Catherine estaba sola junto a la chimenea, sorbiendo su jerez y esperando el regreso de Genevieve. De hecho, cuando Genevieve se había excusado un instante, ella se había sentido aliviada. Por primera vez en el curso de su larga amistad, le había resultado difícil seguir el hilo de la conversación de su amiga. Se había visto obligada a decir «¿Perdón?» en tres ocasiones, y todo por culpa de él. La noche no transcurría como había imaginado. Oh, la parte de su plan basada en el arte de evitar funcionaba espléndidamente. Poco después de su llegada a la velada, había dejado al señor Stanton en compañía del duque y de varios caballeros más para ir a reunirse con Genevieve. Era la parte que se centraba en el arte de ignorar la que estaba fracasando miserablemente. Llevaba perfecta cuenta de las veces que el señor Stanton se movía por la sala. Las veces que hablaba con alguien nuevo. Las veces que se había acercado a la ponchera. Presa de la desesperación, había por fin decidido situarse dando la espalda a la estancia. Sin embargo, se vio entonces aguzando el oído en un intento por captar el sonido de su voz y lanzando apresuradas miradas por encima del hombro para estar al corriente de la ubicación del señor Stanton.

Nunca antes había estado tan intolerablemente pendiente de nadie. Jamás le había resultado tan absolutamente imposible ignorar a alguien. Era una sensación inquietante y confusa, y no le cabía duda de que no le gustaba ni un ápice.

Genevieve se reunió con ella y dijo, bajando la voz:

– Querida, acabo de oír una conversación de lo más fascinante.

– ¿Ah, sí? ¿Entre quién?

– Entre tu señor Stanton y el doctor Oliver.

El calor se adueñó de las mejillas de Catherine.

– No es mi señor Stanton, Genevieve.

– A juzgar por lo que acabo de oír, creo que lo es, quieras o no. Acaba de manifestar sus pretensiones ante el doctor Oliver, y de forma notablemente inteligente, debo añadir, al amparo de un relato titulado «la leyenda del desafortunado pretendiente».

– ¿Manifestar sus pretensiones? ¿A qué te refieres?

Catherine escuchó atentamente mientras Genevieve relataba la conversación que acababa de escuchar.

Cuando terminó, Genevieve dejó escapar un suspiro encantado.

– Ese hombre es sencillamente divino, Catherine.

El calor abrasaba a Catherine, quien a su vez intentaba convencerse de que no era más que el calor fruto de la vergüenza. Del ultraje ante la manifiesta temeridad del señor Stanton. Sin embargo, por mucho que se empeñara, no podía negar el estremecimiento femenino y casi primitivo que la recorrió.

– Oh, volver a ser deseada de ese modo… -Una sonrisa lenta y maliciosa curvó los labios de Genevieve-. Si no fuera por mis manos, estoy convencida de que competiría contigo por las atenciones del señor Stanton.

Una intensa y rauda inyección de celos se abrió paso en Catherine.

– Todo tuyo -dijo con expresión rígida.

Genevieve se rió.

– Querida, ojalá tus palabras fueran sinceras y mis manos no estuvieran tullidas ni el caballero tan profundamente enamorado de ti… -Interrumpió sus palabras y se acercó a Catherine para susurrar-. Aquí viene.

Antes de que Catherine pudiera tomar aliento, el señor Stanton apareció ante sus ojos.

– ¿Puedo acompañarlas, señoras?

– Por supuesto, señor Stanton -dijo Genevieve con una deslumbrante sonrisa-. Una fiesta deliciosa, ¿no le parece?

– Sin duda. Estoy disfrutando inmensamente.

– Está usted siendo muy sociable, señor Stanton -dijo Catherine, encantada al comprobar lo fría que sonaba su voz en contraste con el calor que la abrasaba-. Diría que ha hablado usted con todas las personas de la sala.

– Sólo intentaba animar un poco la velada.

– Estábamos hablando de la competición -dijo Genevieve, cuyos ojos se mostraron llenos de un interés inocente.

La certeza por parte de Catherine de que la temperatura que alimentaba el calor de sus mejillas no podía subir ni un grado más resultó incorrecta, y lanzó una mirada represiva a su amiga, mirada que Genevieve ignoró alegremente.

– ¿De la competición? -repitió el señor Stanton-. ¿En relación a los eventos deportivos?

Genevieve negó con la cabeza.

– En relación a los asuntos del corazón. ¿Sería tan amable de darnos su opinión?

La mirada del señor Stanton se posó entonces en Catherine y la atractiva mirada de sus ojos oscuros la paralizó. Luego, Andrew volvió su atención para incluir a Genevieve en su respuesta.

– Identificar al contrincante -dijo- y superar su estrategia.

– Excelente consejo -dijo Genevieve, asintiendo de modo aprobatorio-. ¿No estás de acuerdo, Catherine?

Catherine tuvo que tragar saliva dos veces para encontrarse la voz.

– Ejem, sí.

– La música está a punto de dar comienzo -dijo Genevieve-. ¿Conoce usted los pasos de nuestros bailes campestres, señor Stanton?

– Pasablemente.

– ¿El vals?

El señor Stanton sonrió.

– Extremadamente bien.

– Excelente. Estoy segura de que no le faltarán parejas. -Genevieve se inclinó hacia delante y bajó la voz en un gesto conspirador-. Las sobrinas del duque muestran un vivo interés por usted.

– ¿Cómo? -dijeron Catherine y el señor Stanton al unísono.

– Las sobrinas del duque. Se las ve muy encaprichadas.

La mirada de Catherine se clavó en el trío de jóvenes damas. Tres miradas fascinadas estaban prendidas del señor Stanton como si fuera una nueva especie de animal exótico. Sintió un calambre desagradable e indeseado que Catherine estaba empezando a reconocer demasiado bien.

El cuarteto de cuerda tocó una serie de arpegios y se lanzó a tocar su primera pieza, un vals.

El señor Stanton se volvió hacia Catherine y le ofreció una formal inclinación de cabeza.

– Ya que nos fue imposible compartir un baile en la fiesta de cumpleaños de su padre, ¿puedo ahora solicitar tal honor?

El sentido común le indicó que bailar con él, dejarse estrechar entre sus brazos, no encajaba en su táctica de «evitar e ignorar». Pero todo lo que había en ella de femenino anhelaba aceptar su oferta. Hacía mucho tiempo que no bailaba. Y deseaba tanto bailar con él…

– Será un placer -dijo.

Posando suavemente los dedos en el antebrazo que le ofrecía el señor Stanton, ambos se dirigieron a la pista de baile. Andrew la hizo girar hasta que ella quedó de cara a él y Catherine tuvo que contener el aliento al ver la expresión de sus ojos. Antes de poder descifrar esa mirada, su mano quedó envuelta en la de él al tiempo que la palma de Andrew se posó con firmeza en la base de su columna y la de ella sobre su ancho hombro. Luego… pura magia.

El salón empezó a girar en un remolino irisado mientras él la guiaba con mano experta alrededor del brillante suelo de la pista. Allí donde la mano de Andrew tocaba su espalda, el calor se expandía por todo su ser, envolviéndola en un ardiente halo, como si estuviera bajo un rayo de sol. Catherine notaba la flexible fuerza de su hombro bajo las yemas de los dedos y placenteros hormigueos ascendían por su brazo desde el imperceptible espacio que encerraban las manos entrelazadas de ambos. El olor del señor Stanton, esa deliciosa mezcla de lino, sándalo y algo más que le pertenecía sólo a él, le llenaba la cabeza, casi mareándola.

Tenía la sensación de flotar sobre la pista, volando entre sus fuertes brazos al tiempo que todo, todos, se desvanecían en un plano secundario salvo aquel hombre cuya mirada en ningún momento se apartó de la suya, cuya expresión embelesada la hacía sentir de algún modo hermosa y más mujer. Femenina y excitante. Joven y despreocupada. Estimulada, con el corazón latiéndole de puro regocijo, infundiéndole una sensación de libertad como no había conocido hasta entonces, obligándola a hacer uso de toda su educación para no echar atrás la cabeza del modo menos apropiado para una dama y simplemente reírse presa de la más pura y absoluta felicidad.

Cuando el señor Stanton finalmente la detuvo, Catherine ni siquiera había reparado en que la pieza había concluido. Durante el espacio de varios segundos, ninguno de los dos se movió y siguieron de pie en la pista cual presas de una danza inmóvil. Errantes jadeos hicieron su aparición entre los labios separados de Catherine, aunque no habría sabido decir si su laboriosa respiración se debía al esfuerzo del baile o a que el hombre seguía tocándola. Al mirarle, le pareció que esos ojos oscuros ocultaban cientos de secretos, miles de pensamientos, y de pronto se vio desesperada por conocer cada uno de ellos.

El aplauso dedicado a los músicos la sacó de su estupor. Andrew la soltó despacio y al instante ella lloró la pérdida de su calor y de su fuerza. Tras serenarse, no sin evidente esfuerzo, aplaudió cortésmente y sonrió al señor Stanton.

– Baila usted muy bien, señor Stanton.

– He encontrado la inspiración en mi encantadora pareja.

– Me temo que estoy tremendamente desentrenada.

– Nada así lo indica. Pero, se lo ruego, considéreme a su disposición si desea poner en práctica sus habilidades.

La tentación que suponía pasar horas disfrutando de la deliciosa sensación de girar alrededor de la pista con él a punto estuvo de abrumarla.

No, volver a bailar con él sería un error más que evidente. Y no haría sino probar de nuevo el fracaso de su táctica de «evita e ignora». Aun así, no tenía el menor deseo de bailar con ningún otro de los presentes.

El sonido de risas femeninas captó su atención y Catherine se volvió. Las tres sobrinas del duque se acercaban en ese instante a ellos con las miradas prendidas en el señor Stanton, cada una de las jóvenes a la espera de una invitación para bailar.

Alarmada, Catherine se dio cuenta de que no sólo no tenía el menor interés en bailar con ningún otro caballero que no fuera el señor Stanton, sino que no deseaba que éste bailara con nadie que no fuera ella. Las anteriores palabras de Andrew resonaron en su cabeza: «Identificar al contrincante y superar su estrategia». Levantó los ojos para mirarle y dijo con suavidad:

– Me temo que me encuentro un poco… acalorada. ¿Le importaría que volviéramos a casa?

Al instante, la preocupación asomó a los ojos de Andrew. A pesar de que la mirada del señor Stanton aguijoneó la conciencia de Catherine, lo cierto es que se sintió tremendamente acalorada.

– Por supuesto que no -fue la inmediata respuesta de Andrew-. Nos vamos ahora mismo.

Catherine intentó por todos los medios pasar por alto el arrebol de placer que la invadió ante la innegable disposición de Andrew, arrebol que nada bueno presagiaba para su estrategia basada en las premisas de «evita e ignora».

Lo intentó, pero fracasó.

Capítulo 11

A menudo el destino sonríe, presentando a la mujer moderna actual la inusual y preciosa oportunidad de obtener el deseo más secreto de su corazón. De encontrarse en tan afortunada y gloriosa circunstancia, debería pronunciar las sabias palabras Carpe Diem y no dudar en aprovechar el día, pues quizá sea su única oportunidad. Ser una mujer de acción, y no de lamentos, pues son las cosas que no hacemos las que nos causan pesar.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima


Andrew recorría su habitación de un extremo al otro, alternando la mirada entre las candentes brasas de la chimenea y el jardín iluminado por la luna al otro lado de la ventana. Pasó con andar majestuoso por delante de la cama y lanzó una oscura mirada ceñuda al edredón azul marino. A pesar de lo cómodo que parecía el lecho, no tenía ganas de acostarse, pues sabía bien que el sueño no llegaría. Su mente, sus pensamientos estaban abrumadoramente colmados. Por ella.

Catherine. Con un gemido, se detuvo delante de las brasas encendidas de la chimenea y se pasó las manos por la cara, recordando vívidamente la expresión de júbilo de ella mientras bailaban esa noche al ritmo de vals. El exquisito contacto de sus brazos, sus hermosos ojos iluminados de pura felicidad, su delicado aroma floral llenándole la cabeza. Había tenido que echar mano de hasta el último gramo de su poder de autocontrol para evitar atraerla hacia él y profesarle su amor en presencia de toda aquella colección de invitados.

A pesar de que el delicioso recorrido en el carruaje y el posterior vals le habían proporcionado un atisbo de esperanza en relación a su plan para cortejarla, esa luz se había extinguido del todo en cuanto habían regresado a villa Bickley y Catherine se había disculpado inmediatamente, retirándose en el acto.

Una semana. Disponía de una condenada semana para cortejarla. Para lograr que se enamorara de él. Que cambiara de opinión y considerara la posibilidad de volver a casarse. Para convencerla de que se pertenecían. De que, a pesar de su cuna plebeya, sería para ella un buen marido y un buen padre para Spencer. Que la amaba tanto que vivía en una nube de dolor.