Andrew se tragó el irritado «¡Bah!» que le subía por la garganta. ¿Amables? Difícilmente. Tuvo que morderse la lengua para no anunciar que ningún hombre enviaba flores suficientes como para hundir una fragata simplemente en un gesto de cortesía.
– ¿Sirvo ya el té? -preguntó Milton, vadeando en el incómodo silencio.
– Sí, gracias, pero sólo para dos. En el salón. -Se volvió hacia Andrew-. Me aseguraré de dejarle cómodamente instalado, pero lamento decirle que tengo una cita previa. -Tocó la manga de Spencer-. ¿Te ocuparás del señor Stanton en mi ausencia?
– Sí. ¿Tu cita es con la señora Ralston o con el doctor Oliver?
– ¿Con el doctor? -preguntó Andrew, al tiempo que su mirada saltaba sobre lady Catherine-. ¿Está usted enferma?
– No -se apresuró a responder lady Catherine-. Mi cita es con la señora Ralston.
Spencer se volvió a mirar a Andrew.
– La señora Ralston es la mejor amiga de mi madre. A menos que el tiempo lo impida, mamá va a su casa todos los días para visitarla y prestarle su ayuda.
– ¿A ayudarla? -preguntó Andrew.
Spencer asintió.
– La señora Ralston sufre de artritis en las manos. Mamá le escribe las cartas y se ocupa de sus flores.
Andrew sonrió a lady Catherine.
– Muy gentil de su parte.
Catherine pareció sonrojarse.
– Genevieve es una dama muy querida.
– Y afortunada de poder contar con una amiga tan fiel. -Andrew volvió a centrar su atención en Spencer-. ¿Y quién es el doctor Oliver? -preguntó, como restándole importancia.
– Otro pretendiente, aunque bastante agradable, y además no es tan adinerado como para enviar esos exagerados ramos. No, el doctor se limita a mirar a mamá con ojos soñadores. -Spencer procedió entonces a parodiar lo que él entendía por la expresión «ojos soñadores» adoptando una expresión bobalicona y haciendo revolotear sus pestañas.
Si la mujer implicada en la parodia hubiera sido otra, a Andrew le habrían parecido muy divertidas las bufonadas del jovencito. Sin embargo, reparó, taciturno, en que las mejillas de lady Catherine ardían hasta teñirse de carmesí. Recordó con claridad haber oído mencionar a Philip que uno de los admiradores de lady Catherine era un médico de pueblo. A tenor de su reacción, Andrew tuvo la indudable sospecha de que ese era el hombre.
– Tonterías, Spencer -dijo Catherine-. El doctor Oliver no pone esas caras y no es más que un amigo.
– Que pasa a verte a diario.
– No, a diario no. Y, además, simplemente lo hace en un afán por mostrarse cortés.
– Al parecer, hay abundancia de caballeros corteses en Little Longstone -dijo Andrew secamente.
Spencer miró al techo.
– Sí, y todos empeñados en cortejar a mi madre.
– No puede hablarse de cortejo si yo muestro indiferencia -dijo lady Catherine con voz firme-. Su interés cesará en cuanto se den cuenta de que no estoy en absoluto interesada.
Andrew se aclaró la garganta.
– Si tenemos en cuenta estas muestras -empezó, agitando la mano e incluyendo con su gesto el trío de arreglos florales-, todavía no se han dado cuenta.
– Ahora lord Bedingfield ya lo sabe -dijo Spencer-. Yo mismo se lo dije cuando vino a verte ayer por la tarde.
– ¿Qué diantre le dijiste? -preguntó lady Catherine.
– Le dije: «Mamá no está interesada en usted».
Lady Catherine emitió un sonido semejante a una carcajada mal disimulada seguida por una tos. Andrew se mordió el labio para reprimir su sonrisa. Spencer era sin duda un buen chico.
– ¿Y qué dijo lord Bedingfield? -preguntó Catherine.
Spencer vaciló y luego se encogió de hombros.
– Algo de que a los niños se les ve pero no se les oye.
Milton se aclaró la garganta.
– De hecho, su señoría dijo algo extremadamente desagradable que no merece repetición, momento en el cual le invité a abandonar la casa antes de echarle los perros.
Andrew apretó la mandíbula al darse cuenta de que lord Bedingfield le había dicho algo desagradable a Spencer.
– No tenemos perros -dijo lady Catherine.
– No creí necesario hacérselo saber a su señoría, señora.
A pesar de que había dolor en sus ojos, una sonrisa asomó a la comisura de los labios de Spencer.
– Y cuando lord Bedingfield se marchaba, tropezó al cruzar el umbral…
– No sabría decir cómo pero mi pie se interpuso en su camino -dijo Milton con estoica expresión-. Qué desafortunado incidente.
– Nunca había visto el tono de rojo que vi en su rostro -dijo Spencer, ahora con una amplia sonrisa-. No puedo ni imaginar cuánto se habría enfadado de haber sabido que no tenemos perros.
– Sí, me temo que su señoría no volverá -dijo Milton con una cara perfectamente imperturbable-. Mil disculpas por mi torpeza, lady Catherine.
– De algún modo lograré encontrar el perdón en mi corazón -respondió ella con voz igualmente seria. Luego se volvió y dedicó a su hijo un inmenso guiño. «Bueno, un pretendiente menos», pensó Andrew sonriendo para sus adentros. Desafortunadamente, todavía quedaba un buen número de ellos a los que debía hacer desaparecer.
Mientras el cochero permanecía en el carruaje, Catherine entró en el modesto vestíbulo de villa Ralston.
– Buenas tardes, Baxter -saludó al imponente mayordomo de Genevieve, echando la cabeza hacia atrás para fijar los ojos en su mirada de obsidiana-. ¿Está la señora Ralston en casa?
– La señora siempre está en casa para usted, lady Catherine -anunció Baxter con su voz grave y profunda. Aliviada, Catherine puso su sombrero de terciopelo y su chal de cachemira en las enormes manos de Baxter.
Por muchas veces que le viera, la enorme altura y corpulencia de Baxter nunca dejaban de asombrar a Catherine. Medía al menos un metro noventa, y sus impresionantes músculos tensaban las costuras de su formal uniforme negro. Sus proporciones, en combinación con la calva de su cabeza, por no mencionar los diminutos aros de oro que adornaban los lóbulos de sus orejas, o el hecho de que tuviera tendencia a responder a las preguntas con un gruñido monosilábico, le daban un aire de lo más intimidatorio. Sin duda, nadie que se encontrara con Baxter sospecharía que le encantaban las flores, que cuidaba de las crías del gato de Genevieve como una madre gallina y que horneaba las galletas más deliciosas que Catherine había probado nunca. Protegía a Genevieve y a su casa de los peligros como si fueran las joyas de la corona, y se refería a Genevieve como a «la que me salvó».
Catherine sabía que ambos se habían conocido durante la vida «anterior» de Genevieve, la que había vivido antes de instalarse en Little Longstone, y agradecía que Genevieve dispusiera de un amigo fuerte que la ayudara. Y que la protegiera. Simplemente las manos de Baxter parecían capaces de pulverizar una roca, y, según Genevieve, lo habían hecho en más de una ocasión. Catherine rezaba para que no volvieran a conocer esa violencia.
Baxter la escoltó hasta el salón, y a continuación se retiró. Cinco minutos más tarde, Genevieve entró en la habitación con su hermoso rostro iluminado de puro placer. Un vestido de muselina de color verde pastel adornaba su exuberante figura y llevaba su pelo rubio claro recogido en un moño sencillo por el que sentía preferencia, un estilo que resaltaba sus ojos de color azul pensamiento y sus labios carnosos. A las dos y media, el rostro de Genevieve seguía cubierto de cremas, y hasta las ligeras arrugas que se insinuaban alrededor de sus ojos y en su frente no le restaban un ápice de belleza.
– Qué maravillosa sorpresa -dijo, cruzando la alfombra Axminster azul y crema con sus pasos lentos y mesurados-. Creía que estarías demasiado cansada después del viaje para visitarme hoy.
Como era su costumbre, Genevieve le lanzó un beso como saludo, apenas tocando con sus labios las enguantadas yemas de sus dedos. Catherine le devolvió el gesto con el corazón encogido de compasión ante esas desgraciadas manos que ni siquiera los gruesos guantes lograban disimular. Durante todos los años que habían sido amigas, Catherine nunca había visto las manos de su amiga al descubierto.
– Tenía que venir -dijo Catherine-. Hay algo de lo que tenemos que hablar.
Genevieve le dedicó una mirada penetrante.
– ¿Qué te ha pasado en el labio?
– Eso es parte de lo que tenemos que hablar. Ven, sentémonos.
En cuanto estuvieron sentadas en un sofá de brocado extremadamente mullido, Catherine habló a su amiga del disparo.
– Dios santo, Catherine -dijo Genevieve con los ojos llenos de preocupación-. Qué trago tan espantoso. ¿Cómo te encuentras ahora?
– Un poco dolorida, pero mucho mejor. La herida era superficial.
– Afortunadamente. Para todos nosotros. -Su expresión se tornó fiera-. Esperemos que apresen al canalla que ha hecho esto. Cuando pienso en lo que podría haber ocurrido con un disparo extraviado… tú, o cualquier otro de los invitados a la fiesta, podríais haber resultado seriamente heridos. O muertos. -Un delicado estremecimiento sacudió su cuerpo-. Un accidente absolutamente espantoso. No sabes cuánto me alegro de que no estés malherida.
– Cierto. Aunque… -Catherine inspiró hondo-. De hecho, no estoy convencida de que fuera un accidente. -Seguidamente le habló a Genevieve de la conversación que había oído antes del disparo, concluyendo con un-: Rezo para que fuera un mero incidente, pero estoy asustada. Asustada de que el disparo estuviera dirigido a mí. Que alguien, quizá ese investigador, haya descubierto mi conexión con Charles Brightmore. Y, de ser así…
– En ese caso, también yo estaría en peligro -dijo despacio Genevieve, cuya expresión adquirió tintes de profundo pesar y arrepentimiento-. Oh, Catherine, no sabes cuánto lamento haberte implicado, con mi libro, que eso te haya puesto en esta insostenible situación. Debemos poner fin a esto. De inmediato. Viajaré mañana a Londres para hablar con nuestro editor y daré instrucciones al señor Bayer para que desvele que yo soy Charles Brightmore.
– No harás nada de eso -dijo Catherine con firmeza-. Eso sólo conseguiría ponerte en un peligro más inminente y destruir tu reputación.
– Querida mía, ¿crees acaso que eso importa en comparación con tu vida? Siempre puedo marcharme de aquí e instalarme en cualquier otra parte. Tú tienes que pensar en Spencer.
– No te irás de aquí -insistió Catherine-. Necesitas los manantiales de agua caliente para tus manos y para tus articulaciones tanto como Spencer.
– Hay otras termas en Inglaterra. En Italia. -Se miró las manos y se le tensaron los labios-. Tantas veces he maldecido estas manos tullidas. Me han costado la vida. El hombre al que amo… -Una risa carente del menor atisbo de humor se abrió paso entre sus labios-. Al fin y al cabo, ¿quién quiere una amante con unas manos como éstas? Ningún hombre desea que le toquen con semejante fealdad. Pero nunca las había maldecido tanto como ahora. Si fuera físicamente capaz de escribir, o de sostener una pluma, nunca habría pedido tu ayuda para firmar ese maldito libro.
– Por favor, no digas eso. Yo quise ayudarte. Escribir el libro, escuchar tu dictado, implicarme, dio a mi vida un propósito del que carecía desde hacía años. Tú crees que me has quitado algo, pero la realidad apunta a todo lo contrario. Me has dado más de lo que nunca podré devolverte.
– Como siempre lo has hecho tú conmigo, aunque no podrás negarme que te he arrebatado la sensación de seguridad, que esta empresa en la que te he implicado te ha puesto en peligro.
– No podemos estar seguras de que eso sea cierto. El crimen en Londres está a la orden de día, y lo ocurrido puede perfectamente haber sido un accidente.
– ¿Y cómo podríamos saberlo con seguridad? -preguntó Genevieve-. No podemos limitarnos a esperar a que una de las dos, o ambas, resulte herida. O peor. Debemos poner fin a esto. De inmediato. Tengo que hablar con el señor Bayer.
– Te suplico que no lo hagas, al menos durante uno o dos días. Hubo un testigo que puede identificar al culpable. Mi padre me ha prometido que me escribirá para comunicarme si han apresado al autor de lo ocurrido. De ser así, nos estamos preocupando en vano. Esperemos a tener noticias de mi padre.
Genevieve arrugó el labio inferior y finalmente asintió en señal de acuerdo.
– Muy bien. Pero si no has tenido noticias de él mañana por la noche, viajaré a Londres al día siguiente. Mientras tanto, debemos hacer algo para garantizar nuestra seguridad. Baxter se encargará de que nada me ocurra, pero temo que, a pesar de su valentía, Milton y Spencer no puedan ofrecerte la protección necesaria en caso de que la necesites.
– Ya me he ocupado de eso. El amigo norteamericano de mi hermano, el señor Stanton, me ha acompañado a Little Longstone y se queda unos días de visita.
– Pero ¿podrá protegerte? -preguntó Genevieve con voz dubitativa.
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