– ¿Ah, sí? ¿Y cómo lo habías imaginado?
Genevieve se rió.
– Desde luego no como ese hombre alarmantemente atractivo con esa sonrisa devastadora y esos ojos conmovedores. Querida, tu descripción no le hace en absoluto justicia. Podría describir a ese glorioso hombre en dos palabras: absolutamente divino.
Un sentimiento semejante al de los celos hizo presa en Catherine.
– Nunca dije que fuera feo.
– No, pero tampoco dejaste entrever en ningún momento que fuera tan… -dejó escapar un suspiro soñador- tan absolutamente divino. Masculino y fuerte. ¿Es que no te has fijado en esos maravillosos hoyuelos cuando sonreía?
«Dios, sí.» Le había costado Dios y ayuda apartar los ojos de ellos.
– Lo cierto es que no había reparado en ellos, aunque ahora que lo mencionas, sí, supongo que tiene hoyuelos.
– Parece haber intimado mucho con Spencer.
– Sí. Están preparando juntos cierta sorpresa que quieren darme.
– ¿Es eso cierto? ¿Qué clase de sorpresa?
– Si lo supiera, ya no sería una sorpresa -dijo Catherine con una sonrisa, haciéndose eco de las palabras que el señor Stanton le había dirigido poco antes-. Cuando el señor Stanton ha pedido a Spencer que le acompañara al pueblo, estaba segura de que nos enfrentaríamos a un instante incómodo. Y cuál ha sido mi sorpresa cuando Spencer ha aceptado. Hace años que dejé de pedirle que me acompañara porque sabía que se negaría a salir de los jardines de la casa. -Una sonrisa tímida asomó a sus labios-. De no haber estado tan satisfecha con el cambio de ánimo de Spencer, estaría molesta con el señor Stanton por haber conseguido en apenas veinticuatro horas lo que yo no he podido conseguir en todo este tiempo.
– Obviamente, el motivo que se esconde tras la inusual decisión de tu hijo hay que buscarlo en el señor Stanton. La presencia de tu invitado está sin duda teniendo un efecto positivo sobre Spencer.
– Sí. -Desgraciadamente, no sólo estaba provocando un claro efecto sobre Spencer.
La mirada de Genevieve buscó la suya, y todo rastro de diversión desapareció al instante.
– Siente algo por ti.
Catherine sintió que el fondo del estómago se le caía a los pies. Adoptó un tono desenfadado para decir:
– Por supuesto que siente algo por mí. Es mi hijo.
Genevieve la observó con una mirada tan penetrante que Catherine a punto estuvo de estremecerse.
– No me refería a tu hijo.
Catherine ordenó los rasgos de su rostro hasta esbozar con ellos una expresión que rezó para que pasara por sorpresa.
– Ah. Bueno, cualquier sentimiento que el señor Stanton pueda tener por mí no va más allá de una mera demostración de cortesía hacia la hermana de su mejor amigo.
– Te equivocas, Catherine. No entiendo cómo no te das cuenta. ¿Es que no ves cómo te mira? Créeme si te digo que no se trata sólo de una muestra de cortesía.
Las mejillas de Catherine se ruborizaron.
– Me temo que necesitas anteojos, querida.
– Te aseguro que no. ¿No te ha dicho lo que siente por ti?
– Ahora que lo mencionas, sí. Me cree testaruda y fastidiosa. «Y hermosa.»
Genevieve se rió.
– Oh, sí, está total y perdidamente prendado. Querida, puede que te considere testaruda, lo que es cierto, y fastidiosa, algo que puede decirse de cualquiera en ocasiones. Aún así, te desea.
– Bah -se mofó Catherine, poniendo todo su empeño en hacer caso omiso del repentino pálpito que asaltó su corazón. Cielos, ¿estaría en lo cierto Genevieve? Y, de ser así, ¿por qué la posibilidad de que el señor Stanton la deseara le aceleraba el corazón en vez de horrorizarla?
– Puedes soltar cuantos «bah» desees, pero, como bien sabes, tengo gran experiencia en estas lides, Catherine. Ese hombre siente una gran atracción hacia ti. Y el hecho de que te niegues a ver lo que tienes ante los ojos no hace más que sugerirme que también a ti te importa él.
– ¡Te aseguro que no! Como ya te he dicho, es un hombre absolutamente irritante.
– Aunque muy atractivo.
– Testarudo y obstinado.
– Algo que ambos tenéis en común -dijo Genevieve con una sonrisa burlona.
– Discutidor.
– Aunque bondadoso con tu hijo.
Esas palabras dejaron helada a Catherine.
– Sí -concedió suavemente, desconcertada.
– Y no creo haber visto a un hombre con una boca más atractiva.
Una afirmación que la desconcertó aún más. La imagen de la atractiva boca del señor Stanton parpadeó en su mente. Esa atractiva boca que con gran suavidad había rozado su piel… ¿o no era así? Había sido tan rápido, tan dulce… La sensación de percibir el contacto de su cuerpo contra su espalda le detuvo el corazón en seco. Dejándola sin aliento. Lanzándole por todo su ser rayos de ardiente deseo que le debilitaron las rodillas.
Y todo había ocurrido en el plazo de dos simples segundos.
Dios santo, ¿qué habría ocurrido si en vez de dos, los segundos hubieran sido tres? ¿O media docena?
– ¿Catherine? ¿Estás bien? Te has ruborizado.
Sin duda, pues se sentía como si alguien hubiera prendido fuego a la falda de su vestido. Parpadeó para alejar de sí sus errantes pensamientos y dijo:
– Estoy bien. Es simplemente que estoy acalorada, aquí, de pie al sol.
– Entonces entremos y tomemos una taza de té. Baxter acaba de sacar del horno una bandeja de pastas.
Aunque un té caliente distaba mucho de lo que Catherine anhelaba, consciente de que era mucho más seguro que lo que temía estar anhelando, decidió que al fin y al cabo era una sabia elección.
Sin embargo, mientras disfrutaba de una tregua del señor Stanton en compañía de Genevieve, sabía que no tardaría en enfrentarse a otra hogareña velada en casa esa misma noche. Una velada compartiendo la cena, historias y juegos. «Evita e ignora». Sí, no podía olvidar en ningún momento sus contraseñas. Simplemente tenía que evitar e ignorar esos enfermizos anhelos que provocaba en ella la presencia del señor Stanton.
Pero ¿cómo?
– Dime -dijo Genevieve al entrar en la casa-, ¿asistiréis el señor Stanton y tú esta noche a la velada en casa del duque de Kelby? Según se chismorrea en el pueblo, ha llegado un grupo de invitados de Londres, así que promete ser una interesante diversión.
Catherine se acordó entonces de la invitación que había encontrado entre la correspondencia de la mañana. No tenía intención de asistir, pues no deseaba dar al duque la menor esperanza.
– No creo que… -Su voz se apagó en cuanto se dio cuenta de que la velada le proporcionaba la oportunidad perfecta para evitar otra hogareña noche en casa.
Sonrió.
– Creo que no me la perdería por nada del mundo.
Una mano enguantada se cerró sobre el pesado cortinaje de terciopelo de color verde bosque y apartó la tela a un lado. Al otro lado de la ventana, el pueblo de Little Longstone bullía de actividad, pero el único sonido que llenaba la habitación era el tictac del reloj que estaba sobre la repisa de la chimenea y un suspiro de frustración lentamente expirado.
Ahí estaban esos idiotas, caminando, hablando, riendo, comprando, como si no tuvieran ninguna preocupación. Como si ninguna vida se hubiera visto destrozada.
Pero ninguna más lo sería. «Yo me encargaré de eso.»
La cortina cayó de nuevo, volviendo a su sitio.
«Lograste sobrevivir la última vez. La próxima no lo conseguirás.»
Capítulo 10
La mujer moderna actual puede perfectamente verse convertida en blanco del afecto de uno o más caballeros. Esa es una envidiable posición, puesto que siempre es ventajoso tener elección. Sin embargo, si se da el caso de que uno de los caballeros deba ser el elegido entre los demás, la mejor forma de desanimar a los pretendientes sobrantes es dejar claro que sus afectos se reclaman en otro lugar.
Guía femenina para la consecución
de la felicidad personal y la satisfacción íntima
Esa noche, Andrew iba sentado delante de lady Catherine en el carruaje de ésta. Se dirigían a la velada ofrecida por el duque de Kelby. Aunque Andrew habría preferido disfrutar de otra noche hogareña y colmada de risas como la anterior en vez de asistir a una reunión en la que sólo Dios sabía cuántos hombres se disputarían la atención de lady Catherine, pensaba aprovechar todas las oportunidades para cortejarla que la noche pudiera ofrecerle. Y si una de esas oportunidades era la de desanimar a la competencia, mejor que mejor. Con su inminente partida de Little Longstone pendiendo sobre su cabeza como una oscura nube de condena, había decidido aprovechar el tiempo.
Justo en ese momento, lady Catherine le sonrió y el corazón a punto estuvo de salírsele del pecho. Con un vestido de muselina de color turquesa claro y lazos a juego enlazados entre sus relucientes rizos castaños, Catherine quitaba el aliento. Por Dios, no veía el día de poder estrecharla libremente entre sus brazos y besarla, dejando así de tener que observarla desde la distancia.
Le devolvió la sonrisa y dijo:
– El color de su vestido me recuerda a las hermosas y centelleantes aguas del Mediterráneo. Está usted -su mirada la recorrió, posándose en sus labios durante varios segundos antes de volver a sus ojos-, imponente.
Catherine sintió que el calor le arrebolaba las mejillas.
– Gracias. -Repasó con la mirada la chaqueta azul marino, la corbata pulcramente anudada y los pantalones de color crema de Andrew, y tuvo que apretar los labios para reprimir un suspiro de apreciación femenina. ¿Podía un hombre estar imponente? Una mirada a su compañero le aseguró con claridad que así era-. Podría decirse lo mismo de usted.
– ¿Podría decirse? -la provocó-. ¿O lo dice?
Su sonrisa a punto estuvo de cortarle el aliento.
– ¿Está usted intentando sonsacarme un cumplido, señor Stanton?
– Dios me libre. Simplemente intento comprobar si me ha dedicado usted uno de modo inconsciente.
Catherine arrugó los labios y fingió ponderar la cuestión en profundidad.
– Dios mío. Creo que así ha sido.
– En ese caso, le doy las gracias, señora. Reconozco que nadie me había llamado «imponente» hasta ahora. Dígame, ¿le ha contado Spencer nuestras aventuras en el pueblo?
– Sí, aunque al parecer no me lo ha contado todo, pues no deseaba estropear su sorpresa. Por lo que me ha dicho, parece ser que se lo han pasado en grande.
– Cierto.
– Me ha dicho que varias personas lo han mirado con cara de extrañeza, pero que «el señor Stanton lo puso todo en su lugar». Me ha dicho que se ha presentado, a usted y a Spencer, a todas las personas que han encontrado a su paso y a todos los dueños de las tiendas que han visitado.
El señor Stanton asintió.
– Cuando la gente se enteraba de que era su hijo, se mostraban muy amables. Todas las personas con las que hemos hablado le han mandado saludos. Algunos nos miraban, pero he tranquilizado a Spencer diciéndole que lo más probable es que le miraran por simple curiosidad y no por desconsideración.
– Según me ha contado, usted le ha dicho que si alguien se mostraba desconsiderado con él, le sacaría el… ejem… pis a puñetazos.
– Esas han sido mis palabras exactas, sí -concedió el señor Stanton sin el menor titubeo.
Catherine no logró reprimir la sonrisa que asomaba ya a sus labios.
– Bien, aunque reconozco que quizá el método se me antoje algo incivilizado, le agradezco la idea. Confío en que la buena gente de Little Longstone no haya considerado oportuno poner a prueba su talento pugilístico.
– Han sido todos la personificación de la amabilidad. De hecho, hasta hemos visto a alguien a quien conozco. A una de las inversoras del museo.
– ¿Ah, sí? ¿A quién?
– A la señora Warrenfield. Sufre de diversas enfermedades y está de visita en Little Longstone para tomar las aguas. Mencionó la fiesta que el duque da esta noche, de modo que supongo que asistirá. -Vaciló y luego añadió-: Le sorprendió que Spencer deseara aventurarse hasta el pueblo.
– Lo cierto es que me quedé perpleja. A Spencer le encanta deambular por los terrenos de la propiedad, caminar hasta los manantiales y pasear por los jardines. La propiedad es privada y estoy muy agradecida de que tenga este lugar en el que poder moverse solo, fortaleciéndose con ello y permitiéndome así no tener que preocuparme, que, me temo, suelo hacer con frecuencia. Pero siempre se ha mostrado remiso a aventurarse a salir de la propiedad. Hace unos años simplemente dejé de preguntarle si quería acompañarme.
– Entiendo que sufriera y que se preocupara por él, y le agradezco que confiara lo bastante en mí como para dejar que me acompañara. Spencer también se lo agradece.
– Nunca he dudado de que estuviera en buenas manos. Aunque debo admitir que me preocupaba que alguien hiriera los sentimientos de mi hijo, confiaba en que no dudaría usted en…
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