tenía que ser impactante para él.
El jeep la dejó en el centro de Imlil, donde las casas estaban derrumbadas, había escombros y cristales rotos por todas partes, cadáveres en el suelo, algunos tapados con lonas y otros no, y personas que deambulaban todavía conmocionadas. Había niños que lloraban, cargados con niños más pequeños o bebés, y vio dos camiones de la Cruz Roja con voluntarios que servían comida y té. También vio una tienda médica con una enorme Cruz Roja y otras más pequeñas formando un campamento. El chófer le señaló una de ellas y la acompañó a pie por el terreno lleno de obstáculos. Los niños la miraron con sus caras sucias y los cabellos enmarañados. La mayoría de ellos iban descalzos; algunos ni siquiera llevaban ropa, porque habían huido en plena noche. No hacía frío, por suerte, así que Maxine se quitó el jersey y se lo anudó a la cintura. El olor a muerte, orina y heces lo impregnaba todo. Maxine entró en la tienda, buscando a Blake. Allí solo conocía a una persona y la encontró a los pocos minutos, hablando con una niña en francés. Blake había aprendido el francés en clubes de Saint Tropez y ligando con mujeres, pero lograba hacerse entender. Maxine sonrió en cuanto le vio y se acercó a él. Cuando él levantó la cabeza, Max descubrió lágrimas en sus ojos. Terminó lo que estaba diciendo a la niña, le señaló un grupo de personas a cargo de un voluntario de la Cruz Roja, y abrazó a Maxine. Ella casi no pudo oír lo que le decía a causa del ruido de los bulldozer. Blake los había hecho traer de Alemania para que los equipos de rescate pudieran seguir buscando supervivientes.
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