La inminente marcha del señor Stanton era una buena noticia. Muy buena. Ya no necesitaba de la táctica de «evita e ignora». Ese hombre era una plaga en su pacífica existencia, y cuanto antes volviera a Londres, mejor. Catherine estaba feliz. Extáticamente feliz.

Su voz interior volvió a la vida entre toses para informarla de que en cierto modo se las había ingeniado para confundir «extáticamente feliz» por «absolutamente desgraciada».

Caray. Necesitaba encontrar la forma de acallar esa maldita voz.


– ¿Puedo robarle un minuto, señor Stanton?

Andrew se detuvo en lo alto de la escalera. Se agarró a la barandilla de caoba y contuvo un suspiro al notar que el corazón le daba un vuelco ante el simple sonido de la voz de Catherine.

Había estado toda la mañana -por no mencionar un buen número de horas de la madrugada, cuando no había podido conciliar el sueño- reviviendo la maravillosa noche anterior. Compartir una cena y pequeñas historias con ella y con Spencer, riéndose juntos, disfrutando de los juegos después de la cena… todo ello dibujaba una escena doméstica y acogedora que había visto en sueños más veces de las que podía recordar. Y la realidad había superado todas sus imaginarias expectativas. Por Dios, no veía la hora de repetir la escena esa noche.

Y todas las noches, durante el resto de sus vidas.

¿Habría reparado Catherine en lo bien que encajaban los tres? ¿En lo perfecta que había sido la noche anterior? Bien, si por alguna razón ella no había sido consciente de ello, él estaba más que decidido a ponerle remedio esa misma noche.

Se volvió y vio cómo se acercaba. Unos rizos castaños le enmarcaban el rostro con un estilo favorecedor e iluminaban sus dorados ojos marrones. El vestido de muselina de pálido color melocotón resaltaba su piel sedosa. Aunque el vestido y el escote eran de una discreta modestia, en vez de inspirar en él decoro, la imaginación de Andrew enloqueció al imaginar las delicias que el discreto atuendo cubría.

Cuando ella se le acercó, el sutil aroma a flores invadió sus sentidos y cerró con fuerza la mano alrededor de la barandilla para reprimir el deseo de tocarla.

– Puede pedirme todos los momentos que desee, lady Catherine.

– Gracias. ¿En la biblioteca?

– Donde desee. -«Donde desee. Como lo desee. Lo que usted desee.» Andrew apretó los dientes para reprimir las palabras que amenazaban con romper los barrotes de su corazón. No era aquel ni el lugar ni el momento idóneos para declarar que estaba locamente enamorado de ella, que la deseaba tanto que el deseo era puro dolor y que sólo ansiaba poder concederle todo lo que ella le pidiese.

La siguió escaleras abajo y por el pasillo, admirando las sutiles insinuaciones de las curvas femeninas que revelaba al andar. Su mirada ascendió hasta posarse en esa suave y vulnerable nuca, ahora al descubierto por el recogido de su pelo… desnuda salvo por un único rizo que dividía en dos su pálida piel con una reluciente espiral castaña.

Andrew flexionó los dedos y tensó los codos para evitar tender la mano y pasar la yema del dedo por aquel seductor rizo solitario. Tan concentrado estaba en el zarcillo que no reparó en que Catherine se había detenido delante de una puerta cerrada. No se dio cuenta hasta que tropezó con ella.

Catherine soltó un jadeo y tendió los brazos, pegando las palmas de las manos contra el panel de roble para mantener el equilibrio y evitar así dar de cabeza contra la puerta. Las manos de Andrew salieron despedidas y se deslizaron alrededor de su cintura.

Durante varios segundos de absoluta perplejidad, ninguno de los dos se movió. La mente de Andrew le gritaba que la soltara, que retrocediera, pero sus manos y pies se negaban a obedecer la orden. En vez de eso, sus ojos se cerraron y Andrew absorbió el intenso placer de sentir el cuerpo de Catherine contra el suyo desde el pecho a los muslos. El aroma de ella, esa embriagadora esencia de flores, lo envolvió como una nube seductora. Sólo tenía que volver ligeramente la cabeza para pegar los labios a la fragante piel de Catherine, esa piel tan cercana… de forma tan atormentadora.

Antes de poder pensarlo, antes de que cualquier muestra de razón que le impidiera hacerlo invadiera su cabeza, se rindió al abrumador deseo. Sus labios tocaron la piel de marfil justo detrás de la oreja, con la ternura de un susurro desprovisto de aliento, tan suavemente que Andrew dudó incluso de que ella se hubiera dado cuenta de lo que acababa de hacer… ni de que lo había hecho deliberadamente.

Pero él sí lo sabía, y el efecto que ese acto tuvo sobre él, el asalto que aquel beso supuso sobre sus sentidos, fue enorme. El deseo, un deseo feroz, ardiente y tanto tiempo negado le golpeó de pleno y cerró aún más los ojos en un vano intento por sortear las necesidades que clavaban en él sus garras.

La absoluta quietud de Catherine y la rigidez de su columna devolvieron a Andrew la cordura. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, se obligó a apartar las manos de su cintura y dar un paso atrás.

– Le pido disculpas -dijo con una voz vacilante que sonó como si se hubiera tragado un puñado de gravilla-. No he visto por dónde iba.

Catherine no dijo nada durante varios segundos y a continuación se aclaró la garganta, apartó las manos de la puerta y las bajó.

– Disculpas aceptadas.

Andrew se quedó de una pieza al percibir el ligero temblor en la voz de ella. ¿Era el tono vacilante de sus palabras fruto de la rabia o de la vergüenza? ¿O quizá cabía la posibilidad de que se hubiera visto tan afectada por esos escasos segundos como él? En silencio, Andrew deseó que ella se volviera para poder mirarla a la cara, leer en sus ojos y ver si existía en ellos alguna sombra de deseo, pero Catherine no le dio ese gusto. En vez de eso, abrió la puerta y se dirigió apresuradamente hacia la chimenea de mármol que ocupaba la pared más alejada.

Andrew cruzó el umbral y luego cerró la puerta tras él. El chasquido de la puerta al cerrarse reverberó en el pesado silencio de la estancia, un silencio que a punto estuvo de romper, apuntando que su petición de perdón no había sido una disculpa. Sin duda no se arrepentía ni un ápice de haber gozado de la inesperada oportunidad de tocarla… aunque quizá debería arrepentirse. El exquisito contacto con ella se le había quedado grabado en la mente y todavía sentía en el cuerpo, en los labios, el hormigueo que le había recorrido debido al impacto.

No pudo evitar una mueca antes de avanzar hacia ella. Aunque le molestaba sobremanera que ella siguiera con la mirada fija en las llamas bajas, ignorándole, era mejor así. Si Catherine se volvía, sin duda se daría cuenta de lo mucho que el breve encuentro entre ambos le había afectado.

– ¿Le importa si me sirvo una copa? -preguntó, con la esperanza de encontrar un poco de brandy en una de las botellas de cristal dispuestas en una mesa redonda de caoba situada junto al sofá.

Catherine no se volvió.

– Sírvase usted mismo, se lo ruego.

– ¿Quiere acompañarme?

Le sorprendió al responder:

– Sí. Para mí un jerez, por favor.

Andrew cruzó la estancia hasta las botellas. Se tomó su tiempo para servir las dos copas, inspirando lenta y profundamente hasta que logró recuperar el control de sus emociones y de su cuerpo. Luego fue hasta la chimenea, deteniéndose a una distancia prudencial de ella.

– Su jerez, lady Catherine.

Por fin ella se volvió a mirarle. Una sombra febril le teñía las mejillas, aunque Andrew no logró saber si el seductor tizne era fruto de la vergüenza, del calor del fuego o del deseo. Ella le miró con una expresión perfectamente calmada y fría que le provocó una oleada de irritación en la columna. Bien, obviamente no había sido deseo. En un claro intento por mostrar una mirada tan preocupada como la de ella, le hizo entrega de la copa de cristal con el licor.

– Gracias. -Catherine cogió la copa y Andrew se percató de que ponía todo su empeño en evitar que los dedos de ambos se tocaran. Ella apartó la mirada de él y dio un sorbo a su jerez. Andrew la imitó, reprimiendo el deseo de beberse su potente brandy de un trago.

Después de un segundo sorbo, Catherine sacó una hoja de papel vitela amarfilado del bolsillo de la falda y se lo mostró.

– Esto ha llegado hace un rato. Es de mi padre. El hombre responsable del disparo ha sido apresado.

Andrew dejó su copa sobre la mesa, cogió la nota y leyó el contenido apresuradamente. Billy Robbins. Se le tensó la mandíbula cuando sus ojos leyeron el nombre del canalla que había herido a Catherine. El hombre que fácilmente podría haber acabado con su vida. «Alégrate de estar en manos de Newgate y no en las mías, bastardo.»

Cuando terminó de leer, devolvió la nota a Catherine.

– Me alivia saber que el rufián ha sido apresado. Debemos dar gracias por la capacidad de observación del señor Carmichael.

– Sí. Le debemos todo nuestro agradecimiento. -Catherine volvió a meterse la nota en el bolsillo-. Y la captura de este hombre significa que ya no existe sobre mí amenaza de peligro…

– ¿Ya? -Andrew entrecerró los ojos-. No tenía conciencia de que estuviera usted bajo amenaza de peligro. ¿A qué se refiere?

Un destello de lo que pareció temor chispeó en sus ojos, aunque desapareció tan deprisa que Andrew no logró averiguar si era real o imaginado. Catherine apretó los labios durante varios segundos y a continuación dijo:

– Quería decir que ya no existe amenaza de peligro para mi salud. Me encuentro perfectamente y Milton y el servicio pueden atender completamente mis necesidades. Sin ninguna ayuda.

Andrew comprendió entonces el mensaje, comprensión que llegó acompañada de una irreprimible dosis de fastidio. Y, demonios, cuánto le dolió. Catherine quería que se marchara de Little Longstone.

– Puedo arreglarlo para que disponga de mi carruaje mañana por la mañana -prosiguió ella-. Aunque aprecio su amabilidad y le doy las gracias por haberme acompañado a casa, no desearía que sacrificara más de su valioso tiempo lejos de su trabajo en Londres.

Antes de que a Andrew se le ocurriera una respuesta adecuada, y después de haber sabiamente decidido que «Demonios, no, no pienso marcharme» no lo era, alguien llamó a la puerta.

– Entre -dijo lady Catherine.

La puerta se abrió y Spencer entró arrastrando los pies en la estancia. Su sonrisa se desvaneció en cuanto alternó la mirada entre su madre y Andrew.

– ¿Algo va mal, mamá?

Catherine pareció cuadrarse de hombros y luego le sonrió.

– No, cariño. ¿Querías hablar conmigo?

Spencer no pareció en absoluto convencido. En lugar de responder a la pregunta de su madre, preguntó:

– ¿De qué hablabais?

Lady Catherine dejó su copa sobre la mesa y luego cruzó la alfombra Axminster de color verde claro para darle un beso en la mejilla.

– Estábamos concretando los detalles del transporte. El señor Stanton nos deja mañana por la mañana para regresar a Londres.

– ¿Que se marcha? ¿Mañana? -La consternación que embargó a Spencer era clara como el agua. Se volvió hacia Andrew y le miró con ojos rebosantes de confusión y dolor-. Pero ¿por qué? Si llegó ayer.

Lady Catherine dijo:

– El señor Stanton tiene muchas obligaciones en Londres, Spencer, sobre todo ahora que tu tío Philip no está disponible. Aunque tuvo la gentileza de dejar su trabajo en el museo para acompañarme a casa, debe regresar a sus responsabilidades.

– Pero ¿por qué tiene que irse tan pronto? Si acabamos de empezar… -cerró los labios y lanzó a Andrew una mirada implorante.

– ¿Empezar a qué? -preguntó lady Catherine.

– Es una sorpresa -intervino Andrew-. Algo de lo que Spencer y yo hablamos ayer por la tarde. Le prometí que le prestaría mi ayuda.

Catherine arqueó las cejas.

– ¿Qué clase de sorpresa?

El más puro pesar ensombreció el rostro de Spencer. Antes de que el niño pudiera responder, Andrew volvió a hablar.

– Si se lo dijéramos, ya no sería ninguna sorpresa. -Lanzó a Spencer un guiño conspirador-. Creo que tenemos que traerle un diccionario a tu madre para que pueda buscar en él «sorpresa», Spencer.

– Ya sé que normalmente no te gustan las sorpresas, mamá -dijo Spencer apresuradamente-, pero esta te gustará. Sé que estarás orgullosa de mí cuando hayamos terminado.

– Ya estoy orgullosa de ti.

– En ese caso lo estarás aún más.

Catherine estudió el rostro de su hijo durante varios segundos y luego se volvió hacia Andrew.

– Usted le prometió esta… ¿lo que quiera que sea?

– Sí.

– No me lo ha mencionado antes.

– No se me ocurrió hacerlo, pues esa es precisamente la naturaleza de toda sorpresa. Además, no había imaginado que mi visita sería tan breve.

El silencio llenó la estancia y Andrew casi pudo oír cómo las ruedas giraban en la mente de Catherine. ¿Por qué estaba de pronto tan ansiosa por deshacerse de él? ¿Había algún aspecto de su vida que temía que él descubriera? Las palabras que Catherine había pronunciado poco antes, «la captura de este hombre significa que ya no existe sobre mí amenaza de peligro…», le inquietaban en gran medida. El hecho de que hubiera percibido temor en sus ojos en más de una ocasión desde el disparo daba a su posterior explicación de «peligro para mi salud» una nota de falsedad. ¿Le habría mentido? ¿Por qué?