Sin embargo, sintió que la calma que buscaba y que siempre encontraba en aquel paraje la eludía. Obviamente, el disparo seguía perturbando su paz interior. Un poco más de tiempo en casa, rodeada de Spencer y del ambiente familiar y de las cosas que amaba, la ayudarían a recuperar el equilibrio.
Las enormes y desgastadas puertas de madera del establo estaban abiertas de par en par. Tras cruzar el umbral, se quedó varios segundos de pie en la puerta, parpadeando para adaptar la vista a la penumbra en la que estaba sumido el interior del recinto. El murmullo de una voz grave llegó a sus oídos desde el rincón más alejado, donde Venus tenía su establo, seguido por un suave relincho. En los labios de Catherine se dibujó una suave sonrisa al percibir el familiar sonido de su yegua favorita cuando la cepillaban. Hacia allí se dirigió, anticipando la charla con Fritzborne y un amistoso hocicazo de Venus. Los fuertes aromas del heno fresco, el cuero y el pelo de caballo calentado por el sol llenaban su cabeza, aliviándola de todas sus tensiones.
Sin embargo, cuando se detuvo delante del establo, se quedó helada. No pudo apartar la mirada de la escena que presenciaban sus ojos.
No era Fritzborne, sino el señor Stanton quien estaba de pie en el establo, cepillando a Venus con movimientos largos y firmes. El señor Stanton, quien se había quitado la chaqueta y la corbata, que se había arremangado la camisa, revelando unos musculosos antebrazos que se flexionaban de un modo absolutamente fascinante cada vez que pasaba el cepillo por el lomo de Venus. El señor Stanton, vestido con unos pantalones de montar de color crema que se ceñían a sus largas piernas de un modo que a Catherine se le secó la boca.
El sudor había dibujado una T en la camisa blanca de lino que tensaban sus anchos hombros, descendiendo hasta el centro de su espalda. Tenía el pelo revuelto y los mechones oscuros le caían sobre la frente con cada movimiento. Aunque se le veía total y absolutamente relajado por alguna razón que Catherine no lograba adivinar, la palabra que asomó a su cabeza fue «fascinante».
Cualquier pizca de serenidad que hubiera logrado recuperar se disipó como el vapor. Se quedó donde estaba, traspuesta, recorriendo con la mirada el cuerpo de Andrew de un modo que tendría que haberla horrorizado -y que, de hecho, la horrorizó-, aunque no lo suficiente como para conminarla a dejar de mirar.
La visión de esas manos fuertes de dedos largos acariciando a Venus mientras su voz grave murmuraba palabras tranquilizadoras llenó a Catherine de un deseo que la asustó por su intensidad. Tenía que marcharse de allí…
Andrew levantó los ojos y las miradas de ambos se encontraron. Las manos de él se detuvieron y a Catherine le pareció que sus ojos se oscurecían. Una oleada de calor la invadió al verse presa de su intensa mirada y apenas logró contenerse para no pasarse el dorso de la mano por la frente. ¿Y qué demonios le pasaba a su estómago? Sentía una sensación tan extraña… obviamente había comido algo que no le había sentado bien.
– Lady Catherine. No sabía que estuviera usted aquí.
– Yo… acabo de llegar.
Andrew dejó el cepillo en el suelo y se acercó a ella despacio. Los dedos de los pies de Catherine se encogieron en sus zapatos y tuvo que obligarse a no retroceder y huir así de su presencia, una sensación que la molestó. Bueno, al menos ahora estaba molesta. Sin duda era mejor, y mucho más seguro que… no sentirse molesta.
– ¿Dónde está Fritzborne? -Dios mío. ¿Había salido de ella esa voz ronca?
– Ha ido a hacer correr un poco a Afrodita. Nombres muy románticos los de sus caballos.
– Me gusta la mitología. Milton me ha dicho que estaba usted en su habitación.
– Y así era, pero sólo el tiempo suficiente para cambiarme de ropa. Necesitaba un poco de aire fresco.
Una sensación que ella podía entender muy bien, sobre todo porque tenía la impresión de que alguien había dejado los establos sin un ápice de aire.
Andrew abrió la puerta del establo y sonrió.
– ¿Desea unirse a nosotros?
Incluso mientras su cabeza le decía que declinara la oferta de Andrew, los pies de Catherine se movieron hacia delante. Entró en el establo y pasó la mano por el morro satinado de Venus. El caballo relinchó y empujó afectuosamente contra su palma.
– Es un hermoso animal -dijo el señor Stanton, volviendo a coger el cepillo.
– Gracias. ¿La ha montado ya?
– Sí. Espero que no le importe.
– En absoluto. Le encanta correr.
El silencio se instaló entre ambos y Catherine le observó mientras él pasaba el cepillo por el brillante lomo castaño de la yegua. Su atención quedó prendida en la resistencia a la tracción de sus brazos y en la forma en que la camisa se tensaba sobre su pecho con cada prolongado movimiento.
– ¿Cómo le ha ido en su visita a su amiga?
La mirada de Catherine regresó abruptamente a la de Andrew y experimentó la inquietante sensación de que él era consciente de que le había estado observando.
– Bien. Y usted ¿qué tal lo ha pasado con Spencer?
– Maravillosamente bien. Es un jovencito excepcional.
No había el menor atisbo de falsedad en su voz ni en sus ojos, y parte de la tensión desapareció de los hombros de Catherine. Mientras pasaba los dedos entre la crin castaña de Venus, sonrió a Andrew por encima del lomo del caballo.
– Gracias. Estoy muy orgullosa de él.
– Y así debe ser. Es muy inteligente y muestra una notable madurez.
– Destaca en sus estudios. Su tutor, el señor Winthrop, está en Brighton, visitando a su familia, como suele hacerlo durante un mes todos los veranos. Sin embargo, incluso durante su ausencia, Spencer lee con avidez. En cuanto a su madurez, supongo que en parte responde al hecho de que pase todo su tiempo en compañía de adultos.
Catherine le miraba al hablar, reparando en que Andrew no desperdiciaba un sólo movimiento y en que, con excepción de la leve capa de sudor que humedecía su piel, no daba muestra alguna de fatiga.
– Venus suele mostrarse asustadiza con los desconocidos -apuntó-. Sin duda sabe usted manejar a los caballos.
– Seguramente porque pasé mi juventud trabajando en los establos.
Catherine parpadeó ante aquella nueva noticia.
– No lo sabía.
Él la miró y ella tuvo que apretar las manos para evitar tender el brazo y apartarle el sedoso pelo que, negro como el ébano, le caía sobre la frente. Maldición, no podía ser que fuera tan atractivo. De haber sido ella la que hubiera estado sudada, con la ropa arrugada, despeinada y oliendo a caballo, nadie la habría encontrado en absoluto atractiva.
– Hay muchas cosas que no sabemos el uno del otro, lady Catherine -dijo Andrew con suavidad.
Su voz, sus palabras fluyeron sobre ella como la miel templada, colmándola con la inquietante percepción de que él estaba en lo cierto. Y con la percepción aún más inquietante de que deseaba saber más cosas de él. Todo. Ni siquiera se había parado a pensar en cómo habría sido su vida en Norteamérica. Estaba claro que Andrew era de origen humilde si había trabajado en un establo. Aunque eso no era nada que debiera resultarle interesante. Y, obviamente, él tenía familia allí. Amigos. Mujeres…
Algo que, de nuevo, no debería perturbarla como lo hacía.
– Abrigo la esperanza de que podamos ponerle remedio a eso y conocernos mejor durante mi estancia aquí -añadió.
De pronto, Catherine fue presa de la alarmante y turbadora toma de conciencia de que también ella abrigaba la misma esperanza. Adoptando su tono más animado, dijo:
– Pero si ya nos conocemos mejor, señor Stanton. Hasta la fecha sabemos que tenemos muy poco en común y que tenemos opiniones diametralmente opuestas sobre un buen número de temas.
En vez de mostrarse ofendido, un extremo de la boca de Andrew se curvó hacia arriba en una clara muestra de humor.
– Qué visión tan pesimista, lady Catherine. Sin embargo, por mucho que usted prefiera ver la botella medio vacía, yo prefiero verla medio llena. Aunque nuestras preferencias literarias puedan no ser las mismas…
– Son drásticamente opuestas.
Andrew inclinó la cabeza en señal de acuerdo.
– A ambos nos gusta leer. Y estamos de acuerdo en que su hijo es un joven encantador. Y en que Venus es una yegua excepcional.
– Sí, bueno, estoy segura de que también podemos estar de acuerdo en que el cielo es azul, la hierba, verde, y mi cabello, moreno.
– De hecho, en este preciso instante, el cielo está salpicado de carmesí y oro, esmeralda sería el color que mejor describiría la hierba, y en cuanto a su cabello…
Su voz se apagó y su mirada se movió hacia el cabello de Catherine, de pronto consciente del hecho de que había salido de casa sin su sombrero.
– El delicioso color castaño de su cabello, la riqueza de los intensos dorados y de los sutiles rojos entremezclados entre los mechones no merece conformarse con tan parca descripción. -Despacio, alargó la mano y un acalorado hormigueo de anticipación la recorrió por entero. Los dedos de Andrew le rozaron el pelo justo por encima de la oreja, cortándole el aliento.
– Excepto esto -dijo, sosteniendo un trozo de heno entre el pulgar y el índice-. Esto sí puede describirse como marrón, aunque debo decirle que creo que muchas mujeres prefieren decorar sus cabellos con lazos.
Catherine contuvo el aliento y apretó los dientes, fastidiada, aunque no supo decidir si estaba más enojada con él por haberla desconcertado como lo había hecho, con ella misma por habérselo permitido o con él por no parecer en absoluto desconcertado. En fin, estaba claramente molesta con él y tenía dos motivos para estarlo.
– Y-añadió él-, es evidente que ambos compartimos el amor por los caballos… ¿o no es así?
– No le negaré que los adoro -respondió Catherine con una mirada maliciosa-. Los caballos nunca discuten con nosotros.
Él le respondió con una mirada igualmente maliciosa.
– Cierto. -Rodeó a Venus hasta quedar de pie junto a ella. Catherine inspiró hondo y percibió una agradable esencia de sándalo.
– Nuestra última conversación parece haber terminado… de forma incómoda -dijo Andrew-, y me siento mal por ello. ¿Podemos firmar una tregua?
Cielos, Catherine no tenía la menor intención de firmar ninguna tregua. Deseaba recuperar toda la irritación que había sentido hacia él, que era, con mucho, preferible a esa acalorada y casi dolorosa conciencia de su presencia. De su fuerza. De su altura. De sus atractivos ojos. Y de ese aspecto descuidado, con la fuerte y bronceada columna de su cuello visible después de haberse quitado la corbata.
¿En qué momento la relación entre ambos había dado ese giro inquietante? Aunque Catherine no lo sabía, deseaba poder volver a recorrer ese camino y evitar el desastroso giro que de algún modo ella había tomado.
– Recuerdo haberle pedido algo similar -dijo.
– Sí. Aunque sospeché que en realidad lo que me estaba pidiendo era una rendición total.
– ¿Y es eso lo que desea usted, señor Stanton? ¿Mi rendición total?
Algo chispeó en los ojos de Andrew.
– ¿Me la está ofreciendo, lady Catherine?
Andrew no se había movido. Aún así, a Catherine le pareció que se había acercado a ella, por lo que dio un involuntario paso hacia atrás. Luego otro. Su espalda golpeó contra la tosca pared de madera.
– La mujer moderna actual no se rinde, señor Stanton. Si la ocasión lo requiere, puede que llegue a considerar una elegante capitulación.
– Ya veo. Pero sólo si la ocasión lo requiere.
– Exactamente.
– Muy bien. -Dio un paso adelante, deteniéndose a escasos centímetros de ella. La miró desde las alturas con los ojos colmados de algo que ella no alcanzó a descifrar, junto con un velo de inconfundible diversión.
¿Diversión? Qué hombre tan irritante. ¿Cómo osaba mostrarse divertido cuando ella estaba tan… poco divertida? Enojada. Y, maldición, sin aliento a causa de su proximidad. Se pegó aún más a la pared, aunque compensó su cobardía levantando un grado la barbilla.
Andrew tendió la mano, tomando la de ella en la suya, y el aliento de Catherine retrocedió en su garganta al notar el contacto de su piel con la de él. Detectó la aspereza de los callos y reparó en que nunca había sido tocada por unas manos tan… unas manos que no mostraban la suavidad de las de un caballero. Su propia mano parecía pálida, pequeña y frágil contra la bronceada fuerza de la de él, a pesar de que su tacto, aunque fuerte, era de una infinita suavidad. Vio, traspuesta, cómo él se llevaba su mano a los labios.
– No recuerdo haber visto jamás una capitulación elegante, lady Catherine. Anhelo presenciarla… si se presenta la ocasión. -Las palabras susurraron su mensaje sobre la piel de Catherine, paralizándola con un golpe de calor. Luego, con su mirada en la de ella, Andrew le dio un cálido beso en las yemas de los dedos.
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