Sin embargo, antes de que pudiera moverse, ella se recompuso y sonrió.
– Pero eso forma parte del pasado -dijo-. A Spencer y a mí nos encanta Little Longstone. Espero que disfrute de su estancia.
– No me cabe duda de que así será.
– Y debe usted disfrutar de las aguas calientes mientras esté aquí. Son muy terapéuticas. No veo llegado el momento de tomarlas yo misma para calmar la rigidez de mi hombro.
Andrew se tragó la aprensión que iba subiéndole por la garganta. No le atraía el plan de pasar tiempo cerca del agua. Descartado quedaba imaginarse dentro.
Se vio libre de responder cuando el carruaje se detuvo con un remezón, indicando que habían llegado a su destino.
– Antes de que bajemos -dijo Catherine, bajando la voz y hablando deprisa-, tengo que pedirle algo. Le agradecería que no le comentara el incidente de anoche a Spencer. No quiero alarmarle.
Andrew no pudo ocultar su sorpresa.
– Pero sin duda verá que está usted herida.
– La manga del vestido oculta mi vendaje.
– ¿Qué me dice de su labio?
– Apenas está inflamado. Estoy segura de que no lo notará.
– ¿Y si lo hace?
– Le diré que me lo he mordido, lo cual es cierto.
– Quizá, aunque de todos modos lleva a engaño.
– Prefiero llevarle amablemente a engaño que preocuparle.
Se abrió la puerta, y un criado formalmente vestido tendió la mano para ayudar a descender a lady Catherine, dando así la conversación por terminada. En realidad fue mejor así, puesto que Andrew sospechaba que cualquier comentario por su parte podía llevar a otra discusión.
– Las discusiones no conducen a un cortejo exitoso -murmuró.
– ¿Qué ha dicho usted, señor Stanton? -De pie en la puerta de carruaje, con la mano posada en la del criado, lady Catherine miró a Andrew por encima del hombro con una expresión interrogante.
– Ejem, que son muchas las ilusiones que… despierta en mí un buen retoce. -Dios mío, parecía un idiota. Tampoco eso llevaba a un cortejo con final feliz.
– ¿Retoce?
– Sí, en las cálidas y terapéuticas aguas. -Rezó para que su piel no palideciera al pronunciar las palabras.
– Ah. -Lady Catherine pareció relajar su expresión, aunque aún quedaban restos en ella que indicaban que no había renunciado totalmente a la noción de que era un poco idiota.
Tampoco llevaba eso a un final feliz.
Después de bajar del carruaje, Andrew se tomó unos instantes para mirar a su alrededor mientras lady Catherine daba instrucciones al criado sobre el equipaje. El camino quedaba a la sombra de enormes olmos y la luz del sol salpicaba la grava al colarse entre la bóveda de hojas. Inspiró hondo. Los aromas del verano tardío le colmaron la cabeza de una placentera mezcla impregnada de hierba y de tierra calentada por el sol, y un penetrante aroma a heno que indicaba la proximidad de unos establos. Cerrando los ojos, Andrew dejó que una imagen cobrara vida, un destello de un tiempo pasado cuando había disfrutado de la vida en un lugar similar a aquel. Sin embargo, como ocurría siempre que se permitía echar una mirada al pasado, la oscuridad veló rápidamente esos recuerdos de fugaz felicidad, cubriéndolos con la sombra de la culpa y de la vergüenza. De la pérdida, del pesar y de la autocondena. Abrió los ojos y parpadeó en un intento por quitarse de la cabeza su vida anterior. Era una vida muerta y pasada. Literalmente.
Se volvió y vio, lleno de temor, que lady Catherine tenía los ojos fijos en él con una mirada interrogante.
– ¿Está usted bien? -preguntó.
Como en innumerables ocasiones anteriores, Andrew volvió a sepultar sus dolorosos recuerdos y la culpa en las profundidades de su corazón, donde nadie pudiera verlos, y esbozó una amplia sonrisa.
– Estoy bien. Simplemente disfruto de estar aquí fuera tras tan largo viaje. Y con muchas ganas de ver a su hijo.
– Estoy segura de que no tendrá que esperar mucho.
Como si la hubiera oído, las dobles puertas de roble que conducían a la casa se abrieron de par en par y apareció un joven vestido con pantalones de color gamuza y una sencilla camisa blanca. Sonrió y saludó con la mano, gritando:
– ¡Bienvenida a casa, mamá!
Spencer avanzó con paso extraño y la mirada de Andrew se desvió hacia el pie zopo del jovencito. La compasión le encogió el corazón por el sufrimiento que el chiquillo debía de padecer a diario, no sólo producido por una incomodidad física, sino a causa del dolor interno de ser considerado distinto de los demás. Defectuoso. Se le tensó la mandíbula, consciente de que, en gran medida, la decisión de que lady Catherine y Spencer vivieran en Little Longstone se debía a la crueldad y al rechazo que el chico había experimentado en Londres. Andrew recordaba perfectamente lo difícil que era esa edad, cercana a los doce años, en la que un niño rozaba ya las puertas de la hombría. Bastante duro le había resultado a él sin la carga adicional de una enfermedad.
Spencer se encontró a medio camino del sendero con su madre, que lo envolvió en un abrazo que él correspondió con gran entusiasmo. Una oleada de algo semejante a la envidia recorrió a Andrew ante aquella cálida muestra de afecto. No recordaba lo que era verse envuelto en un abrazo materno, puesto que su madre había muerto al traerle al mundo. Reparó en que Spencer era casi tan alto como su madre y sorprendentemente ancho de hombros, al tiempo que sus brazos larguiruchos indicaban que todavía le quedaba mucho por crecer. Tenía un gran parecido con lady Catherine, de quien había heredado el pelo castaño y esos dorados ojos marrones.
Madre e hijo se separaron y, entre risas, lady Catherine levantó la mano -con el brazo ileso, según pudo ver Andrew- y la pasó por el denso pelo de Spencer.
– Todavía estás mojado -dijo-. ¿Cómo ha ido tu visita a los manantiales?
– Excelente. -Frunció el ceño y se inclinó hacia ella-. ¿Qué te ha pasado en el labio?
– Me lo he mordido por accidente. Nada de lo que preocuparse.
El ceño desapareció.
– ¿Cómo fue la fiesta del abuelo?
– Fue… agitada. Y te he traído una maravillosa sorpresa. -Miró hacia la parte posterior del carruaje, donde estaba Andrew.
Spencer apartó la mirada de su madre y, cuando reparó en Andrew, se le agrandaron los ojos.
– ¿Es realmente usted, señor Stanton?
– Sí. -Andrew se reunió con ellos y le tendió la mano al jovencito-. Encantado de volver a verte, Spencer.
– Lo mismo digo.
– El señor Stanton ha tenido la amabilidad de acompañarme a casa, y ha accedido además a quedarse unos días de visita. Me ha prometido deleitarnos con historias de sus aventuras con tu tío Philip.
La sonrisa de Spencer se ensanchó.
– Excelente. Quiero oír cómo logró engañar a los canallas que le encerraron en el calabozo. No logré que tío Philip me contara la historia.
Lady Catherine arqueó las cejas.
– ¿Canallas? ¿Calabozo? No sabía nada. Creía que Philip y usted se habían dedicado a desenterrar artefactos.
– Y así fue -la tranquilizó Andrew-. Sin embargo, como su hermano hizo gala de una misteriosa inclinación a meterse en líos, me vi obligado a realizar varios rescates.
La malicia brilló en los ojos de lady Catherine.
– Entiendo. ¿Y usted, señor Stanton? ¿No se vio nunca necesitado de alguien que le rescatara?
Andrew puso todo de su parte para parecer inocente y se señaló el centro del pecho.
– ¿Yo? ¿Se refiere a mí, que soy la personificación del modelo de decoro…?
– Una vez tío Philip le ayudó a escapar de unos cortacuellos armados con machetes -intervino Spencer con un tintineo de animación en la voz-. Luchó contra ellos utilizando sólo su bastón y su rapidez de ingenio. Les perseguían porque usted había besado a la hija de un sinvergüenza.
– Una gran exageración -dijo Andrew con un ademán disuasorio-. Tu tío Philip es famoso por su tendencia a la hipérbole.
Lady Catherine frunció los labios.
– ¿Es cierto eso? Entonces, ¿cuál es la verdadera historia, señor Stanton? ¿Acaso no besó usted a la hija de ese sinvergüenza?
Maldición. ¿Por qué últimamente todas las conversaciones que tenía con ella tomaban esos desastrosos derroteros?
– Fue más bien un amistoso beso de despedida. Totalmente inocente. -No había necesidad de mencionar que las dos horas que habían precedido a ese amistoso beso de despedida habían tenido poco de inocentes-. Desgraciadamente, me temo que el padre de la joven se opuso de forma bastante enérgica. -Se encogió de hombros y sonrió-. Justo cuando parecía que iba a convertirme en un acerico humano, un desconocido se inmiscuyó en la refriega, totalmente encendido, blandiendo su bastón y gritando en una lengua extranjera. Lo cierto es que creí que estaba loco, pero la verdad es que me salvó la vida. Resultó ser nuestro Philip, y desde ese día somos amigos.
– ¿Qué diantre les dijo Philip? -preguntó lady Catherine.
– No lo sé. Se negó a contármelo, diciéndome que era su pequeño secreto. Hasta la fecha sigo todavía sin saberlo.
– Con lo cual intuyo que debe de haber dicho algo absolutamente atroz de usted -dijo Spencer con una sonrisa de oreja a oreja.
– Sin duda -concedió Andrew, riéndose.
– Bueno, Spencer y yo deseamos fervientemente saber más cosas de sus viajes durante su estancia aquí, señor Stanton. ¿Permite que le acomodemos? -Catherine tendió a Spencer su brazo ileso. Echaron a andar por el sendero y Andrew les siguió. Reparó en la firmeza del brazo de Catherine, permitiéndole soportar gran parte del peso de Spencer mientras el niño avanzaba cojeando por el sendero. Fue presa de un gran sentimiento de admiración por ella, por ambos. Andrew sabía de las cargas emocionales con las que ella bregaba. Aun así, Catherine lo hacía con humor y dignidad, mientras el amor que profesaba a su hijo brillaba como el cálido resplandor del sol. Y Spencer, a pesar de las dificultades físicas a las que se enfrentaba, era obviamente un joven inteligente y afable que correspondía abiertamente al afecto de su madre. Sin duda, un joven al que cualquier hombre estaría orgulloso de tener por hijo. Andrew apretó las manos al pensar en la crueldad con la que el padre del niño le había rechazado.
Atravesaron el umbral de la puerta principal y entraron en un espacioso vestíbulo, con suelo de parquet. Había una mesa redonda de caoba en el centro de la estancia sobre cuya brillante superficie reposaba un jarrón de porcelana con un enorme arreglo de flores recién cortadas. La fragancia de las flores llenaba el aire, mezclada con el agradable aroma de la cera de abeja. Asomando al otro lado del vestíbulo, Andrew vio la amplia y curva escalera que conducía a la planta superior, y pasillos que se perdían a derecha e izquierda. Varias mesas alargadas decoraban los pasillos, todas adornadas con jarrones llenos de flores frescas.
Un mayordomo formalmente uniformado y de estilizada figura estaba de pie junto a la puerta, como un centinela, con los anteojos cercanos a la punta de su ganchuda nariz.
– Bienvenida a casa, lady Catherine -dijo el mayordomo con una voz demasiado grave y sonora para provenir de un hombre de tan delgada figura. Cierto, parecía como si una ráfaga de viento pudiera hacer caer al hombre de espaldas.
– Gracias, Milton. -Mientras le entregaba su sombrero y el chal, le dijo-: Este es el señor Stanton, el socio de mi hermano y un gran amigo de la familia. Se quedará unos días. He dado instrucciones para que lleven sus cosas a la habitación azul de invitados.
Milton inclinó la cabeza.
– Iré a comprobar que la habitación esté preparada.
Spencer señaló con la barbilla la mesa de caoba.
– ¿Has visto tus flores nuevas, mamá?
Andrew se percató del ligero sonrojo que tiñó las mejillas de Catherine.
– Es difícil no verlas.
Spencer, enojado, soltó un bufido.
– Este es mucho más pequeño que el arreglo del salón. ¡Están convirtiendo nuestra casa en un jardín interior! ¿Por qué no te dejan en paz? -Se volvió hacia Andrew, buscando en él a un aliado-. ¿No le parece que tendrían que dejarla en paz?
– ¿Tendrían quiénes?
– Sus pretendientes. Lord Avenbury y lord Ferrymouth. El duque de Kelby, lord Kingsly. Y luego está lord Bedingfield, quien recientemente ha comprado la casa que linda con la nuestra por el oeste. Entre todos ellos, envían flores suficientes para hacer que uno se sienta como si viviera en una prisión botánica. -Spencer volvió a soltar otro bufido-. Me siento como si me estuviera ahogando con tantas flores. ¿No le parece que deberían parar?
«Sí, demonios.» Andrew se obligó a no lanzar una mirada asesina al tributo floral. Antes de poder responder, lady Catherine, cuyo sonrojo se había teñido de rosa, dijo:
– Spencer, eso es muy descortés de tu parte. Lord Avenbury, lord Ferrymouth y los demás sólo pretenden mostrarse amables.
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