Cerró con fuerza los ojos, al verse presa del miedo. Una semana… y es que, a menos que algo drástico ocurriera, presentía con claridad que ella no le invitaría a quedarse más tiempo, y, en cualquier caso, él tenía que volver a Londres para supervisar la marcha del museo. No, en el plazo de una semana, él regresaría a su vida en la ciudad y ella se quedaría allí.
Una semana. Incluso aunque, por un milagro, fuera capaz de llevar a término todas esas tareas aparentemente imposibles y lograra convencerla para que accediera a compartir su futuro con él, no podía ignorar lo que ocurriría cuando revelara su pasado. ¿Le rechazaría Catherine cuando le confesara los secretos que nunca había contado a nadie? ¿Las circunstancias que le habían obligado a abandonar Norteamérica?
Abrió los ojos y clavó la mirada en el fuego, buscando inútilmente respuestas en las oscilantes llamas anaranjadas. Su conciencia se debatía en la misma duda a la que se enfrentaba cada vez que ponderaba la desalentadora pregunta de si revelar o no su pasado. Odiaba la idea de mentirle o de que existieran secretos entre ambos. Le gustaba pensar que, si surgía la ocasión, se lo diría.
Pero ¿lo haría? Dios santo, no lo sabía. Si era tan afortunado como para obtener finalmente su favor, ¿se arriesgaría, podía permitirse arriesgarse a perderla diciéndole la verdad? La conciencia le apremiaba a decírselo. Catherine merecía la verdad. Pero luego se imponía la racionalización que siempre le retorcía las entrañas hasta hacer con ellas un nudo imposible: nadie, salvo él, lo sabía. Si no se lo decía, ella jamás se enteraría.
Con un largo suspiro, se mesó los cabellos y apartó la cuestión de su cabeza, dejándola sin respuesta una vez más. Ahora tenía que concentrarse en revisar su estrategia para cortejarla, porque, hasta el momento, su cuidadoso plan no estaba dando el deslumbrante éxito que había esperado. Necesitaba uno nuevo, y, teniendo en cuenta las restricciones temporales y el hecho de que había otros pretendientes amenazando en el horizonte, tenía que ser un plan no sólo drástico, sino brillante. Pero ¿cuál? «Maldición. Necesito ayuda. Necesito…»
De pronto una idea asomó a su mente y Andrew se quedó paralizado durante unos segundos. Sí… quizá fuera eso lo que podría ayudarle. Con paso decidido, cruzó la alfombra persa azul y dorada hacia el armario y sacó la maleta de cuero marrón del rincón trasero. Metió dentro la mano y con sumo cuidado abrió el bolsillo oculto en el forro, del que sacó el objeto que había escondido dentro después de comprarlo en Londres la mañana que habían salido en dirección a villa Bickley.
La Guía femenina para la consecución de la felicidad personal y la satisfacción íntima de Charles Brightmore.
Hizo girar el fino ejemplar forrado en piel en sus manos. Aunque Catherine había apostado a que él no lo leería, Andrew le demostraría que estaba equivocada. No sólo lo leería, sino que, con suerte, aprendería algo del tal Charles Brightmore que quizá inspirara en él un nuevo plan para cortejarla. Como mínimo, ganaría su apuesta con lady Catherine, teniendo así derecho a un pago… una perspectiva colmada de posibilidades.
Acercó el sillón de orejas al fuego y se acomodó en la confortable butaca. No debía de llevarle más de una hora leer el libro. Luego diseñaría su nuevo plan.
Esta vez acudiría a la batalla armado hasta los dientes.
Arrellanada en su dormitorio en el confort de su sillón de orejas favorito junto al fuego, Catherine apoyó la cabeza en la blanda butaca y cerró el fino ejemplar forrado en piel. Pegó el libro a su pecho, cerró los ojos, apretándolos con fuerza, y de nuevo maldijo su estupidez al leer las palabras que la llenaban de oscuros anhelos. Crudas necesidades. E insaciable curiosidad.
Algunos retazos de la Guía Femenina invadían su cerebro, prendiendo fuego a deseos que con tanto esfuerzo había intentado reprimir.
«La pausada caricia de la mano de un hombre recorriendo por entero el muslo de una mujer… las increíbles sensaciones experimentadas por ambos cuando la mujer es lentamente penetrada por su dureza… hacer el amor a plena luz para ver así cada matiz de la pasión que embarga a su amante… aprender los secretos más íntimos del otro con las manos, los labios y las lenguas… un hombre desnudo se convertirá en un festín de deleites para aquella mujer deseosa de explorar…»
Un suave gemido escapó de sus labios. Un calor que nada tenía que ver con el fuego de la chimenea la inundó. Sintió palpitar el pulso en la base del cuello. Entre los muslos. Sintió los pechos pesados e inflamados, y casi dolorosamente erectos.
Levantó una mano y despacio la cerró sobre la piel sensible envuelta en el tejido del camisón. El pezón, duro y anhelante, pegado a la palma. Apretó el seno con suavidad, lanzando llamaradas a sus entrañas, aumentando la incomodidad que la embargaba, más que aliviándola. Dejó la Guía a un lado, se levantó y empezó a caminar de un extremo a otro de la habitación.
Dios bendito, las cosas que Genevieve había descrito en la Guía… cosas increíbles, impensables, infinitamente atormentadoras. Mientras escribía al dictado de Genevieve, dando forma con mano temblorosa a semejantes maravillas íntimas, se cuestionaba si Genevieve estaría creando ficción. Sin embargo, su amiga le había asegurado que no. Genevieve había sido durante diez años la amante de un barón, al que había cautivado con sus proezas sexuales, proezas que había aprendido bajo la tutela de su madre, quien a su vez había dedicado toda su vida adulta a las labores de amante. Había puesto también en funcionamiento su propia imaginación, inspirada en el profundo amor que sentía por el barón. «Cometí un grave error al enamorarme de él, Catherine -había dicho Genevieve-. Se me partió el corazón cuando decidió poner fin a nuestra relación. Encontró a una mujer más joven. Más hermosa. Ya no deseaba que mis feas manos le tocaran…»
Catherine se detuvo junto a la ventana. Apoyando la frente contra el frío cristal, fijó la mirada en la oscuridad, viendo sólo las imágenes que la bombardeaban. El señor Stanton y ella… las manos de ambos explorándose. Las bocas tocándose. Brazos y piernas entrelazados.
¿Cómo sería el tacto de sus manos grandes, fuertes y callosas al acariciarla? ¿Sentir cómo su hermosa boca la besaba? ¿Sus piernas largas y musculosas pegadas a las suyas?
Sin duda había caído en un estado febril. No debería haber vuelto a leer el libro. Debería haber dejado que sus deseos y necesidades siguieran dormidos. Y lo habría logrado. Si el señor Stanton no los hubiera hecho nacer de nuevo a la vida.
Después de ayudar a Genevieve a escribir el libro y de haber aprendido las maravillas que podían existir físicamente entre un hombre y una mujer, Catherine se había quedado perpleja. Jamás había experimentado algo semejante con Bertrand.
No obstante, tras haber tenido acceso a la seductora información reflejada en la Guía, su mente había vagado con mayor frecuencia a los asuntos de índole sensual, avivando en ella la curiosidad y los deseos largamente reprimidos. Desde que, once meses atrás, y poco después de la muerte de Bertrand, se había embarcado en la escritura de la Guía, ¿cuántas noches había pasado acostada en su solitaria cama sintiendo palpitar el cuerpo con necesidades nuevamente despiertas e insatisfechas? Más de las que se atrevía a recordar. Sus intentos por calmar el deseo sólo habían conseguido dejarla más frustrada aún.
En el pasado, siempre que imaginaba que un amante la tocaba, la imagen del hombre en cuestión había sido informe y envuelta en sombras.
Ya no.
El rostro del señor Stanton llenaba su mente, encendiendo su imaginación y sus fantasías como nunca lo habían estado hasta entonces. El señor Stanton no era un producto de su imaginación, sino un hombre de carne y hueso. Que la había llamado hermosa. Que la había hecho sentir como si flotara sobre las nubes mientras bailaba el vals con ella. Que podía inspirarle escalofríos de placer con una simple mirada. Que, a ojos de Genevieve, sentía algo por ella, o, como mínimo, la deseaba.
La deseaba. Catherine cerró los ojos y dejó escapar un prolongado suspiro ante la miríada de sensuales imágenes que esas dos palabras inspiraban en ella. Imágenes que nada hicieron por enfriar su excitación ni relajar su tensión. Anhelaba poder disfrutar del olvido que sólo proporciona el sueño, pero sabía por experiencia que el sueño no llegaría.
Como siempre que no conseguía relajar el cuerpo ni la mente, las aguas la llamaron con su reconfortante calor. Catherine adoraba la privacidad que le proporcionaba poder disfrutar de las aguas en la oscuridad, a solas, sólo ella y los suaves murmullos de la noche a su alrededor. Apartándose de la ventana, giró sobre sus talones y fue hasta el armario, sacando el grueso y acolchado albornoz que la acompañaba en todas sus excursiones nocturnas.
Necesitaba sentir sobre la piel las calmantes aguas como nunca antes lo había necesitado.
Andrew se detuvo en el oscuro sendero y aguzó el oído. Un chapoteo. Debía de estar cerca de las aguas termales o quizá del pequeño estanque que Spencer había mencionado en alguna ocasión. Sería mejor que se anduviera con cuidado y no tropezara con las aguas o con el estanque de improviso, en cuyo caso aquel sería el último paseo nocturno que daría en su vida.
Se oyó otro suave chapoteo, al parecer procedente de un racimo de rocas perfiladas a la luz de la luna unos diez metros por delante de él. Lo mejor sería echar un vistazo a los condenados manantiales y así estar preparado en caso de que no fuera capaz de encontrar excusa alguna para evitar ir allí con Spencer. Si no le quedaba más remedio, se quedaría mirando, pero ni una manada de caballos salvajes lograría meterle en el agua.
Dio varios pasos adelante y se quedó helado cuando a sus oídos llegó otro sonido. Algo que sonaba claramente parecido a… ¿un canturreo? Seguido por un largo y ronroneante hummmmm de inconfundible placer. Inconfundible placer que sonaba claramente femenino. Sin duda no podía tratarse de…
Apartando de su mente la idea antes de que pudiera echar raíces y llenarle la cabeza con un centenar de fantasías, siguió avanzando. Rápido, silencioso, se acercó al racimo de rocas. Al amparo de las sombras, fue moviéndose alrededor de las rocas hasta que nada impidió su visión. Y el corazón a punto estuvo de dejar de latirle en el pecho.
Un pequeño estanque circular de agua, de unos tres metros de diámetro, rodeado de rocas por tres de sus lados, se dibujó ante su estupefacta mirada. Del agua se elevaban sinuosas espirales de vapor, brillantes a la luz de la luna… que rodeaban a lady Catherine en una etérea niebla.
Andrew parpadeó, convencido de que era su desesperada imaginación la que había conjurado a Catherine. Sin embargo, al abrir los ojos, ella seguía allí.
Sumergida hasta la barbilla en el agua vaporosa, con los ojos cerrados y una semisonrisa asomándole a los labios, Catherine soltó otro largo ronroneo de placer.
Como aturdido, Andrew se quedó totalmente inmóvil, transpuesto ante la visión de ella.
Quiso hacer… algo. Desvelar su presencia, o desaparecer sin ser visto, pero cuando Catherine se llevó las manos a la cabeza y, despacio, fue quitándose los pasadores que le sujetaban el pelo, fue incapaz de moverse. Los oscuros rizos fueron cayéndole sobre los hombros y al instante Andrew se imaginó pasando sus dedos entre los delicados mechones, hundiendo el rostro en esos suaves y fragantes bucles.
Catherine abrió la boca, inspiró hondo y desapareció bajo la superficie. Las cejas de Andrew se unieron en un repentino ceño. Maldición. Odiaba ver desaparecer a alguien bajo el agua de aquel modo. ¿Y dónde demonios estaba? ¿Por qué tardaba tanto en salir a la superficie?
Sus ojos escudriñaron la superficie. ¿Por qué no había aparecido todavía? No debería pasar tanto rato sumergida. ¿Cuánto tiempo había transcurrido? Sin duda, sólo unos segundos. Aun así, se notó espoleado por diminutos clavos de pánico.
Avanzó unos pasos. ¿Y si Catherine se había enredado con algo bajo el agua? ¿Cómo se las ingeniaría para salvarla? No sabía nadar. Los dos morirían. Saltaría al agua para salvarla, pero ¿podría lograrlo antes de hundirse él mismo como una piedra?
Catherine seguía sin reaparecer. Perlas de sudor salpicaron la frente de Andrew y los clavos de pánico dieron paso a un terror absoluto que le contrajo el corazón.
– Catherine -gritó, echando a correr-. Cath…
La cabeza de Catherine asomó a la superficie y Andrew resbaló hasta detenerse bruscamente a poco más de un metro del borde del manantial.
Ella abrió los ojos, lo vio y soltó un jadeo.
– ¡Señor Stanton! -Sus ojos se abrieron como platos-. ¿Qué está haciendo aquí?
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