– ¿Sacarles el pis a puñetazos? No sabe el placer que eso me habría producido.
Catherine bajó los ojos y tironeó de las hebras de satén de su retícula.
– Cuando Spencer terminó de contarme su tarde en el pueblo, le hablé del disparo. -Levantó entonces los ojos y se enfrentó sin ambages a la mirada del señor Stanton-. Le permito que me diga «ya se lo advertí».
– Se enfadó.
– Por decirlo finamente. Insistió en que le contara todos los detalles, interrogándome como lo haría un investigador de Bow Street al sospechoso de un crimen. Me costó un gran esfuerzo convencerle de que estaba bien.
– ¿Y lo está?
– Sí, estoy perfectamente.
– ¿Y logró convencer a Spencer con su argumentación?
– No exactamente. Exigió ver mi herida. Después de comprobar con sus propios ojos que apenas se trataba de un rasguño, nuestra conversación dio un giro a mejor.
– Le ha dolido que no haya confiado en él.
– Estaba dolido, enojado, preocupado. Espero no volver a ver nunca la expresión que he visto en su rostro.
– Spencer se preocupa por usted tanto como usted por él. No siempre podemos evitar que nuestros seres queridos se preocupen. A veces, tenemos que limitarnos simplemente a dejar que lo hagan.
– Spencer me dijo algo muy parecido… justo después de recordarme que ya no era un niño. Luego me hizo prometerle que nunca le ocultaré nada importante. -Un extremo de su boca se curvó hacia arriba-. Naturalmente, yo he conseguido de él la misma promesa.
– Entonces, al final todo se ha arreglado.
Asintió.
– Creo que, en el fondo, tenía plena intención de contárselo, pero me ofendió que usted me dijera que debía hacerlo. Hace años que no tengo a un hombre a mis pies diciéndome lo que debo o no debo hacer.
– Sin duda, se refiere usted a la acepción más galante de la expresión «a mis pies» -dijo Andrew con un destello de sus hoyuelos-. Y no era mi intención decirle lo que debe hacer. Simplemente era una sugerencia.
– Soy consciente de ello… ahora. Sin embargo, reaccioné mal en su momento, y lo siento. -Esbozó una sonrisa tímida-. Me temo que a la mujer moderna actual no le gusta que le den órdenes.
Andrew se echó hacia atrás en una muestra de exagerada sorpresa.
– ¿Es cierto eso? Nunca lo hubiera dicho.
Catherine se rió.
– En cuanto a Spencer, se ha mostrado muy varonil en su empeño por cuidar de mí.
– Ya, bueno, me temo que eso es lo que les gusta hacer a los hombres con las mujeres a las que quieren… cuidar de ellas.
Las palabras, pronunciadas desde la suavidad de su voz, provocaron un revoloteo de mariposas en el estómago de Catherine.
– Sin embargo, la mujer moderna actual puede cuidar de sí misma.
– Aun así, resulta muy agradable tener a alguien con quien compartir las cosas buenas y malas que ofrece la vida.
Catherine meditó esas palabras durante unos segundos y luego asintió.
– Sí, supongo que es cierto.
Andrew se inclinó hacia delante, apoyó los antebrazos en las rodillas y la observó solemnemente. Catherine contuvo el aliento al tomar conciencia de la repentina proximidad del señor Stanton que le llenaba la cabeza con su aroma limpio y masculino. El corazón le latió con fuerza en el pecho al ver la expresión de seriedad que revelaron sus ojos oscuros.
El silencio se instaló en el interior del carruaje durante varios segundos hasta que Andrew dijo:
– ¿Se da usted cuenta de que llevamos en este coche casi un cuarto de hora y todavía no hemos discutido? De hecho, a menos que me equivoque, acabamos de ponernos de acuerdo en algo.
Catherine parpadeó.
– Por Dios, tiene usted razón.
– ¡De nuevo estamos de acuerdo!
– Y eso a pesar de que han sido pronunciadas las palabras «mujer moderna actual».
– Tres veces -dijo el señor Stanton.
– Dos.
– Ah. Ya sabía que era demasiado bueno para que durara.
Catherine no pudo reprimir una sonrisa, absorbiendo el calor que la bañó cuando él le sonrió a su vez. El carruaje se detuvo con una sacudida y Catherine se obligó a apartar los ojos de Andrew para mirar por la ventanilla. Acababan de llegar a Kelby Manor.
Una casa llena de gente en la que no tendría que pasar una confortable noche a solas con el señor Stanton, que era precisamente lo que necesitaba.
Y es que, tal y como había experimentado durante el agradable paseo en carruaje, cada vez resultaba más difícil evitar e ignorar al señor Stanton.
Haciendo girar un brandy en una de las copas de delicado cristal del duque, Andrew se quedó entre un grupo de caballeros que hablaban de cierto tipo de técnicas de explotación granjera. O quizá hablaran de ovejas. ¿O sería de finanzas? Tenía la atención tan firmemente concentrada en el otro extremo de la estancia que no podía saberlo con seguridad.
Lady Catherine estaba cerca de la chimenea, hablando con su amiga, la señora Ralston, y, aunque habría estado feliz deleitándose con el hermoso perfil de lady Catherine durante toda la noche, estaba de hecho más concentrado en los hombres que dirigían sus miradas en esa dirección.
A juzgar por el número de caballeros presentes que Andrew había conocido en la fiesta de cumpleaños de lord Ravensly en Londres, obviamente el duque había cumplido con su promesa de invitar a sus amigos a tomar las aguas. Situados cerca de la ponchera, lord Avenbury y lord Ferrymouth tenían la mirada clavada en lady Catherine como quien mira un dulce desde el escaparate de una confitería. Estaba también lord Kingsly, aquel réprobo casado, quien la miraba de un modo tal que Andrew no pudo evitar apretar la mano alrededor de la copa. Y, cerca de los grandes ventanales, estaba el doctor Oliver, quien le había sido presentado a Andrew poco después de su llegada a la fiesta, mirando a lady Catherine con lo que supuso eran sus «ojos soñadores». No costaría mucho convencer a Andrew para que pusiera morados esos dos malditos ojos soñadores…
– …¿Está usted de acuerdo, señor Stanton?
Andrew volvió abruptamente la atención a la conversación. El duque, lord Borthrasher, el señor Sydney Carmichael y lord Nordnick le miraban con expresión expectante.
– ¿De acuerdo?
– En que hoy en día las mujeres expresan sus opiniones de manera demasiado directa -dijo el duque.
– He reparado en ello, sí -dijo secamente-. Aunque prefiero que una dama diga lo que piensa.
– Sin embargo, a menudo lo que piensan no son más que bobadas -protestó lord Borthrasher.
– Supongo que eso depende de la dama en cuestión -dijo Andrew.
– Bueno, si quieren saber mi opinión, son demasiado testarudas -dijo el duque-. Mis sobrinas, sin ir más lejos. -Señaló con la cabeza al trío de jovencitas con vestidos de colores pastel que gorjeaban cerca de las puertas abiertas que llevaban a la terraza-. No hay un sólo pensamiento inteligente entre ese grupo de bobaliconas. Hace un rato, la menor me ha informado de que no tenía la más mínima intención de casarse para conseguir fortuna… de que sólo se casará por amor. Menuda ridiculez. Es responsabilidad de un padre concertar matrimonios en base a las ventajosas uniones de fortunas y propiedades.
– Me resulta extremadamente pasado de moda estar enamorado de tu mujer -apuntó lord Borthrasher. Se volvió hacia lord Nordnick-. Espero que tenga usted la intención de elegir sabiamente, Nordnick.
Una sombra de profundo carmesí tiñó de rubor el cuello del joven.
– Sin duda es posible concertar una boda ventajosa con una mujer a la que también se ame.
– Bobadas -dijo el duque, agitando la mano-. Escoja esposa en base a su familia y fortuna y considérese afortunado si es alguien con quien pueda vivir sin excesivas preocupaciones. Reserve su amor para su amante.
Lord Nordnick miró a Andrew.
– Usted es norteamericano, señor Stanton. Como tal, ¿tiene usted una opinión distinta?
– Sí. Más que casarme con una mujer con la que poder vivir, preferiría casarme con la mujer sin cuya presencia me resultara imposible vivir.
Lord Borthrasher carraspeó.
– ¿Y usted, Carmichael? ¿Cuál es su opinión?
– Es deber y derecho de todo padre casar a su hija como lo considere oportuno -dijo el señor Carmichael.
Andrew se tensó. Antes de poder contenerse, preguntó con suavidad:
– ¿Y si la hija no está de acuerdo con el novio elegido por su padre?
El señor Carmichael se volvió hacia él con una mirada estimativa. Levantó la mano para acariciarse la barbilla y el diamante de su anillo destelló.
– Sería una muestra de escasa sabiduría por su parte. Interferir en esa clase de disposiciones no es más que pedir un desastre a gritos.
– Bien, espero que mi cuñado pueda llegar a casar a esas tres tontuelas hijas suyas -dijo el duque-. Y, cuanto antes, mejor.
Un movimiento en el otro extremo de la sala captó la atención de Andrew, que se volvió a mirar. El doctor Oliver se dirigía hacia lady Catherine.
– Les ruego me disculpen, caballeros. -Con una leve inclinación de cabeza, Andrew abandonó su círculo. Sin embargo, antes de cruzar la habitación, se inclinó por detrás de lord Nordnick y dijo con voz queda-. Sé de buena fuente que lady Ofelia siente predilección por los tulipanes.
Satisfecho por haber hecho lo que estaba en su mano para dar alas a las tentativas de cortejo de Nordnick, había llegado el momento de preocuparse por las propias. Mientras cruzaba el salón, su mirada envolvió al doctor Oliver, haciéndole presa de su crítica evaluación. Esperaba que el doctor fuera un hombre viejo, decrépito y frágil. Calvo. Con una de esas espantosas panzas. Y con los dientes marrones. O, mejor aún, sin dientes. Con cara de podenco. Un podenco feo, calvo, gordo y desdentado.
Desgraciadamente, el doctor era un hombre alto, robusto y sin duda no mucho mayor de treinta años, si los llegaba a tener. Andrew vio, taciturno, que el rostro del doctor Oliver, aquel rostro condenadamente hermoso, se encendía como una maldita vela al acercarse a lady Catherine. Su sonrisa reveló una fila de dientes perfectos e inmaculadamente blancos. Andrew fue presa de un irreprimible deseo de desnivelar esos dientes.
– ¿Podría hablar con usted sólo un instante, Oliver? -preguntó, deteniendo estratégicamente al hombre antes de que llegara a la chimenea.
El doctor Oliver se detuvo y saludó a Andrew con una inclinación de cabeza.
– Por supuesto. No he tenido oportunidad de hablar mucho con usted cuando nos han presentado. Es un gran placer conocer al explorador que está creando el museo con el hermano de lady Catherine. Los relatos de sus hazañas con lord Greybourne han sido fuente de largas horas de entretenida conversación entre lady Catherine y yo.
– ¿Es eso cierto? -dijo Andrew con suavidad-. ¿Le ha contado lady Catherine la leyenda del desafortunado pretendiente?
El doctor Oliver frunció el ceño y negó con la cabeza.
– No lo creo.
– Una historia realmente triste. Un joven mal aconsejado, quien, casualmente, era también médico, quedó prendado del objeto del afecto de otro hombre. Siendo la dama extremadamente hermosa, el hombre, que era además muy razonable, comprendió la fascinación que el médico sentía por ella y decidió que le daría justo aviso. Miró al médico directamente a los ojos y le dijo: «La dama le considera tan sólo un amigo, y sería un gran acierto por su parte recordarlo. Si le hace una sola insinuación más a mi mujer, me veré obligado a hacerle daño». -Andrew sacudió la cabeza con gesto triste-. Menuda pandilla de bárbaros, los antiguos egipcios.
Lentamente, la comprensión fue iluminando la mirada del médico y su mandíbula se tensó.
– Ni que lo diga. ¿Y qué hizo el médico?
– Según cuenta la leyenda, se batió en retirada. Una decisión de lo más inteligente.
Se miraron durante varios segundos y luego el doctor Oliver dijo:
– Estoy convencido de que si el médico se batió en retirada fue porque se dio cuenta de que la dama realmente lo veía sólo como a un amigo. No porque fuera un cobarde. -Se inclinó hacia delante y bajó la voz-. Porque si la dama le hubiera dado la menor indicación de que lo veía como algo más que un amigo, bien, en ese caso creo que el otro caballero se vería sin duda con una pelea entre manos.
Andrew mantuvo la expresión impasible, aunque mentalmente no pudo sino aplaudir al médico. De no haber sido por lady Catherine, de hecho quizá incluso habría sentido simpatía hacia ese hombre.
– Creo que nos entendemos.
– Sí, creo que así es. Y, si me disculpa, señor Stanton… -Con una seca inclinación de cabeza, Oliver le dejó para dirigirse hacia la ponchera.
Excelente. Otro pretendiente fuera de juego. Andrew miró a su alrededor y, en cuanto su mirada se posó en lord Kingsly, sus ojos se entrecerraron. Era evidente que Kingsly, al igual que varios otros caballeros, harían bien en oír el relato del desafortunado pretendiente.
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