Sólo se le ocurrían otras dos razones por las que lady Catherine pudiera esperar ansiosa su marcha. Si estaba interesada en tener una relación con un hombre, como podía ser uno de los muchos pretendientes que le enviaban esos ramos de flores, la presencia de Andrew en su casa podía poner en peligro sus planes. Sin embargo, eso no tenía mucho sentido, puesto que Catherine había dejado claro que no deseaba establecer ningún tipo de compromiso.
El otro motivo le aceleró el corazón, colmándole de un rayo de esperanza. «Si tan vehemente era el rechazo manifiesto de lady Catherine a establecer una relación, y se diera el caso de que se siente atraída por mí…»
Naturalmente, desearía que se marchara. Lo antes posible. ¿Podía ser esa la razón por la que últimamente se mostraba tan quisquillosa con él? ¿Porque luchaba contra su propio deseo?
Andrew despertó de su ensueño y la miró. Catherine parecía muy contrariada, un poco como imaginaba que debía de estarlo un general cuya brillante campaña militar acabara de ser superada en estrategia. Humm. Resultaba de lo más prometedor.
– ¿Y cuánto tiempo hace falta para que completen la sorpresa en cuestión? -le preguntó ella.
– Al menos una semana -dijo Andrew, seguro de que alrededor de su cabeza había aparecido mágicamente un halo con el que acompañar la expresión angelical de sus rasgos.
– ¡Una semana! -El desconsuelo de lady Catherine era más que evidente… o quizá fuera el recelo que delataba su voz.
El rostro de Spencer por fin se iluminó.
– ¿Puede usted quedarse durante tanto tiempo, señor Stanton?
– Sí -dijo Andrew.
Catherine le lanzó una mirada indescifrable y se volvió a mirar a Spencer, cuyos ojos se colmaron de una angustiosa mezcla de entusiasmo y de esperanza. No había duda de que estaba desgarrado. Por fin, alargó la mano y la pasó por el pelo oscuro del pequeño.
– Una semana -concedió.
La sonrisa de Spencer podría haber iluminado una habitación oscura.
– Bien, y ahora que por fin está decidido -dijo lady Catherine-, debo ir a visitar a la señora Ralston.
– ¿Queda la casa de su amiga de camino al pueblo? -preguntó Andrew.
– Sí, ya que lo menciona. ¿Por qué?
– ¿Le importa que vaya con usted? Necesito comprar algunas cosas y me gustaría visitar las tiendas locales.
– ¿Qué desea comprar?
Andrew chasqueó la lengua y la señaló, agitando el dedo.
– No puedo decírselo. Es parte de la sorpresa.
– Quizá tengamos aquí ese material.
– Ya me he asegurado de comprobarlo por mí mismo y tengo la seguridad de que no. -Se volvió hacia Spencer-. ¿Te gustaría acompañarme, Spencer? -preguntó despreocupadamente.
Andrew percibió al instante la tensión que hizo insoportable el silencio del salón. Sabía que Spencer raras veces abandonaba la seguridad de la casa, y aunque quizá fuera demasiado pronto para animarle a ir al pueblo, habían hecho tan magníficos progresos esa mañana durante la primera lección de equitación que Andrew intentaba por todos los medios mantener vivo el ímpetu del muchacho.
Transcurrieron varios segundos más de silencio y Andrew se dio cuenta de que Spencer se debatía en un claro conflicto.
Lady Catherine se aclaró la garganta.
– Es muy considerado de su parte, señor Stanton. Sin embargo, a Spencer no le gusta aventurarse a…
– Me gustaría, sí -la interrumpió el joven.
– ¿En serio? -La perplejidad de su madre no dejó lugar a dudas.
Spencer asintió vigorosamente y Andrew se preguntó si el chiquillo estaría intentando convencer a su madre o a sí mismo de su decisión.
– Quiero ayudar con la sorpresa. -Levantó la barbilla-. Todo irá bien, mamá. El señor Stanton cuidará de mí. Quiero ir. De verdad.
Catherine vaciló durante unos segundos y Andrew percibió con claridad la sorprendida satisfacción que las palabras de Spencer habían causado en ella. Juraría haberla visto parpadear para contener las lágrimas. Por fin, sonrió a su hijo.
– Estaré encantada de disfrutar de vuestra compañía. Mandaré preparar el carruaje. Podéis dejarme en casa de la señora Ralston y seguir después hasta el pueblo. No hace falta que volváis a buscarme. Regresaré a casa dando un revitalizador paseo.
– ¿Y no podríamos utilizar el coche de dos caballos? -preguntó Spencer-. Así el señor Stanton podría enseñarme a llevarlo. -Se volvió hacia Andrew con expresión esperanzada-. Sabe manejarlo, ¿verdad?
Andrew asintió.
– Sí, pero en un coche de dos caballos sólo caben dos personas.
– Podemos estrecharnos un poco los tres en el asiento -insistió Spencer-. Yo apenas ocupo espacio. Además, la casa de la señora Ralston está muy cerca y como mamá desea volver caminando, sólo quedaremos nosotros dos.
Andrew se volvió hacia lady Catherine, quien estaba claramente perpleja ante el giro que habían tomado los acontecimientos. Manteniendo una expresión y una voz serenas, dijo:
– Estoy dispuesto a dar mi consentimiento al plan de Spencer siempre que esté usted de acuerdo, lady Catherine. Si descubrimos que vamos demasiado estrechos en el asiento, estaría encantado de caminar junto al vehículo hasta la casa de la señora Ralston.
Catherine le miró con una mezcla de preocupación y de esperanza.
– ¿Promete no correr durante esta lección?
Andrew se llevó la mano al corazón.
– Juro que jamás haría nada que pudiera poner a Spencer, ni a usted, en peligro.
La mirada de lady Catherine volvió a posarse en Spencer y sonrió.
– Muy bien. Sea entonces el coche de dos caballos.
Cuarenta y cinco minutos más tarde, Spencer, bajo la paciente tutela del señor Stanton, logró detener con éxito el par de idénticos bayos delante de la casa de Genevieve. A Catherine se le encogió el corazón al ver el absoluto deleite y el triunfo que revelaba el rostro de su hijo.
– Lo conseguí -dijo Spencer, con el color de la victoria sonrojándole las mejillas.
– Sí, lo has conseguido -concedió Catherine-. Y maravillosamente bien. Estoy muy orgullosa de ti… -Se le inflamó la garganta, ahogándole la voz. Para enmascarar su emoción, lo atrajo hacia ella para darle un abrazo. Los brazos de Spencer la rodearon y, con su mejilla pegada a la de él, Catherine miró por encima del hombro de su hijo y sus ojos encontraron la mirada firme y de ojos oscuros del señor Stanton.
Su corazón se debatía contra sus costillas, y la miríada de confusas y conflictivas emociones que aquel hombre inspiraba en ella volvieron a asaltarla una vez más. Sin embargo, una de ellas emergió presurosa a la superficie: la gratitud. Estaba profundamente agradecida a Andrew por haber dado a Spencer esa alegría. Parpadeando para contener la humedad que amenazaba ridículamente tras sus ojos, le sonrió. «Gracias», articuló en silencio.
Los labios de Andrew esbozaron una cálida sonrisa que la dejó sin aliento. «De nada», fue su silenciosa respuesta.
– Dios mío, ¿es el señorito Spencer a quien veo tras las riendas de este magnífico carruaje?
Al oír la sensual y viva voz de Genevieve, Catherine apartó los ojos del señor Stanton y dejó de abrazar a su hijo.
– Buenas tardes, señora Ralston -dijo Spencer, con una sonrisa de oreja a oreja-. Sí, así es. Acabo de aprender a llevarlo.
Genevieve se acercó al coche de dos caballos desde el sendero bordeado de flores que llevaba a la casa al tiempo que su ávida mirada envolvía a los tres pasajeros apretujados en el asiento del carruaje. Con un alegre vestido de muselina amarilla decorado con pequeños ramos de lilas bordadas, parecía un rayo de sol de finales de verano.
– Vaya, a punto he estado de no reconocerle, señorito Spencer -dijo, sonriendo directamente al joven-. Se ha convertido en un fornido jovencito desde la última vez que le vi.
Spencer se sonrojó de placer al oír sus palabras.
– Gracias, señora Ralston.
– ¿Y a quién trae con usted hoy a verme? -preguntó con una sonrisa burlona.
– Bueno, a mi madre, aunque ya la conoce.
– Sí, lady Catherine y yo nos conocemos bien.
– Y este es nuestro amigo, el señor Stanton. Viajó por todo Egipto con mi tío Philip. Debería pedirle que le contara la historia de cuando unos bribones le robaron la ropa a punta de cuchillo.
El calor ardió en las mejillas de Catherine en cuanto la imagen del señor Stanton desnudo asomó a su cabeza. La sonriente mirada de Genevieve examinó al señor Stanton con descarado interés.
– Soy la curiosidad misma.
Catherine se aclaró la garganta.
– Genevieve, permite que te presente formalmente al señor Andrew Stanton, el socio de mi hermano en el museo que están creando juntos. Señor Stanton, le presento a mi gran amiga, la señora Ralston.
El señor Stanton se desencajó del asiento y saltó ágilmente al suelo. Ofreció a Genevieve una inclinación de cabeza formal y una amistosa sonrisa.
– Encantado, señora Ralston.
– Lo mismo digo, señor Stanton. Bienvenido a Little Longstone. ¿Está usted disfrutando de su estancia?
– Mucho. Hacía mucho tiempo que no tenía oportunidad de disfrutar de un aire tan puro y de un entorno tan tranquilo y colorido. -Indicó la profusión de las bien cuidadas flores que les rodeaban-. Tiene usted un jardín excepcional.
El rostro de Genevieve se iluminó.
– Gracias. Lo cierto es que el mérito es sólo de Catherine. Fue ella quien resucitó toda esta zona del desastre de hierbajos y maleza que era cuando compré la casa. No ha querido dejarme contratar a un jardinero.
– ¿A un desconocido? -intervino Catherine con la voz colmada de un horror fingido-. ¿Cuidando de mis pequeñas? ¡Jamás!
– ¿Lo ve usted? -dijo Genevieve al señor Stanton con una arqueada sonrisa-. Una mujer increíblemente testaruda.
– ¿Es cierto eso? -dijo el señor Stanton con la viva imagen de la más exagerada de las conmociones en el rostro-. No había reparado en ello.
De labios de Genevieve gorjeó una risa encantada.
– ¿Tomará el té con nosotras?
– Gracias, pero Spencer y yo vamos de camino al pueblo.
– ¿En otra ocasión entonces?
– No quisiera interferir en su velada con lady Catherine.
– Bobadas. Tiene usted que contarme la historia de esos rufianes y sus cuchillos.
Andrew se rió.
– En ese caso, será para mí un honor unirme a ustedes otro día. -Tras una breve inclinación de cabeza de agradecimiento, se dirigió a la parte del coche que ocupaba Catherine y levantó la mano-. ¿Quiere que la ayude, lady Catherine?
Catherine clavó la mirada en su mano y tragó saliva. No quería tocarle. La brutal sinceridad de su voz interior la calificó inmediatamente de mentirosa, y tuvo que apretar los dientes. Maldición. Muy bien, deseaba tocarle, pero temía sobremanera hacerlo. Temía su propia reacción, sobre todo si era algo semejante a lo que había experimentado cuando el señor Stanton había tropezado contra ella en el pasillo…
«Oh, déjate de ridiculeces», se reprendió. No era más que su mano, una mano que la ayudaría para evitar que cayera ignominiosamente al suelo desde el asiento. Además, tampoco era exactamente que tuviera que tocarle, pues ambos llevaban guantes. Esbozando lo que, según esperaba, pudiera pasar por una sonrisa despreocupada y tranquila, puso su mano en la de él.
Los dedos de Andrew envolvieron los suyos con fuerza y firmeza, y el calor traspasó el tejido de sus guantes, subiéndole por el brazo. Un calor adicional le arrobó las mejillas y Catherine rezó para que nadie se diera cuenta de ello. En cuanto sus pies tocaron el suelo, retiró la mano como si Andrew la hubiera quemado.
– Gracias. -Se protegió los ojos contra la luz del sol que se colaba entre los árboles y sonrió a Spencer-. Disfruta de la excursión.
– Así lo haré, mamá.
El señor Stanton se volvió, como si estuviera a punto de volver a subir al coche. Sin embargo, en vez de hacerlo, se inclinó hacia ella.
– No se preocupe -dijo en voz baja para que sólo ella pudiera oírle-. Cuidaré bien de él.
Subió de un salto al asiento del coche y, dedicando una sonrisa y una leve inclinación de cabeza a Genevieve y a ella, indicó a Spencer que podían marcharse. Segundos después, el coche se alejaba hacia el pueblo.
Catherine siguió mirando el vehículo hasta que desapareció tras la esquina al fondo de la calle. Luego se volvió hacia Genevieve y dijo:
– Tengo novedades. -Sacó la carta de su padre de su retícula y se la pasó a Genevieve.
Tras leer la carta, Genevieve se la devolvió con una sonrisa de alivio.
– Entonces no hay de qué preocuparse.
– Así es. Bueno, salvo del investigador contratado por lord Markingworth y sus amigos, aunque no veo modo de que pueda descubrir nuestra identidad.
– Excelente. -Genevieve miró de nuevo a la calle por donde había desaparecido el coche de dos caballos-. Así que ese es el señor Stanton -dijo con la voz colmada de… algo-. Es muy distinto a como lo había imaginado después de oír tu descripción.
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