– Pero, mamá, no has contado la mejor parte -protestó Spencer-. Cuando te quedaste colgada del árbol. -Con los ojos iluminados de pura animación, se volvió a mirar al señor Stanton-. A mamá se le enredó el vestido entre las ramas. Al ver que no podía liberarse por sí sola, tuve que ir a los establos a buscar a Fritzborne. Volvimos al árbol con una cuerda gruesa y una cesta. Fritzborne lanzó la cuerda a mamá, enganchó la cesta y luego, con cierto toque de ingenio, bajamos a Angélica en la cesta.
– Dejando a tu madre todavía colgada del árbol -dijo el señor Stanton.
– Sí -intervino Catherine con un suspiro exagerado-. Mientras la cobarde gatita se alejaba tranquilamente como si nada hubiera ocurrido.
– ¿Y cómo bajó?
– Fritzborne regresó a la casa a buscar unas tijeras, que me mandó en la cesta -dijo Catherine-. Naturalmente, Milton, Cook y Timothy, el mozo de cuadras, regresaron con él. Mientras yo seguía sobre el árbol, dando tijeretazos para lograr soltar el vestido de la rama, el grupo seguía abajo, discutiendo la mejor forma de bajarme. Spencer, bendito sea, dio con la mejor solución. Até la cuerda a la rama sobre la que estaba sentada y luego simplemente me deslicé por ella hasta el suelo. Fin.
Spencer le dedicó una mirada sufrida.
– ¿Mamá…?
Catherine le miró y arrugó la nariz.
– Oh, muy bien. Estaba tan orgullosa de mí misma por haber logrado deslizarme por la cuerda que decidí soltarme cuando todavía estaba a un par de metros del suelo y regalar a mi público una elegante reverencia. Desgraciadamente, aterricé sobre un resbaladizo trozo de barro. Levanté los pies y mi trasero fue a dar al suelo. -Dedicó a ambos una sonrisa triste-. Afortunadamente, el barro estaba muy blando, como lo eran también mis enaguas, y nada, salvo mi orgullo, resultó herido. Sin embargo, ni la más avezada imaginación podría calificar de digno lo sucedido. Y mi vestido quedó totalmente destrozado. Sin duda, un episodio al que calificar de «no debería haber hecho eso».
Dio un sorbo a su copa de vino y dijo:
– En cuanto logré tranquilizarlos a todos y les aseguré que no había sufrido ningún daño, se echaron a reír de mi aspecto espantosamente desaliñado.
– Tendría que haberla visto, señor Stanton -dijo Spencer con los ojos colmados de buen humor-. El pelo lleno de hojas, la nariz sucia, el vestido manchado de barro y hecho jirones.
– Aun así, no me cabe duda de que estaría usted encantadora -dijo el señor Stanton.
Un bufido impropio de una dama escapó de los labios de Catherine, incluso a pesar de que el cumplido de Andrew provocó en ella una oleada de calor que la recorrió por entero.
– Me temo que mi aspecto era exactamente lo contrario a «encantador». Sin embargo, algo bueno resultó de tamaño desastre, puesto que fue ese día cuando nació la tradición del «no debería haber hecho eso». Desde entonces, Spencer y yo a menudo nos contamos esa clase de historias en un intento por evitarle al otro la vergüenza. -Lanzó a Spencer un fingido ceño de enojo y agitó el dedo hacia él-. Aprende de mi estupidez, hijo.
Spencer adoptó una expresión igualmente seria.
– No temas. Si alguna vez me veo en la necesidad de bajar de un árbol deslizándome por una cuerda, me aseguraré de no aterrizar sobre un resbaladizo agujero lleno de barro.
Catherine dedicó al señor Stanton una sonrisa conspiradora.
– ¿Ve usted el maravilloso resultado que da?
– Estoy profundamente impresionado -dijo el señor Stanton. La sonrisa que le devolvió estaba colmada de una calidez que de pronto dejó casi sin aliento a Catherine-. Salvo por su vestido, un final totalmente feliz. ¿Qué fue de Angélica?
– Oh, sigue aquí, deambulando por la propiedad y por los establos junto a varios de sus hermanos y algunos hijos propios.
– Un impresionante relato sobre el valor, lady Catherine -dijo el señor Stanton-. Aunque lo que me sorprende es que se le ocurriera subir al árbol.
– Oh, mamá solía trepar a los árboles continuamente cuando tenía mi edad -dijo Spencer con una nota de orgullo en la voz.
La mirada del señor Stanton no se apartó ni un segundo de la de ella.
– ¿Es cierto eso? Su hermano no me lo había dicho, lady Catherine.
– Seguramente porque mi hermano desconoce mi predilección juvenil por trepar a los árboles. -Se le escapó una carcajada que fue incapaz de contener-. Aunque debería, teniendo en cuenta que fue víctima de… pero nunca llegó a resolver ese misterio en particular.
Un inconfundible interés iluminó los ojos de Andrew.
– ¿A qué se refiere? ¿A algo que Philip desconoce? Debe contármelo.
Catherine adoptó su expresión más remilgada.
– Mis labios están sellados.
– No es justo, mamá -declaró Spencer-. Ya que lo has mencionado, tienes que contarlo.
El señor Stanton arqueó las cejas y miró a Spencer.
– ¿No sabes de lo que está hablando?
– No tengo la menor idea. Pero, a menos que quiera vernos morir de curiosidad, nos lo contará.
Catherine se dio unos golpecitos en los labios con las yemas de los dedos.
– Supongo que no puedo tener ese peso sobre mi conciencia. Pero debéis prometerme no contárselo jamás a nadie.
– Prometido -dijeron Spencer y el señor Stanton obedientemente.
– Muy bien. Cuando yo tenía la edad de Spencer, de noche trepaba al árbol que estaba junto a la habitación de Philip y le lanzaba piedrecitas a la ventana.
– ¿Por qué lo hacías? -preguntó Spencer con los ojos como platos.
– Era mi hermano mayor, cariño. Era mi responsabilidad fastidiarle. Estaba convencido de que el ruido provenía de algún espantoso pájaro que picoteaba contra su ventana. Abría los ventanales y salía hecho una furia al balcón, agitando los brazos y soltando los peores exabruptos, prometiendo toda clase de venganzas en cuanto atrapara al pájaro culpable.
– Eso es horrible, mamá -dijo Spencer, aunque abortando su reprimenda con una carcajada.
– ¿Y Philip nunca llegó a saber que era usted y no un pájaro? -preguntó el señor Stanton, evidentemente divertido.
– Nunca. De hecho, no se lo había contado a nadie hasta ahora.
– Es un honor para mí ser merecedor de su confianza -anunció Andrew riéndose por lo bajo-. Aunque realmente me encantaría contarle a Philip que sé algo que él desconoce. -Ante el ceño de Catherine, levantó las manos en un gesto de fingida rendición-. Pero mantengo mi promesa de no decir nada. Soy un hombre de palabra.
– ¿Y cuándo dejaste de tirarle las piedrecitas, mamá? ¿Acaso el abuelo te descubrió?
– Cielos, no. Tu abuelo se habría quedado de piedra de haber sabido que se me había ocurrido subirme a un árbol. Había atado una cestita a una de las ramas del árbol, y en ella guardaba mi arsenal de piedrecitas. Una noche, metí la mano en la cesta y descubrí horrorizada que estaba infestada de gusanos. -Un escalofrío la recorrió al recordarlo-. No me gustan los gusanos. Ese episodio realmente curó de inmediato mis tendencias a trepar al árbol.
– Y le dio una buena lección -dijo el señor Stanton con una sonrisa burlona.
– Sí -concedió Catherine entre risas-. Temo haber sido merecedora del apodo de «Imp» que Philip me otorgó. Seguro que le ha contado lo malvada que yo era de pequeña.
– Oh, ya lo creo. -Poco a poco la expresión divertida fue abandonando el rostro del señor Stanton-. Pero también me ha dicho que era un joven extraño, torpe, serio y rechoncho, cuya timidez logró usted curar enseñándole a reír y a sonreír. A sacar tiempo para divertirse. Que su exuberancia, lealtad y amor lo salvaron de la que de otro modo hubiera resultado una infancia muy solitaria.
Un repentino respingo fruto de la emoción cogió a Catherine por sorpresa, inflamándole la garganta, mientras por su mente pasaban entre parpadeos imágenes de Philip y ella durante la infancia de ambos. Tragó saliva para encontrar su propia voz.
– Sus compañeros a menudo lo trataban de forma desagradable, algo que jamás dejó de enfurecerme. Sólo pretendía verle tan feliz como ellos lo entristecían. Philip era, y sigue siendo, el mejor de los hermanos. Y de los hombres.
– Estoy de acuerdo -dijo el señor Stanton-. De hecho, lady Catherine, no me sorprendería que Philip sospechara que era usted la que estaba delante de su ventana después de haber trepado al árbol. Eso explicaría que hubiera descubierto su pequeña cesta de piedrecitas. ¿Debo suponer que él era plenamente conocedor de la aversión que sentía usted hacia los gusanos?
Catherine parpadeó, anonadada, y a continuación sacudió la cabeza y se rió por lo bajo al considerar su propia estupidez.
– Sí, lo era. Recordaré preguntarle por el incidente la próxima vez que le vea. Qué demonios. Como ninguno de ustedes, caballeros, tiene hermanos, no espero que puedan llegar a apreciar del todo la necesidad que tienen los hermanos y hermanas de irritarse mutuamente. Aunque lo cierto es que tanto él como yo sólo pretendíamos divertirnos.
– Mamá todavía hace alguna que otra travesura, ¿sabe usted? -anunció Spencer.
El señor Stanton pareció inmediatamente interesado.
– ¿Ah, sí? ¿Como cuál?
– Baja la escalera deslizándose por la barandilla.
Unos ojos oscuros preñados de diversión la juzgaron.
– Demonios, lady Catherine, ¿es cierta esta sorprendente afirmación?
– Es sólo que a veces tengo demasiada prisa como para bajar andando las escaleras -dijo lo más recatadamente que le fue posible.
– Y a veces me despierta después de que Cook se haya acostado para que bajemos los dos a las cocinas a buscar un buen tentempié.
– Spencer está en pleno crecimiento e indudablemente requiere una alimentación abundante -dijo Catherine con actitud aún más recatada, a pesar de que el efecto quedó desvirtuado cuando sintió que se le crispaban los labios.
– Canta canciones con letras subidas de tono mientras trabaja en el jardín.
– ¡Spencer! -A Catherine se le encendió el rostro. Dios mío, nunca se había dado cuenta de que él la había oído-. Estoy segura de que, ejem, has entendido mal las letras.
– Ni por asomo. Sueles cantar a viva voz. Y desafinas. -Spencer sonrió al señor Stanton-. Mamá tiene un oído imposible.
– ¿Sería tan amable de deleitarnos con una selección, lady Catherine? -se burló el señor Stanton.
Una burbuja de risa horrorizada escapó de labios de Catherine, quien enseguida tosió para disimularla.
– Quizá en otro momento. Y ahora que todos saben mucho más sobre mí de lo que debieran, le toca a usted, señor Stanton, compartir con nosotros una historia de «no debería haber hecho eso».
Andrew se recostó contra el respaldo de la silla y se golpeó la barbilla con los dedos. Tras varios segundos de consideración, dijo:
– El día que llegué a Egipto, después de estar a bordo de un barco durante semanas, sólo deseaba dos cosas: un plato de comida caliente y decente y un baño caliente y decente. Después de comer, di con una casa de baños en las afueras de El Cairo. Salí de allí, sintiéndome bien alimentado y limpio. No tardé en descubrir que, sin darme cuenta, me había metido en una zona famosa por ser el refugio de ladrones y asesinos. Afortunadamente, logré salir de allí con vida. Desgraciadamente, me robaron antes de lograr escapar.
– ¿Por qué no venció al canalla con los puños? -preguntó Spencer con ojos como platos.
– Canallas. Eran cuatro. Y teniendo en cuenta que todos llevaban cuchillos y pistolas, me temo que no habría salido de la pelea muy bien parado.
– ¿Qué le robaron?
– El dinero. Y mi… ropa.
Spencer se quedó boquiabierto.
– ¡No es posible! ¿Toda la ropa?
– Toda. Hasta las botas, algo que me irritó enormemente, pues eran mis favoritas.
– Entonces, ¿se quedó…? -A Spencer se le apagó la voz en una clara muestra de incredulidad.
– Desnudo como el día en que nací -confirmó el señor Stanton.
– ¿Qué hizo?
– Durante breves instantes, a punto estuve de plantarles cara para que me devolvieran la ropa, aunque finalmente decidí que mi vida valía más que el riesgo al que me enfrentaba. Afortunadamente, parecían no tener intención de terminar conmigo. Lo cierto es que creo que les divirtió mucho dejarme para que encontrara el camino a casa a plena luz del día, desnudo como un bebé.
Una oleada de calor recorrió a Catherine al tiempo que se le secaba la garganta al pensar en el señor Stanton recién bañado y de pie en una columna de luz dorada. Desnudo.
Al instante recordó el capítulo de la Guía dedicado a instruir a la mujer moderna actual no sólo sobre la gran cantidad de cosas que podía hacerle a un hombre desnudo, sino también las que podía hacer con él. El recuerdo no ayudó a enfriar el infierno que parecía haberla engullido.
– ¿Alguien le vio? -preguntó Spencer con los ojos llenos de curiosidad. Catherine rezó para no mostrar una expresión de similar arrobamiento y apenas logró contener las ganas de abanicarse con la servilleta de lino.
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