Spencer se quedó literalmente boquiabierto.
– ¿Alguien le pegó?
– «Pegar» es casi un eufemismo si te refieres a la tremenda paliza que recibí.
– ¿Y quién le hizo una cosa así? ¿Y por qué? ¿No le tenían miedo?
Andrew se rió.
– Difícilmente. En aquel entonces sólo tenía nueve años y era más flacucho de lo que puedas imaginar. Volvía a casa después de una exitosa tarde de pesca en el lago cuando dos niños del barrio me atacaron. Tendrían más o menos mi edad, pero no eran ni la mitad de flacos que yo. Después de dejarme los ojos morados, me quitaron la pesca.
– Apuesto a que ahora no intentarían algo semejante -predijo Spencer.
– Sin duda les daría mucha más guerra que en aquel entonces -concedió Andrew.
– ¿Volvieron a hacerlo?
– Oh, sí. Me esperaban todas las semanas en el mismo sitio, cuando volvía a casa del lago. Cambié de ruta, pero rápidamente se dieron cuenta de la maniobra. Durante varios meses me amargaron la vida. -De pronto le embargó una oleada de recuerdos en los que volvía a sentir la vergüenza de llegar junto a su padre sin el pescado que le habían enviado a pescar. La humillación de verter lágrimas de dolor y de frustración delante de sus torturadores, a pesar de sus denodados esfuerzos por contenerlas. Su padre mirándole con ojos penetrantes, aunque tranquilos, le decía: «¿Cuántas veces más vas a permitir que esos bribones te sacudan y te roben nuestra cena, hijo?». Limpiándose la sangre de la nariz con el dorso de la mano y conteniendo las lágrimas, respondía. «Ninguna, papá. No van a sacudirme la próxima vez. Vuelve a enseñarme cómo plantarles cara…».
– ¿Y qué ocurrió entonces?
Andrew parpadeó y el recuerdo se desvaneció como a merced de una suave brisa.
– Aprendí a pelear. A protegerme. Y fui yo quien les sacó sangre de la nariz. Sólo tuve que hacerlo una vez.
Los labios de Spencer se cerraron con fuerza, dibujando una fina línea.
– Apuesto a que su padre estuvo orgulloso de usted cuando logró reducir a esos rufianes.
El dolor implícito en esas palabras era evidente, y a Andrew se le encogió el corazón por aquel jovencito cuyas heridas eran obviamente muy profundas y quien, a pesar de contar con todo el amor de su madre, todavía anhelaba el amor y la aceptación de un padre.
– Mi padre estuvo orgulloso, sí-concedió Andrew con suavidad, negándose a reconocer el nudo de emoción que amenazaba con cerrarle la garganta-. Y muy aliviado al ver que ya no volveríamos a perder nuestra pesca.
– ¿Por qué no iba su padre con usted al lago para impedir que los niños le acosaran?
– Bueno, en aquel tiempo, también yo le hacía, a él y a mí mismo, la misma pregunta. Y nunca he olvidado su respuesta. Me dijo: «Hijo, un hombre no deja nunca que otro pelee sus batallas por él. Si otro tiene que luchar por tu orgullo, entonces en nada te pertenece». -Andrew sonrió-. Mi padre era un hombre muy sabio.
– ¿Era?
Andrew asintió.
– Murió cuando cumplí dieciséis años.
La solemne expresión de Spencer indicó que comprendía la sensación de perder a un padre.
– ¿Y piensa en él… a menudo?
Por su tono, era obvio que la pregunta era seria para Spencer, de modo que Andrew lo pensó bien antes de responder.
– Cuando murió, pensaba en él constantemente. Intentaba no hacerlo, me obligaba a no hacerlo, trabajando más, intentando agotar mi cuerpo y mi mente para no pensar en él, porque cuando lo hacía… dolía. Había sido mi mejor amigo y, durante toda mi vida, lo éramos todo el uno para el otro.
– ¿Dónde estaba su madre?
– Murió al darme a luz.
– Así que su padre y usted estaban solos -murmuró Spencer-. Como mi madre y yo.
– Sí, supongo que así era. A medida que pasaron los años, el dolor de su muerte fue remitiendo. Un poco como el cuchillo cuya hoja va desafilándose: todavía puede cortar, pero no tanto. Aún pienso en él a diario… pero ahora ya no me duele tanto.
– ¿Cómo murió?
Otra imagen destelló en la mente de Andrew, llenándole de un dolor agudo, y se dio cuenta de que no había sido del todo sincero con Spencer al decirle que, con el tiempo, el dolor de la ausencia había remitido.
– Se ahogó. Una noche, una densa niebla cubrió el lago mientras él estaba en el embarcadero, y se desorientó, cayendo al agua desde el muelle. -La emoción le tensó la garganta-. A pesar de ser un hombre fuerte y enérgico, capaz de hacer mil cosas, no sabía nadar.
– Lo siento.
– Yo también.
La mirada de Spencer volvió a desplazarse hasta su pie tullido y, durante casi un minuto, el único sonido que llenó la estancia fue el tictac del reloj que estaba sobre la repisa de la chimenea. Por fin, levantó los ojos.
– Qué curioso que la única cosa que su robusto padre no sabía hacer sea precisamente lo único que yo sí sé hacer.
– Puedes hacer muchas más cosas aparte de nadar, Spencer.
Este negó con la cabeza.
– No. No puedo hacer esgrima. Ni pelear. Ni montar a caballo. -En su voz se adivinó una mordacidad amarga y resignada que a Andrew le partió el corazón-. No puedo hacer nada de eso. Por eso mi padre me odiaba.
Andrew se separó de la repisa y se sentó a su lado. Inclinándose hacia delante, apoyó los codos en sus rodillas separadas y juntó las manos, intentando encontrar las palabras justas. Deseaba refutar la afirmación del chico y asegurarle que su padre le había querido, pero Spencer no era ningún niño, y sin duda demasiado inteligente como para aceptar tópicos tan vacíos como esos.
Andrew se volvió a mirarle y dijo:
– Siento que tu relación con tu padre fuera tan distante y que él no viera el maravilloso jovencito que eres. Sin duda él se lo perdió, y fue su decisión… decisión que de ningún modo habla mal de ti.
La sorpresa y la gratitud chispearon en los ojos de Spencer antes de que la expresión de su rostro se desinflara.
– Pero no me habría odiado si yo hubiera sido como los demás niños.
– Aprende entonces de su error, Spencer. El aspecto externo es una pobre medida por la que juzgar a una persona. Sólo porque alguien sea hermoso o porque carezca de imperfecciones físicas eso no significa que posea integridad o un buen carácter. Esas son las cosas por las que habría que juzgar a una persona.
Spencer apartó la mirada y se tiró de la manga de la chaqueta.
– Ojalá todo el mundo pensara así, señor Stanton.
Andrew se detuvo a pensar durante unos segundos, y luego cedió a su inclinación y dio una palmada a Spencer en el hombro en lo que esperaba fuera entendido como un gesto de consuelo.
– Yo sí. Pero, desgraciadamente, no podemos controlar los actos de los demás. Ni sus palabras. Sólo los nuestros. Y te equivocas, Spencer. Claro que puedes hacer esas cosas. Si realmente lo deseas.
Spencer se volvió a mirarle con ojos que eran demasiado jóvenes para dar cabida a todo el dolor y el cinismo que colmaba su interior.
– No, no puedo.
– ¿Lo has intentado alguna vez?
Una risa amarga escapó de los labios del chico.
– No.
– Mi padre, que, como ya sabemos, era un hombre muy sabio, no dejaba de repetirme: «Hijo, si siempre haces lo que siempre has hecho, siempre estarás donde estás». -Andrew mantuvo la mirada fija en Spencer-. ¿Es eso lo que quieres? ¿Decir siempre que no puedes hacer las cosas que quieres hacer?
– Pero ¿cómo puedo hacerlas? ¿Es que no ha visto esto? -preguntó, señalándose el pie con el dedo.
– Claro que lo he visto. Pero no te ha impedido andar. Ni nadar. Tienes el pie deforme, pero no la mente. No estoy diciendo que aspires a convertirte en el mejor esgrimidor, púgil o jinete de Inglaterra, sino sólo que aspires a ser lo mejor que puedas. Dime, ¿cuál es tu comida favorita? ¿La que más te gusta?
El chico pareció confundido ante el repentino cambio de tema, pero respondió:
– Las tortitas recién horneadas con mermelada de fresa que prepara la cocinera.
– ¿Cómo sabes que son tus favoritas?
– Porque las he probado… -Su voz se apagó en cuanto la comprensión le iluminó los ojos.
– Exacto. No habrías descubierto tu comida favorita si no la hubieras probado. Yo no sabría que podía hacer morder el polvo a esos rufianes si no lo hubiera intentado. Si no hubiera querido hacerlo. Si no hubiera tenido la suficiente determinación. Lo único que te impide hacer las cosas que quieres hacer eres tú mismo, Spencer. Pensar que no puedes.
Una desconsoladora combinación de duda, confusión y esperanza se encendió en sus ojos.
– ¿Usted cree que puedo?
– Sé que puedes.
– ¿Me enseñaría?
– Sólo tienes que pedírmelo.
– Pero… ¿ y si fracaso?
– Sólo puedes fracasar si no lo intentas. Si no das ese primer paso, nunca sabrás hasta dónde puedes llegar. Si al menos haces el intento, ya habrás triunfado.
– ¿También son de su padre esas sabias palabras?
– No. Estas son lecciones ganadas a pulso que tuve que aprender por mí mismo. Lecciones que nadie se ofreció a enseñarme.
– Como usted se está ofreciendo a enseñármelas a mí.
– Sí.
Spencer frunció el ceño y volvió a tirarse de la manga, presa de un claro debate interno. Por fin, dijo:
– A mamá no va a gustarle. Tendrá miedo de que me haga daño. -Una sombra roja le tiñó las mejillas-. Lo cierto es que quizá a mí también me dé un poco de miedo.
– Iremos muy despacio. En gran medida es una cuestión de equilibrio, y tengo un montón de ideas que pueden ayudarte con eso. Y si, en cualquier momento, quieres poner fin a las lecciones, así lo haremos.
El chico inspiró hondo y luego irguió la columna. A Andrew se le caldeó el corazón al ver la mezcla de decisión y de vacilante entusiasmo que brilló en sus ojos.
– ¿Cuándo podemos empezar? -preguntó Spencer-. ¿Mañana?
– De acuerdo.
– Será mejor que lo hagamos cuando mamá no esté -dijo el joven, bajando la voz hasta un tono conspirador-. Sugiero que lo hagamos después del desayuno. Es entonces cuando se encierra una hora en sus habitaciones para revisar su correspondencia.
– Hecho.
– Después de la lección, le llevaré a las aguas termales. Resultará especialmente saludable ponernos en remojo después del ejercicio.
Andrew logró esbozar una débil sonrisa.
– Las aguas termales. Sí, suena fantástico.
Hizo otra rápida anotación mental: inventar algo que requiriera de su atención inmediata tras su lección con Spencer y así evitar la propuesta de las aguas termales. No tenía la menor intención de acercarse al agua. «De tal palo, tal astilla…»
Capítulo 7
La mujer moderna actual no debería temer llevar la iniciativa al hacer el amor. Tocar a su amante mientras hacen el amor. A pesar de que en un principio él pueda expresar sorpresa ante un comportamiento tan directo, confía en que tu determinación se saldará con resultados muy satisfactorios.
Guía femenina para la consecución
de la felicidad personal y la satisfacción íntima
Catherine llegó a casa tras visitar a Genevieve presa de gran inquietud. Entre su conversación sobre el señor Stanton y el disparo que había recibido, estaba más que turbada.
Después de entregar a Milton su sombrero y su chal, preguntó:
– ¿Ha llegado algún mensaje de mi padre?
– No, señora.
Demonios. Tuvo que tragarse la decepción antes de preguntar:
– ¿Dónde está Spencer?
– Disfruta de su siesta de la tarde.
– ¿Y el señor Stanton? -Apretó los labios, profundamente contrariada al percibir que el corazón le daba un pequeño vuelco al pronunciar su nombre.
– La última vez que le he visto se dirigía a su dormitorio, presumiblemente a descansar antes de la cena. ¿Desea que le prepare el té, señora?
– No, gracias. -Sin duda se sentía aliviada, y no desilusionada, al enterarse de que el señor Stanton no estaba visible-. Hace un tiempo delicioso y, como he tomado el carruaje para visitar a la señora Ralston, creo que me acercaré andando a los establos para ver cómo sigue Fritzborne. -Su mozo de cuadra se había herido la mano arreglando el tejado del establo justo antes de que ella se marchara a Londres-. ¿Cómo está?
– Vuelve a ser el mismo de siempre, aunque creo que el aire que rodea el establo conserva aún un extraño tinte del colorido lenguaje que soltó cuando se machacó el pulgar con el martillo.
Catherine sonrió, imaginando demasiado bien la perorata de Fritzborne. Salió de la casa y emprendió el camino cruzando el césped hacia los establos. El sol de última hora de la tarde besaba el cielo, dorando las algodonosas nubes blancas con una sábana de vívidos naranjas y oros. Inspiró hondo el cálido aroma a flores que impregnaba el aire, permitiendo que la paz la colmara de la sensación de tranquilidad que el resplandor amarillo, las multitudes y los olores de Londres siempre le robaban.
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