La imagen del señor Stanton llevándola en sus fuertes brazos parpadeó en su cabeza y, mortificada, sintió que el calor le subía por el cuello.

– Ejem… sí. No me cabe duda.

La mirada de Genevieve se tornó especuladora y a continuación arqueó una ceja rubia, dibujando con ella una curva perfecta.

– ¿Ah, sí? Muy bien, me dejas enormemente aliviada. Recuerdo haberte oído mencionar al señor Stanton, aunque sólo vagamente. ¿Cómo es?

– Fastidioso y testarudo -respondió Catherine sin la menor vacilación.

Genevieve se rió.

– Querida, así son todos los hombres. ¿Posee acaso alguna buena cualidad?

Catherine se encogió de hombros.

– Supongo que, si me viera presionada a pensar en ello, se me ocurriría una o dos. -Al ver que Genevieve seguía esperando con expresión expectante, Catherine miró al techo y soltó un suspiro resignado-. Al parecer fue de gran ayuda cuando me hirieron anoche. Y, bueno… no tiene un olor corporal desagradable.

Algo sospechosamente parecido a la diversión chispeó en los ojos de Genevieve.

– Entiendo. La rapidez de ingenio y el compromiso con el aseo personal son sin duda buenas cualidades en un hombre. Dime, ¿cuál fue exactamente la ayuda que te prestó tras el disparo?

Una nueva oleada de calor invadió a Catherine.

– Presionó la herida hasta que llegó el médico.

– Excelente. Está claro que sabe algo sobre cómo tratar unas heridas. -Abrió aún más los ojos-. Oh, pero, te lo ruego, ¡no irás a decirme que el médico te examinó allí mismo, en el salón!

– No. -«Maldición, qué calor hace aquí dentro.» Consciente de que Genevieve terminaría por sacarle toda la información, Catherine la miró directamente a los ojos y dijo con su mejor voz evasiva-: El señor Stanton fue tan amable de llevarme en brazos al dormitorio de mi padre para apartarme de los ojos curiosos de los demás invitados.

– Ah, y además es un hombre de demostrada discreción -dijo Genevieve con una aprobatoria inclinación de cabeza-. Y supongo que percibiste que no posee un ofensivo olor corporal mientras te llevaba en sus brazos.

– Sí.

– Y, obviamente, es un hombre fuerte.

Catherine lanzó a su amiga una mirada maliciosa.

– ¿No estarás insinuando que peso más de lo que debiera?

La musical risa de Genevieve repicó de pronto.

– Por supuesto que no. Simplemente me refería a que sólo un hombre fuerte puede llevar a una mujer en brazos desde el salón a la alcoba, viaje que naturalmente incluye el ascenso por las escaleras, mientras mantiene la presión sobre su herida. Realmente impresionante. ¿Es hombre de fortuna personal?

– Nunca lo he preguntado.

Genevieve sacudió la cabeza.

– Querida mía, estoy segura de que alguna idea debes de tener. ¿Cómo es su ropa?

– Muy refinada. Cara.

– ¿Su residencia?

– Tiene habitaciones en Chesterfield. No conozco su condición puesto que, naturalmente, jamás le he visitado allí.

– Una elegante parte de la ciudad -dijo Genevieve, aprobatoria-. Hasta ahora, suena muy prometedor.

– ¿Prometedor? ¿Para qué?

La expresión inocente de Genevieve era comparable a la de un ángel.

– Para que te preste la protección necesaria, naturalmente.

– Una fortuna y ropas de buen corte no resultan suficiente para ello. Es un experto esgrimidor y un gran pugilista, y lo bastante musculoso como para que su presencia resulte amenazadora. Es todo lo que necesito.

– Naturalmente, estás en lo cierto. Así que pugilista. Supongo que tendrá muchas cicatrices y que le habrán roto algunos huesos en el pasado. Lástima. -Genevieve soltó un suspiro-. ¿Debo entender que es un hombre de escaso atractivo?

Los dedos de Catherine juguetearon con el cordón de terciopelo de su retícula.

– Bueno, si he de hacerle justicia, no diría eso.

– ¿Oh? ¿Y qué dirías entonces?

«Que esta conversación ha dado un giro de lo más incómodo.» Le vino a la cabeza una imagen del señor Stanton, sentado delante de ella en el carruaje, con sus ojos oscuros firmemente posados en ella y una sonrisa burlona asomando a sus labios. Se aclaró la garganta.

– Aunque el señor Stanton no sea poseedor de una belleza clásica en ninguno de los sentidos, entiendo que cierta clase de mujer pueda encontrarle… no desagradable.

– ¿Qué clase de mujer?

«Toda mujer que viva y respire.» Las palabras brotaron de improviso en su mente, horrorizándola. Cielos, estaba perdiendo los nervios.

– No sabría decirte -dijo, mucho más envarada de lo que era su intención-. ¿Quizá las miopes?

Desgraciadamente, Genevieve hizo caso omiso del tono envarado de su respuesta.

– Oh, querida. Pobre hombre. ¿Y cuál es exactamente el aspecto del señor Stanton?

– ¿Su aspecto?

La preocupación veló los ojos de Genevieve.

– Querida, ¿estás segura de que el golpe que te diste en la cabeza no es más serio de lo que crees? Tu comportamiento es de lo más extraño.

– Estoy bien. -Soltó un profundo suspiro-. El señor Stanton es… tiene… «Unos atractivos ojos oscuros de los que te obligan a apartar la mirada. Una sonrisa lenta y cautivadora que, por alguna razón enfermiza, hace que el corazón se me acelere simplemente al pensar en ella. Una mandíbula fuerte y esa preciosa boca que parece a la vez firme y deliciosamente suave. Pelo oscuro y sedoso, con algunos mechones cayéndole sobre la frente de un modo que a una le entran deseos de volver a colocar los rizos en su sitio…»

– ¿Tiene qué, querida?

La voz de Genevieve sacó a Catherine de su ensueño con un sobresalto. Dios mío, sin duda acababa de perder por completo el norte. Quizá se había golpeado la cabeza más fuerte de lo que creía.

– Tiene el pelo oscuro, los ojos oscuros y una… ejem… sonrisa bastante agradable. -Su conciencia se resistió al oír de sus labios la tibia descripción de «agradable» de la sonrisa del señor Stanton, aunque apartó a un lado con firmeza su voz interior.

– Entonces, es un hombre de aspecto bastante común.

¿Común? Catherine intentó aplicar la palabra al señor Stanton y su intento resultó espectacularmente fallido. Antes de que pudiera pensar en una respuesta, Genevieve continuó.

– Bueno, quizá sea mejor así. Está aquí para protegerte. Si te sintieras atraída por él, quizá hasta te plantearas entablar una liaison con él, y eso llevaría a toda clase de complicaciones que podrían distraerle de sus funciones.

– Puedo asegurarte de que una liaison con el señor Stanton, o con cualquier otro hombre, ahora que lo mencionas, es lo último que tengo en mente.

Genevieve sonrió.

– En ese caso, gracias a Dios que no le encuentras ningún atractivo.

– Sí, gracias a Dios.

Sin embargo, incluso mientras esas cuatro palabras salían de sus labios, oyó susurrar a su voz interior cuatro palabras por iniciativa propia.

«Mentirosa, mentirosa, mentirosa, mentirosa.»

Capítulo 6

Muy pocos son los hombres que se muestran reacios a dar a una mujer lo que ella quiere si es lo suficientemente atrevida como para limitarse simplemente a pedirlo. Además, muchos hombres desdeñan excelentes ideas sólo por haber sido sugeridas por una mujer. Así pues, la forma más expeditiva para que la mujer moderna actual consiga lo que quiere e implemente sus ideas es llevar al caballero en cuestión a creer que la idea fue de él desde un principio.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima

CHARLES BRIGHTMORE


Andrew apoyó los hombros contra la repisa de mármol blanco de la chimenea del salón e hizo cuanto pudo para no lanzar una mirada airada al tributo floral que dominaba la estancia. Sin duda, no tuvo éxito en su intento (o eso, o quizá Spencer fuera clarividente), porque el chiquillo dijo:

– Espantoso, ¿verdad?

Andrew se volvió a mirar a Spencer, quien estaba sentado en un mullido sofá de brocado junto a la chimenea. La atención del chico estaba centrada en el trío de tartaletas de fruta que quedaban en la bandeja de plata y que Milton les había servido con el té.

– Espantoso -concedió Andrew-. Quienquiera que haya enviado este ramo ha vaciado todas las floristerías de la zona.

– El duque de Kelby -dijo Spencer, cogiendo una tartaleta cubierta de fresas de la bandeja-. Horrendamente acaudalado, aunque estoy seguro de que las flores proceden de su propio invernadero, y no de ninguna floristería local.

Maldición. El duque, con esos impertinentes y esa cara de carpa, era un hombre horrendamente acaudalado. Y con su propio condenado invernadero.

Antes de que Andrew pudiera añadir ningún comentario, Spencer le miró con una expresión de preocupación.

– ¿Está bien mi madre?

Una oleada de recelo puso en guardia a Andrew.

– ¿A qué te refieres?

– Parecía preocupada. ¿Ha pasado algo en Londres que la haya turbado?

Demonios. No deseaba mentir al chico, pero no podía olvidar que Catherine le había pedido que no mencionara el disparo.

– Creo que el viaje de regreso a Little Longstone la ha agotado -dijo con suma cautela.

El alivio que mostró Spencer era evidente, y Andrew se sintió como un cretino de primer orden por no haber sido sincero con él. Bien sabía Dios que había mentido en innumerables ocasiones a lo largo de su vida sin apenas un parpadeo, pero no le parecía bien no ser sincero del todo con aquel jovencito.

Estaba ansioso por cambiar de tema y no deseaba tener que decir más mentiras, así que preguntó:

– Dime, ¿qué clase de hombre es el duque?

– No sabría decirlo. Pero parece una carpa. Diría que tiene cabida en tu museo con el resto de reliquias. -Spencer se metió la mitad de la tartaleta en la boca con un enorme y entusiasta mordisco ante el que Andrew tuvo que reprimir una sonrisa. Tragó y a continuación añadió-: Pero no es sólo que parezca una carpa. Es que no le importa nada mi madre.

– ¿Y cómo sabes tú eso?

Spencer sacudió la cabeza, señalando la monstruosidad floral.

– Porque le envió esas flores. Mi madre odia esa clase de regalos grandes y ostentosos. Si conociera en algo a mi madre, sabría que ella habría preferido una sola flor.

Andrew tomó mentalmente nota de esa útil información y, enterrando la culpa que le atenazaba al verse interrogando a Spencer, preguntó:

– ¿Y qué otras cosas le gustan a tu madre?

Spencer arrugó la cara, concentrado en la respuesta.

– Cosas de niñas -dijo por fin.

– ¿Cosas de mujeres?

– Sí. Ya me entiende: vestidos, lazos, flores y demás. Pero sencillas. No como eso -añadió, señalando de nuevo el enorme ramo.

Humm. No estaba siendo de mucha ayuda.

– ¿Qué más? Supongo que también las joyas.

Spencer negó con la cabeza.

– No, o al menos no mucho. No lo creo, porque casi nunca lleva. A mamá le gustan los animales, pasear por el jardín, cuidar de sus flores, tomar las aguas y las fresas. Le encantan las fresas. -Se metió la otra mitad de la tartaleta en la boca y sonrió-. A mí también.

Andrew sonrió a su vez.

– Ya somos tres. -Se inclinó hacia la mesa y se sirvió una tartaleta de fresas, de la que dio cuenta con apenas un ápice menos de fruición que Spencer, provocando la risa en el niño.

– Bueno, me alegro de que el duque no sepa lo que le gusta a mamá -dijo Spencer, cuya expresión recuperó la seriedad-, ni él ni ninguno de los demás caballeros que están intentando ganarse su favor. No los necesita. No los necesitamos. -Paseó la mirada hasta posarla en su pie tullido y se le tensó la mandíbula. Cuando volvió a alzarla, a Andrew se le encogió el corazón ante las mil afrentas que vio impresas en los ojos de Spencer.

– Ojalá pudiera hacer que se llevaran sus flores, sus invitaciones y sus regalos y que dejaran en paz a mamá -dijo Spencer con un evidente temblor en su apasionada voz-. Ojalá fuera fuerte y supiera pelear. Como usted. Así la dejarían en paz.

– Yo peleo contra otros caballeros en el cuadrilátero de boxeo -dijo Andrew con suavidad-. No tengo por costumbre ir por ahí dando puñetazos a los duques en la nariz… ni siquiera cuando envían espantosos arreglos florales. «Naturalmente, esa es una política sensible a algunos cambios…»

Spencer no respondió con la sonrisa que Andrew había esperado de él.

– Tío Philip dice que también es usted un experto esgrimidor.

– No soy malo.

– Tío Philip dijo que le venció, y él es todo un experto. -Antes de que Andrew pudiera dar una respuesta, Spencer prosiguió-: ¿Quién le enseñó a pelear con los puños?

– Mi padre me dio algunas instrucciones… después de llegar a casa una tarde sangrando por la nariz, con el labio hinchado y los dos ojos morados. Me temo que el resto lo aprendí de la manera menos agradable.