– Oh, mierda -dijo bajito, mirando rápidamente a sus amigas. Parecían asustadas.
– Y que lo digas -dijo Maxine fríamente, y miró a las otras chicas-. Gracias por venir, chicas. Vestíos y recoged vuestras cosas. Se acabó la fiesta. En cuanto a ti… -Volvió a mirar a Daphne-. Estás castigada un mes sin salir. Y a cualquiera que vuelva a traer alcohol a esta casa se le prohibirá la entrada. Os habéis burlado de mi hospitalidad y mi confianza. Hablaré contigo más tarde -dijo a Daphne, que parecía aterrada.
En cuanto Maxine salió de la habitación, las niñas se pusieron a susurrar frenéticamente. Se vistieron a toda prisa; lo único que querían era marcharse. Daphne tenía lágrimas en los ojos.
– Os dije que era una idea estúpida -les recriminaba una de las niñas.
– Creía que habías escondido las botellas en el armario -se quejó Daphne.
– Lo hice.
Todas ellas estaban a punto de llorar. Era la primera vez que hacían algo así, aunque sin duda no sería la última. Maxine lo sabía mejor que ellas.
– Debió de registrarlo.
Las niñas se vistieron y se marcharon en menos de diez minutos, y Daphne fue a buscar a su madre. La encontró en la cocina, hablando tranquilamente con Zelda, que miró a Daphne con severo disgusto y no dijo ni una palabra. Maxine era quien debía decidir cómo manejar el asunto.
– Lo siento, mamá -dijo Daphne, y se echó a llorar.
– Yo también. Confiaba en ti, Daff. Siempre lo he hecho. Y no quiero que cambie. Lo que tenemos es muy valioso.
– Lo sé… no pretendía… pensábamos que… yo…
– Estarás un mes castigada. Sin llamadas la primera semana. Y sin vida social durante un mes. No irás sola a ninguna parte. Y sin paga. Es todo. Y que no vuelva a suceder -dijo Maxine severamente.
Daphne asintió en silencio y volvió a su habitación. Las dos mujeres oyeron cómo cerraba la puerta. Maxine estaba segura de que estaría llorando, pero por ahora prefería dejarla sola.
– Y esto es solo el comienzo -se lamentó Zelda, y entonces las dos se echaron a reír.
Para ellas no era el fin del mundo, pero Maxine quería dar un buen susto a su hija para que tardara un tiempo en volver a intentarlo. Trece años eran muy pocos para que diera fiestas y bebiera cerveza a escondidas en su cuarto, así que de momento había dejado las cosas claras.
Daphne se quedó en su habitación toda la tarde, tras entregar el móvil a su madre. El móvil era su salvavidas y desprenderse de él suponía un gran sacrificio.
Maxine recogió a sus dos hijos a las cinco y, cuando Jack llegó a casa, Daphne le contó lo sucedido. El pareció impresionado pero le dijo lo que ella ya sabía, que había sido una estupidez y que no le extrañaba que su madre lo hubiera descubierto. Según Jack, su madre lo sabía todo porque tenía un radar con una especie de visión de rayos X implantado en el cerebro. Formaba parte de las opciones con las que iban equipadas las madres.
Aquella noche los cuatro cenaron en silencio en la cocina y se acostaron temprano, ya que al día siguiente tenían colegio. Maxine estaba profundamente dormida cuando la enfermera de Silver Pines la llamó; eran las doce. Jason Wexler había tratado de suicidarse otra vez aquella noche. Estaba estabilizado y fuera de peligro. Se había quitado el pijama y había intentado ahorcarse con él, pero la enfermera que se encargaba de vigilarlo lo había encontrado a tiempo. Aquello confirmaba a Maxine que lo habían sacado de Lenox Hill justo a tiempo y dio gracias a Dios de que la madre del chico no hubiera escuchado al pomposo e idiota doctor West. Dijo a la enfermera que pasaría a ver a Jason por la tarde, e intentó imaginar cómo se tomaría la noticia la madre. Maxine daba gracias de que Jason estuviera vivo.
Todavía echada en la cama, pensó que aquel había sido un fin de semana bastante ajetreado. Su hija se había emborrachado con cerveza por primera vez, y uno de sus pacientes había intentado suicidarse dos veces. Teniendo en cuenta todo lo sucedido, las cosas habrían podido ir mucho peor. Jason Wexler podría estar muerto. Era un alivio que no lo estuviera, aunque le habría gustado cantarle cuatro verdades al doctor West. Menudo imbécil. Maxine se alegraba de que la madre de Jason no le hubiera hecho caso y hubiera confiado en ella. Lo único que importaba era que Jason estaba vivo. Solo esperaba que siguiera así. Con cada intento el riesgo era mayor. Comparado con eso, la pequeña fiesta con cerveza de Daphne del sábado por la noche era un juego de niños, tal como había sido en realidad. Todavía estaba pensando en ello cuando Sam entró en su habitación en la oscuridad y se quedó de pie junto a la cama.
– ¿Puedo dormir contigo, mamá? -preguntó solemnemente-. Creo que hay un gorila en mi armario.
– Por supuesto, cielo. -Se apartó y le hizo sitio. Él se acurrucó contra ella.
Maxine dudó entre explicarle que no había ningún gorila en su armario o dejarlo correr.
– Mamá… -susurró el niño, adormilado.
– ¿Sí?
– Lo del gorila… me lo he inventado.
– Lo sé. -Sonrió a su hijo en la oscuridad, le besó en la mejilla y, un momento después, los dos se habían dormido.
Capítulo 3
Al día siguiente Maxine llegó a su consulta a las ocho. Vio a pacientes ininterrumpidamente hasta mediodía y luego fue en coche a Long Island a visitar a Jason Wexler en Silver Pines, donde llegó a la una y media. Mientras conducía comió medio plátano, y devolvió algunas llamadas desde el teléfono del coche con el manos libres. De momento seguía el horario previsto.
Estuvo una hora a solas con Jason, se reunió con el médico para comentar lo ocurrido la noche anterior y después habló inedia hora con la madre del chico. Todos estaban agradecidos de que Jason estuviera en Silver Pines y de que hubieran logrado frustrar su tercer intento de suicidio. Helen dio las gracias enseguida a Maxine y reconoció que ella tenía razón. Se estremecía solo de pensar qué podría haber sucedido si hubiera insistido en llevárselo a casa. Era más que probable que esta vez se hubiera salido con la suya. A diferencia de lo que aseguraba el médico de Helen, aquello no eran llamadas de atención. Jason deseaba morir. Estaba profundamente convencido de que había matado a su padre. Había tenido sentimientos conflictivos hacia él toda su vida y, la noche anterior a su muerte, habían discutido acaloradamente. Jason creía que esa combinación de hechos lo había matado. Tardarían meses, tal vez años, en convencerlo de otra cosa y aliviar su culpabilidad. Helen y Maxine sabían ahora que para Jason aquel viaje sería muy largo. Y, contrariamente a los deseos iniciales de su madre, no estaría en casa en Navidad. Maxine esperaba poder mantenerlo internado entre seis meses y un año, aunque todavía era demasiado pronto para comunicárselo. Estaba muy afectada por el intento casi logrado de ahorcarse de la noche anterior. Además, aquella mañana Jason le había dicho a su madre que si quería matarse, se mataría. Nadie podría impedírselo. Y por mucho que le doliera, Maxine sabía por experiencia que era cierto. Lo que debían hacer era curar su alma y su espíritu, y esto llevaría tiempo.
A las cuatro, Maxine estaba de nuevo en la autopista y, poco después de las cinco, tras encontrar un poco de tráfico en el puente, llegó a su consulta. Tenía un paciente a las cinco y media; estaba revisando sus mensajes cuando recibió una llamada del médico de Helen, el doctor West. Pensó en no contestar la llamada, para evitar que le echara otro sermón pomposo como el que había soportado el día anterior; no estaba de humor. Aunque siempre mantenía la distancia profesional con sus pacientes y tenía muy claros los límites, estaba profundamente triste por Jason, y por su madre. Era un muchacho encantador y ya habían sufrido suficiente para toda una vida. De mala gana, descolgó el teléfono y respiró hondo antes de enfrentarse con la arrogancia de su voz.
– Sí. Soy la doctora Williams.
– Soy Charles West. -A diferencia de ella, no utilizó su título. A Maxine le pareció avergonzado, lo contrario de lo que esperaba. La voz era serena y profesional, pero casi sonaba humana-. Helen Wexler me ha llamado esta mañana para hablar de Jason. ¿Cómo está?
Maxine se mantuvo fría y distante. No se fiaba de él. Seguramente encontraría algún fallo en algo que ella había hecho e insistiría en mandar a Jason a casa. Aunque pareciera una locura, le creía capaz de hacerlo después de sus comentarios del día anterior.
– Como era de esperar. Estaba sedado cuando le he visto, pero hablaba con coherencia. Recuerda lo que hizo y por qué. Estaba casi segura de que volvería a intentarlo, aunque le hubiera prometido a su madre que no lo haría. Se siente culpable de la muerte de su padre. -Era todo lo que estaba dispuesta a decirle, y era más que suficiente para explicar sus actos-. No es insólito, pero necesita formas más constructivas de afrontarlo; y el suicidio no es una de ellas.
– Lo sé. Lo siento. La he llamado para decirle cuánto lamento que me portara como un idiota ayer. Helen está muy unida a él, siempre lo ha estado. Es su único hijo, el único que le queda. No creo que su matrimonio fuera una maravilla. -Maxine lo sabía pero no hizo ningún comentario. Lo que ella sabía no era de la incumbencia del doctor-. Creí que solo deseaba atención, ya sabe cómo son los chicos.
– Sí, lo sé -corroboró Maxine con frialdad-. Pero la mayoría de ellos no se suicidan para llamar la atención. Normalmente tienen razones de peso y Jason cree tenerlas. Habrá que trabajar mucho para convencerlo de que no es así.
– Estoy seguro de que usted lo conseguirá -dijo él amablemente. Para asombro de Maxine, parecía casi humilde, justo lo contrario de como se había mostrado el día anterior-. Me avergüenza admitirlo, pero la busqué en internet. Tiene un currículo admirable, doctora. -Había quedado muy impresionado, y también avergonzado de haberla tratado como si fuera una psiquiatra más de Park Avenue que se aprovechaba de los Wexler exagerando sus problemas. I labia leído su currículo, estudios, títulos; había visto sus libros, conferencias, comisiones en las que había participado, y ahora sabía que había asesorado a escuelas de todo el país sobre traumas infantiles, y que el libro que había escrito sobre el suicidio adolescente se consideraba la obra definitiva sobre esa cuestión. Era una autoridad indiscutible en su campo. Comparado con ella era él quien parecía un don nadie, y por mucha seguridad en sí mismo que tuviera, no podía evitar sentirse impresionado. Como lo estaría cualquiera.
– Gracias, doctor West -se limitó a decir Maxine-. Sabía que el segundo intento de Jason era serio. Es mi trabajo.
– No sea modesta. Solo quería disculparme por haberme portado como un idiota ayer. Helen es muy vulnerable, y estos días está al límite. Soy su médico desde hace quince años, y conozco a Jason desde que nació. Su marido también era paciente mío. No me había dado cuenta de que Jason estuviera tan mal.
– Creo que se remonta a antes de la muerte de su padre. El fallecimiento de su hermana fue un golpe terrible para todos, como es comprensible, y en esa familia había muchas expectativas, en los estudios y en todo. Él era el único hijo que les quedaba. Para él no ha sido fácil. Y la muerte de su padre no le ha ayudado.
– Tiene razón. Siento no haberlo visto antes, de verdad. -Parecía sinceramente contrito, y esto la ablandó.
– No se preocupe. Todos nos equivocamos. No es su especialidad. No me gustaría tener que hacer diagnósticos de meningitis o diabetes. Para eso tenemos las especialidades, doctor. Le agradezco que haya llamado. -Se había tragado su orgullo, cuando Maxine creía que sería la última persona capaz de hacerlo-. Debería vigilar a Helen. Está muy afectada. La he derivado a un psiquiatra que trabaja muy bien el duelo, pero tener a Jason en el hospital varios meses, sobre todo con las fiestas tan cerca, no será fácil para ella. Y usted ya sabe lo que pasa en estos casos: el estrés puede afectar al sistema inmunitario.
Helen le había comentado a Maxine que había tenido tres resfriados fuertes y varias jaquecas desde la muerte de su marido. Los tres intentos de suicidio de Jason y su hospitalización no ayudarían precisamente a mejorar su salud, y Charles West también lo sabía.
– Estaré atento. Tiene razón, por supuesto. Siempre me preocupan mis pacientes tras la muerte de un cónyuge o un hijo. Algunos se desmoronan como un castillo de naipes, aunque Helen es bastante fuerte. La llamaré para saber cómo lo lleva.
– Creo que después de lo de anoche está conmocionada -dijo Maxine sinceramente.
– No me extraña. Yo no tengo hijos, pero no puedo imaginar nada peor. Ella ya ha perdido a uno, y ahora casi al otro, después de enviudar. No puede ser peor.
– Sí puede -dijo Maxine con tristeza-. Podría haberle perdido a él también. Gracias a Dios no ha sido así. Y nosotros haremos todo lo posible para que eso no ocurra. Es mi trabajo.
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